20
Fernando era un pelele.
El abogado había pasado por una mala racha.
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Descansa y recupera fuerzas para despertar y enfrentarte de nuevo a la realidad que te rodea. Controla el ritmo de tu corazón y no permitas que se pare; tampoco le des cancha, no dejes que su frenesí vuelva a sumirte en una crisis de ansiedad. Controla tu necesidad de abandono solo por un instante, solo hasta haber podido analizar por qué te has levantado a pesar de tu cansancio. Te queda poco tiempo para disfrutar de su sonrisa; al cabo de unos días, desaparecerá. Date unos segundos para analizarlo. Para asimilarlo.
Recuerda tu tarro de los garbanzos.
Te quedan tan solo unos pocos de sus latidos y sabes que quieres aprovecharlos.
Abre los ojos de tu corazón y cierra la puerta al miedo o al cansancio.
Disfruta con ella del placer de la comida.
Disfruta con ella del placer de pasear.
Disfruta.
Ríe.
Respira.
Saca jugo a la compañía de alguien a quien quieres tanto que cuando se vaya se te irá una parte de la vida.
Duerme lo estrictamente necesario para volver a ponerte en funcionamiento y si, al despertar, el miedo o el cansancio golpean la puerta que has cerrado diles que ya tendrás tiempo de hacerles caso.
Graba sus ojos en tu retina, bebe de sus movimientos, contágiate de su desparpajo.
Alimenta ansiosamente tu corazón con su presencia porque pronto, demasiado pronto, ella no estará a tu lado.
Cada mañana, al abrir los ojos y notar la tormenta de ansiedad y agotamiento que parecía querer destrozar mi ánimo, me esforzaba por recordar mi tarro de los garbanzos y todo lo que significaba para mí. Y repetía aquella suerte de rezo para recordarme que no podía huir de la situación, que lo que realmente quería era acompañar a Cristina hasta el final que ella había decidido tener.
Una vez que mi oración había surtido efecto, el único problema al que debía enfrentarme era el cansancio. Me costaba la misma vida seguir el ritmo a mi amiga. Durante el día paseábamos y hacíamos cosas especiales por Granada: té con aroma a canela en la calle Calderería, obra de teatro en el Isabel la Católica, paseo por el Carmen de los Mártires, churros con chocolate en el mítico Café Fútbol… Cuando llegaba la noche intentábamos aprovecharla a tope, empezando por tomar una buena cena en algún rincón especial y terminando en lugares realmente dispares.
Yo permanecía a su lado todo el tiempo, gozando con sus sonrisas y sus gestos, y cuando Cristina dormía me dedicaba a desentrañar el misterio del muerto desaparecido y de la secretaria fantasma.
CRISTINA: Hoy me encargo yo de los planes.
Estábamos disfrutando del café mañanero (el segundo para mí) en la cocina cuando mi amiga me envió aquel mensaje de whatsapp.
Domingo. Habíamos pasado dos días fabulosos y nos preparábamos para el tercero. Por suerte la enfermedad parecía haberle dado una pequeña tregua. Los fallos de coordinación al andar eran muy escasos y a veces, solo a veces, le costaba trabajo sujetar algunas cosas. Por lo demás, Cristina parecía una chica normal, con cierta tendencia a la caída del cabello, pero normal.
—¿Qué tienes pensado?
Una luminosa sonrisa, un rápido movimiento de dedos sobre la pantalla del móvil y…
CRISTINA: ¡Es una sorpresa!
CRISTINA: Solo puedo decirte que hoy tendrás que dejarme sola.
Necesitaré dos horas libres.
Al leer aquello sentí un pequeño pellizco en el pecho. Fue como si el miedo a perderla, el poderoso miedo, aguardara acechante en mi interior, listo para brotar al oír frases como esa.
—¿Dos horas? —pregunté, intentando ocultar la desconfianza.
Cristina frunció el ceño, pero decidió hacer caso omiso a mi reacción.
CRISTINA: Dos horas. Y tendrás que decirme
dónde vas a estar porque no quiero que nos encontremos por la
calle.
Me echó de casa a eso de las siete de la tarde. No tenía permiso para regresar hasta las nueve y, llegada la hora, no podía subir al apartamento, debía esperarla en la puerta del edificio.
—Ramiau.
Tulipán, el gato de Flor, me saludó al verme en el rellano.
—¡Hola, Tulipán! ¿Dónde está tu dueña? —le pregunté mientras le acariciaba la cabecita.
—¡Aquí estoy! —resopló Flor asomando por la escalera—. Al enano este le gusta subir corriendo hasta casa.
Para mi sorpresa y la de todo aquel que se los encontraba por la calle, Tulipán y Flor salían juntos a pasear por Granada cada día. El pequeño gato negro llevaba un arnés rojo y una correa extensible a juego y recorría la ciudad poniendo firmes a todos los perros que se cruzaran en su camino.
