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Movimientos circulares y potentes.
Cara y cuello.
Abriéndome paso a través de la ropa para ahondar en el cuerpo.
El aguijón de mi mano asestando una y otra vez.
*
Aquella noche recuperé un sueño que hacía ya tiempo que no tenía. Regresé a aquel tren de tres vagones que representaba la línea temporal de mi vida, en el que viajaban los que estuvieron en mi pasado, los que permanecían en mi presente y los que mi propia mente había proyectado hacia el futuro. Yo aparecí en el vagón de mi pasado. Ambiente estudiantil, aroma a universidad y a amores caducados, el peso de la muerte de una amiga y los restos de una vida que pudo haber sido pero no fue: la mía con Hugo.
Fui visitando uno a uno los asientos, buscando a la única persona que quería ver. Atrás quedaron el asesino de la hoguera y Mari Vila, el pintor obsesionado y el periodista perturbado. Incluso Clemente I, mi pez negro y feo asesinado por un gato demasiado listo, descansaba en su pecera sobre uno de los asientos.
«No está aquí», pensé, y miré hacia la puerta de acceso al siguiente compartimento de mi tren: el vagón del presente. Pulsé el botón y continué avanzando, sintiendo que mi equilibrio se resentía por culpa de las vibraciones de aquel firme en movimiento.
Al cambiar de vagón me encontré con el reflejo estático de mi realidad. Enrico, Carmina, Flor, mi madre, Bruno, Andrea, Mario… Todos ocupaban sus asientos y parecían viajar a gusto en aquel hueco inundado de presente.
—Hola, preciosa —saludé a Cristina.
No pude evitar que se me encogiera el pecho al descubrir el modo en que mi mente había decidido reflejar la situación de la amiga que corría el riesgo de desvanecerse y que llevaba meses sin poder hablar. Su silueta aparecía ante mí desdibujada, sus labios cosidos con hilo de nailon rojo. Me miraba con aquellos ojos grandes y con su pelito rubio y corto. En una de sus manos, un bote de Tranxilium 5 y, emergiendo de una de las venas de su muñeca derecha, el tubo de un gotero.
Evité tocarla, por miedo a que su imagen perdiera aún más nitidez. Y, para dejar atrás la congoja, seguí avanzando en busca del pasajero junto al que tenía que hallarme sentada.
«Ahí estás», pronuncié en el interior de mi cabeza. Le reconocí en la distancia, por su mata de pelo artificial fruto de (estaba segura) numerosos injertos. Avancé hacia él y, al llegar a su altura, me di cuenta de lo cabrona que podía llegar a ser mi cabeza. «Dr. Levy e Hija», leí en una pequeña placa situada en el lugar en el que deberían estar los números de los asientos.
—Hola, papá —dije con timidez mientras me sentaba a su lado.
Toda la determinación con la que había ido avanzando por la longitud de mis vagones parecía haberme abandonado de golpe. Él me recibió con el rictus con el que siempre le recordaba: altanero y prepotente, con la barbilla hacia el cielo y las pupilas levemente inclinadas hacia el suelo. No se movió y no pronunció palabra alguna, y no me extrañó. Ya estaba acostumbrada a aquel sueño: un tren cargado con los reflejos de mi vida y de mis recuerdos. Un rincón onírico en el que solo podía mirar y tocar. Nada de interactuar con los pasajeros. Hablaría sin obtener respuesta, palparía rostros y cuerpos sin recibir caricia alguna. Personas aparentemente reales que no eran más que sacos de carne y hueso, con el rubor de la vida bajo la piel, pero contaminados por la inactividad de la muerte.
Muñecos con la capacidad de proyectar mis alegrías y mis penas, mis odios y mis más profundos temores.
—Miedo. Siempre te he tenido miedo —dije entre dientes, sin atreverme aún a mirarle a la cara—. Miedo a que volvieras a hacernos daño. —Guardé silencio un instante al ser consciente de algo nuevo—. Miedo a ser como tú, a caminar por el mundo cargada de soberbia y de ego.
Me miré las manos y, de repente, se parecieron a las de aquella niña que caminaba por la playa con su madre y que no quería soltar su pelota. Me sentí de nuevo como aquel diminuto pozo de desilusión y de resentimiento, de preocupación y de profundo desamparo.
—De todos mis recuerdos, los que giran a tu alrededor son asquerosos… y fríos… y dolorosos. —El valor parecía ir regresando a mi interior—. Y lo peor de todo es que, cada vez que has aparecido en mi mente a lo largo de estos años, te vivía como cuando era una cría, cuando aún no tenía arma alguna para defenderme.
En ese momento recordé la fábula del elefante encadenado, esa que Flor me había dado a leer hacía algún tiempo y que yo no había sido capaz de comprender por aquel entonces. Cerré los ojos e imaginé al pequeño elefante recién nacido atado a una estaca con una pesada cadena. El pobre, luchando contra su prisión, tirando con su patita, incapaz de escapar. Y lo pensé agotado al fin… y triste. Se había dado por vencido. ¿Cómo iba él a arrancar aquella estaca a tirones si carecía de la fuerza necesaria para hacerlo? Sentí lástima por aquel elefantito que, al hacerse mayor, al aumentar su tamaño y el poder de su musculatura, había seguido allí atado, a aquella estaca (ahora) diminuta, sin ser capaz de darse cuenta de que, con un simple movimiento de su enorme cuerpo, podría hacerla desaparecer.
«Ahora puedo arrancar mi estaca», pensé.
Reuní las fuerzas necesarias para mirar a aquel hombre a la cara y le dije: «Hasta aquí». Su semblante seguía invariable, pero ya no me afectó. Llevé los ojos hacia mis manos y me encantó ver que habían recuperado su edad, y sus duras experiencias. Un dedo menos era, para mí, la mejor muestra.
—Hasta aquí —susurré.
Entonces comenzó a sonar aquella canción.
Sunrise, sunrise,
looks like morning in your eyes…
Sentí en mi mano derecha el tacto rígido y pesado de mi navaja. La observé unos instantes y, de nuevo, le miré a él, con toda la rabia que había ido atesorando desde hacía años acumulada en el filo de aquella hoja.
Sunrise, sunrise, never something I could hide…
When I see we made it through another day…
Me pregunté si aquel muñeco de carne y hueso de mi sueño sangraría y sentí unas ganas irrefrenables de comprobarlo. Extraje la hoja del hueco en el que estaba plegada y sostuve la navaja un segundo frente a mí.
—¡Hasta aquí! —grité.
Y me volví loca.
Descargué aquel filo punzante sobre el cuerpo de mi padre tantas veces que, muy pronto, perdí la cuenta.
Movimientos circulares y potentes.
Cara y cuello.
Abriéndome paso a través de la ropa para ahondar en el cuerpo.
El aguijón de mi mano asestando una y otra vez.
Jirones de piel, trozos de carne y salpicaduras de sangre por todas partes.
Ventanas, asientos, suelo y techo.
Gotas y chorros del líquido fluido con aroma a metal que abandonaba a borbotones el cuerpo de aquel muñeco.
Me detuve cuando no quedó ni rastro del rostro arrogante y altanero. Me recosté en mi asiento, con la humedad carmesí cubriendo mi propio cuerpo y notando la vibración de la musculatura a causa del esfuerzo.
Cerré los ojos, y al volver a abrirlos me descubrí sentada a la orilla del mar, disfrutando del sonido de las olas y de aquella mágica canción que me había ayudado, por fin, a amanecer.
Sunrise, sunrise,
looks like morning in your eyes…