NOTA A MI TERAPEUTA
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Cada día estoy más convencida de que conducir es como vivir. Cuando te subes a una moto y te enfrentas a un puerto de montaña, con su asfalto estrecho, sus curvas pronunciadas y su desnivel, el avance es más rápido, elegante y seguro cuanto más lejos está tu mirada. Del vértice de una curva al vértice de la siguiente, más allá del firme que hay bajo tus pies, mucho más allá de la rueda delantera y de la línea que vas dejando atrás por el rabillo del ojo. Lejos de esa piedra que amenaza con llevarte al suelo, de esa gravilla que quiere escupirte de la trazada.
Sí.
Cada día estoy más convencida de que conducir es como vivir.
La vida es mucho más rica, más amena y más llevadera cuando te enfrentas a ella con perspectiva. Lejos de la sombra de tu propia nariz y fuera del hueco de tu ombligo. De la línea que delimita tu zona de confort en adelante, sin pretender dar zancadas de gigante, sino pasos seguros y eficaces.
Sí.
Cada vez estoy más convencida de ello, y por eso mismo me encuentro donde me encuentro. He decidido terminar esta historia en el lugar en el que comenzó. Escribo estas líneas en la cafetería de Sant Cugat del Vallès en la que acabé después de unas curvas sin perspectiva, tras una desagradable charla con el hombre de mi pasado. Yo había acudido a él para pedirle ayuda y él había aprovechado el momento para humillarme, por primera vez desde hacía muchos años, con el fin de engordar su ego. No recuerdo con nitidez lo que ocurrió después. Tan solo el aroma a hospital, las escaleras y las batas verdes. Luego el puño de mi moto a tope y una carretera rodeada de verde en la que solo el asfalto tenía el poder de calmar un poco mis nervios.
Cuando me di cuenta de que conducía sin rumbo detuve la moto y me quité el casco. Me dije a mí misma que jamás volvería a hacer aquello. Jamás montaría a Chiquitina en un estado de ansiedad semejante. Todo motero sabe que su tumba puede ser la carretera, pero tampoco hay que jugar con el destino. Es mucho mejor morir disfrutando de las curvas que sufriendo en una conducción sin sentido. Y aquel sinsentido fue el que me llevó a entrar en esta cafetería en la que me he propuesto terminar mi historia.
Ahora la percibo de un modo diferente, como si los recuerdos ya no me dolieran tanto.
Cuando terminó todo, cuando por fin Cristina parecía estar recuperándose y Tomás Levy hacía las maletas para marcharse, comprendí que tenía muchas cosas en las que pensar.
Antes de partir, mi padre me pidió que mantuviéramos el contacto. Su actitud, por algún motivo, había cambiado drásticamente frente a mí y no fui capaz de negarme a permanecer en su vida en aquel momento. Me sentía en deuda con él, sobre todo después de enterarme de que lo que había hecho por Cristina iba a costarle una inhabilitación temporal para ejercer la medicina. Había tratado a mi amiga fuera de los marcos legales, a escondidas. No me detuve entonces a analizar sus motivaciones. Me dio igual si lo había hecho por demostrar a la comunidad científica lo bueno que era o si su objetivo había sido, simplemente, salvar a mi amiga.
En esta ocasión, para mí, el fin justificaba los medios. Claro que, pensándolo ahora, mi fin no tenía por qué coincidir con el suyo.
La realidad es que, de pronto, me sentí de nuevo atrapada en el pasado, viéndome obligada a mantener una relación con el hombre que más daño me había hecho en la vida únicamente porque se lo debía. Y supongo que todo habría continuado igual, con noches cargadas de pesadillas y sobresaltos constantes, de no ser por ti.
Gracias a ti, y a las horas que hemos pasado juntas, creo haber comprendido el verdadero significado de la palabra «libertad». Antes pensaba que ser libre era poder decidir qué hacer con tu vida, poder elegir a quién querer, a quién odiar y a quién ignorar. Sin embargo, la libertad va mucho más allá de eso. Para ser libre de verdad no solo hay que aprender a tomar decisiones sino que, además, hay que saber acarrear con las consecuencias.
Esa es la verdadera libertad. Y por eso mismo, porque por fin creo haberlo entendido, hace unos días decidí detenerme en Barcelona para defender mi libertad.
Hace escasamente una hora he estado con mi padre. He ido a decirle que le agradezco mucho lo que ha hecho por mí, pero que no estoy preparada para tenerle cerca. Y he de confesarte que, en un principio, no me sentía demasiado bien con esta decisión. No he podido evitar recordar frases como «padre no hay más que uno» mientras le miraba a los ojos. Sin embargo, no me he echado atrás porque ya sabía que la culpa iba a ser una de esas consecuencias derivadas del ejercicio de mi libertad.
Por suerte, él ha acabado poniéndomelo fácil. Me ha recordado lo imbécil que soy y lo desdichada que me sentiré sin tenerle cerca. Me ha gritado, me ha insultado y ha hecho un amago de darme un golpe. Yo no me he movido ni un milímetro, tampoco he pretendido defenderme. Me he limitado a sonreír y a darle las gracias de nuevo por haber salvado la vida de mi amiga Cristina y por haberme recordado todos y cada uno de los motivos por los que creo que UN PADRE TIENE QUE GANARSE EL DERECHO A SER PADRE.
Ahora que ya te he contado esto, creo que puedo dar por concluido este episodio de mi vida en el que he logrado conservar mis nueve dedos y evitar una brutal paliza. Mi gente está todo lo bien que puede estar, y eso es lo importante.
Solo me queda algo pendiente: librarme del recuerdo de los iris bicolores a los que echo tanto de menos. Sin embargo, para eso lo único que necesito es tiempo.
Hay un dicho (no sé de quién) que sintetiza, en buena parte, mi filosofía vital: «Quédate con quien te bese el alma, la piel te la besa cualquiera». A mí me parece una gran frase, pero, mientras aparece quien me bese el alma, pienso dejar que mi piel disfrute todo lo que pueda.