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Añoraría sus sonrisas infinitas y sus risas espontáneas.

Sus ocurrencias y sus locuras.

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Era alrededor de la una de la tarde cuando Enrico y yo pisamos de nuevo las amplias aceras de la Gran Vía. El tráfico era poco denso todavía y el ruido que generaba quedaba ahogado por el bullicio de los transeúntes, turistas y no turistas que caminaban aquí y allá por el centro, en busca de paradas de autobús, de accesos hacia la catedral, de tiendas en las que gastar o de un rico y refrescante helado de Los Italianos para paliar la insistencia con la que el sol estaba azotando las calles aquella mañana.

—¿Qué has pensado hacer con lo de Manuela? ¿Vamos a ir a verla a su casa o intentamos contactar con ella por medio de la hija del muerto? —pregunté a Enrico.

Para la visita a la residencia de los Castellano Sáez-Castillo, mi compañero y yo nos habíamos puesto dos objetivos. El primero y menos importante: mantener una conversación lo más esclarecedora posible con doña Mercedes. Las referencias que teníamos de la viuda no eran demasiado buenas y no esperábamos sacar gran cosa de ella. El segundo objetivo era permanecer en aquella casa el tiempo suficiente para intentar hablar con Manuela, la asistenta de la familia que había entrado con Merche, la hija del matrimonio, a ver el cadáver de Fernando.

Aprovechando que doña Mercedes parecía tener una conversación más o menos fluida con Enrico, me excusé para ir al baño. Por supuesto, aquella mujer no iba a permitirme explorar a mis anchas por sus dominios y avisó a la chica del traje de doncella para que me escoltara. Una vez fuera, anduvimos unos veinte metros (¡veinte metros!) de pasillo con continuas interrupciones en sus paredes en forma de puerta. «Acá tiene el baño», me indicó la chica, y aguardó en la entrada como si se tratara de mi carcelera. Me entretuve un par de minutos en los que traté de oír algo, de localizar alguna otra forma de vida en aquel piso, pero no hubo manera. «¿Ya está, señorita?», me preguntó mi custodia al verme abrir la puerta.

La chica tendría mi edad, o quizá menos. Intercambié un par de palabras con ella y me pareció lo bastante agradable para preguntarle por Manuela. «Manoli ya no trabaja acá», respondió ella con un suave acento sudamericano, diluido por los años que llevaba fuera de su país y por la distancia. Me contó en susurros que la señora Mercedes la había «botado» un mes después de que don Fernando («¡Que Dios lo tenga en su Gloria!») falleciera. Tras la muerte del señor de la casa, todo había cambiado. Los hijos se habían independizado de repente («El niño Fer ya no le habla a su mamá») y Manoli, de la noche a la mañana, dejó de estar entre ellos.

A juzgar por aquellos minutos de charla apagada en el pasillo, la chica, llamada Diana, no parecía tener demasiado aprecio a su señora. «Es un poco bruja», me dijo cubriéndose la boca con una mano. «Y desde que murió don Fernando, anda buscando no sé qué por toda la casa… Si al menos nos contara qué es lo que ha extraviado…».

Nuestra paradita por el camino no se prolongó mucho más, pero al menos conseguí un par de informaciones muy valiosas: la señora Mercedes andaba como loca buscando algo y a Manuela la habían despedido de la noche a la mañana. Ambos detalles me llevaron a recordar el interés de doña Mercedes por quedarse a solas con el cadáver de su marido. ¿Qué estaba buscando la viuda con tanta insistencia? ¿Sabía Manuela qué era eso que buscaba?

—De verdad que estoy bien, jefe —insistí una vez más para que me dejara acompañarlo a hablar con Manuela.

—¡Que no hay más que hablar, niña! —exclamó él, un poco harto—. Tienes cara de muerta y necesitas descansar. Anda, vete a casa, tómate algo fuerte y métete en la cama. —Me miró con cara de «no se te ocurra rechistar»—. Si eres buena, mañana paso a recogerte y nos vamos juntos a la sede de la fundación.

«La fundación», repetí en mi cabeza, percatándome de golpe de la cantidad de frentes que teníamos abiertos: la relación de los hijos del matrimonio con su madre, el enigmático objeto que buscaba la viuda por la casa, la secretaria misteriosa, el motivo del viaje de nuestro muerto a Madrid, la discusión de pareja previa al fallecimiento de Fernando, la maleta sobre la cómoda y todo aquel montón de ropa, el despido abrupto de Manuela, la fundación La Pequeña Lulú… ¿Realmente era aquel un simple lío de herencias? Andrea había catalogado el caso como un laberinto sin salida; sin embargo, a esas alturas la de la inspectora comenzaba a parecerme una mala definición. No era un laberinto sin salida. Ni siquiera estábamos aún dentro del laberinto, sino fuera, al otro lado de sus vastos muros, intentando entrar a jugar nuestra propia partida en su interior. El único problema era que alguien se había empleado a conciencia para esconder de nuestra vista todas y cada una de las puertas. Pero… ¿quién?

Miré a Enrico y supe que, por mucho que luchara, él ya había ganado aquella batalla. No me quedaba más remedio que marcharme a mi apartamento para descansar a fin de ganarme, como premio, una visita a la fundación La Pequeña Lulú.

—De acuerdo, me voy dormir —acepté—. Pero mañana yo te acompaño a la fundación y tú te vienes conmigo al cementerio, que quiero probar algo.

Enrico asintió y, ante la certeza de mi claudicación, echó a andar de nuevo rumbo a mi casa. El calor comenzaba a ser insoportable, más propio del mes de agosto que de un verano agonizante. Avanzábamos con lentitud, obviando el ritmo de la ciudad y de sus habitantes, ajenos a los temporizadores de los semáforos y a los segundos que se detenían los autobuses en las paradas. Y ayudada por la parsimonia de nuestros pasos, acabé perdiéndome en mi pensamiento. Fui directa a mi tarro de los garbanzos, aquel pequeño cofre de recuerdos en el que había ido atesorando, a escondidas de Cristina, todos y cada uno de los momentos mágicos que habíamos vivido juntas. Había planeado mostrárselo el último día y, con la ayuda de aquel tarro, pretendía decirle lo mucho que iba a echarla de menos.

Añoraría sus sonrisas infinitas y sus risas espontáneas.

Sus ocurrencias y sus locuras.

El mimo con el que colocaba los pasteles en la vitrina cuando aún trabajaba en la pastelería.

Ese cariño universal siempre preparado para arropar a cualquiera.

La extrañaría tanto que…

Sacudí la cabeza cuando mis pensamientos desembocaron en aquel oscuro desenlace al que aún no podía enfrentarme.

—Paso a buscarte a las nueve de la mañana —me dijo Enrico cuando llegamos al edificio—. Y tómate en serio lo de descansar porque como mañana sigas teniendo esa cara prometo encerrarte en tu cuarto.

—¡Señor, sí, señor! —bromeé ante aquella muestra de autoritarismo.

Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta de la entrada, pero no accedí al vestíbulo hasta que Enrico se dio la vuelta. Le observé mientras se alejaba y sonreí al ver su forma de caminar tan elegante como contundente, con su camisa de lino, sus vaqueros desgastados y sus Camper veraniegos.

—No sé qué haría sin ti —murmuré.

De pronto caí en la cuenta de que faltaban cinco días para su quincuagésimo segundo cumpleaños y me apeteció hacerle algún regalo especial.

Un escalón, dos escalones, tres escalones…

Comencé a subir sintiéndome algo aplatanada por el calor. Estaba realmente cansada. No eran ni las dos de la tarde, y la idea de tirarme en la cama y dejarme atrapar por el sueño me pareció el más dulce de los planes.

Seis escalones, siete escalones…

El sonido de una radio o de un televisor se colaba por debajo de una puerta y generaba una extraña reverberación en el hueco de la escalera.

Diez escalones, once escalones…

«La joven…».

Me detuve en seco antes de llegar al primer piso.

«Todo indica…».

El eco de la noticia llegó incompleto a mis oídos, pero aquellas simples frases golpearon con fuerza mis tímpanos y la vibración de mis diminutos martillos, yunques y estribos acabó generando un alboroto insoportable en mi interior.

Traté de captar algo más, pero no pude. Los latidos de mi corazón eran demasiado poderosos y frenéticos. Por eso me apresuré a subir el resto de los escalones sin tener en cuenta la fatiga o el peso de mi sudoroso cuerpo.

Abrí la puerta de mi apartamento, la cerré de golpe y corrí hacia el salón en busca del mando de la tele. Mientras, mi cabeza no dejaba de traicionarme con todos aquellos titulares que había ido anticipando en torno al final de mi amiga: «Aparece muerta en un hotel», «… todo apunta a un suicidio», «… paciente con cáncer terminal…».

—Vengaaa —hostigué a la tele para que se encendiera lo más rápido posible.

Hice un frenético zapping en busca de los canales en los que estaban dando las noticias, pero no di con nada que se pareciera al fatídico desenlace que estaba esperando encontrar.

—No tendría calado nacional, pero puede que en la radio… —murmuré.

Apagué el televisor y encendí el equipo de sonido. Onda Cero, RNE, Cadena Ser, RAI, Canal Sur…

Nada.

Mi último recurso fue internet. Los diarios locales habrían sido los primeros en publicar algo así. Que el suceso apareciera en los periódicos nacionales dependería del morbo que dieran al tema mis compañeros periodistas.

Un buen rato de búsqueda con la angustia enclaustrada en el pecho.

El Ideal, Granada Digital, Granada Hoy, Diario Granada

Nada.

No había nada.

Y eso solo podía significar una cosa: aún no la habían encontrado.