—¿Cómo está tu amiga? —se interesó Flor antes de haber recuperado el aliento tras el ascenso por la escalera.
—Salvo por lo de no poder hablar, parece la misma Cristina de siempre, alegre y divertida —le conté—. A veces me digo que todo esto sería mucho más fácil para mí si…
«Si su enfermedad la tuviera postrada en una cama», pensé, pero no fui capaz de verbalizarlo.
—Te entiendo, preciosa —me consoló Flor, con el rostro algo afligido—. Es tan joven…
Flor no tenía ni idea del pacto al que habíamos llegado Cristina y yo. Cuando habíamos hablado en el pasillo del hospital, le expliqué que pensaba estar con ella hasta el final, pero no le di detalles sobre el tipo de final que aguardaba a mi querida amiga porque, en aquel momento, hasta yo lo había ignorado. Por eso procuré no parecer alarmada cuando le pedí que estuviera pendiente de ella durante mi ausencia.
—Descuida. No va a pasarle nada en este rato, pero si quieres, en una media hora me paso a verla —se ofreció mi vecina.
Me despedí de Flor y del pequeño Tulipán y me dirigí hacia la calle por la escalera. Antes de haber llegado a la Gran Vía ya había quedado con Enrico.
Nos encontramos en La Napolitana, en su despacho.
—¿Por dónde quieres que empiece? —me preguntó mi socio al verme entrar en sus dominios.
—Empieza por explicarme por qué seguimos reuniéndonos aquí cuando tenemos una oficina la mar de chula justo sobre nuestras cabezas —le cuestioné en tono irónico.
Yo ya sabía cuál era la respuesta. Para Enrico, aquel despacho representaba su rincón sagrado, el lugar en el que se refugiaba para pensar, para relajarse, para dormir a pierna suelta en el sofá, para tomarse un buen whisky y sentirse como un hombre o, simplemente, para huir de los prontos de su sobrina Carmina. La oficina, por muy bonita y bien preparada que estuviera, aún no se había ganado el derecho a albergar una reunión como aquella, a caballo entre lo laboral y lo íntimo.
—Tú deja la oficina para los clientes y este sitio para nosotros —respondió él a la vez que acariciaba el tablero de madera de la mesa—. Además, arriba no hay pasteles de los que te gustan… y te me quedas tonta sin tu dosis de azúcar.
Ahí tenía algo de razón, siempre he pensado mejor con una buena medida de glucosa en vena.
—Repito la pregunta: ¿por dónde quieres que empiece? —insistió.
—Sorpréndeme —le dije, y me sentí algo más libre del peso de Cristina y deseosa de poder centrarme en nuestro muerto.
—He podido hablar con… —Abrió aquella libreta cochambrosa que bien podría tener mil años y volvió a cerrarla—. Candela Fuentes. Es la madre del niñato tocapelotas —me aclaró, y entendí que así había decidido apodar a Jacinto, nuestro cliente problemático—. Fernando Castellano y ella tuvieron una relación corta, no duró más de dos meses. Según me ha contado, el abogado siempre fue un hombre respetable y respetuoso, sobre todo con su mujer. Rara vez hablaba de ella, pero era uno de los pocos socios del bufete al que no le iban los escarceos nocturnos en bares de alterne.
Enrico era un anticuado para algunas cosas. Para él, expresiones del tipo «bares de alterne» o «casas de citas» eran de lo más actual. Cualquier día acabaría refiriéndose a alguna prostituta con el apelativo «chica de dudosa reputación»… y no me sorprendería, la verdad.
Continuando con el encuentro entre Candela y Enrico, esta le había contado que unos meses antes de morir el suegro de Fernando, el abogado había pasado por una mala racha. Según Candela, parecía deprimido. Ella nunca se enteró del motivo, pero, según su versión, le cambió muchísimo el carácter. Pasó de ser un hombre modélico a un tipo decadente. Bebía más de la cuenta en los almuerzos de trabajo, llegaba tarde a la oficina, protestaba por cosas sin importancia… Salidas de tono constantes que acabaron desembocando en algún que otro encontronazo con su suegro (y jefe).
Su actitud se prolongó unos meses, tras los cuales pareció regresar a su antigua vida coherente y comedida. Aunque, en opinión de Candela, no volvió a ser el mismo. Para empezar, había comenzado a tenerla en cuenta, cuando jamás la había mirado con más intención que la de mantener un agradable ambiente laboral. Sus acercamientos se iniciaron con algún que otro saludo más efusivo de lo normal, luego compartieron más de un momento café y, después, Fernando solicitó su colaboración para llevar un caso juntos. Nada complicado, un proxeneta aficionado a reventar a hostias a sus chicas y a abusar sexualmente de ellas.
Durante las semanas que estuvieron trabajando en equipo las jornadas laborales fueron alargándose poco a poco y, casi sin darse cuenta (según Candela, claro), acabaron disfrutando de todos los rincones del despacho cuando se quedaban a solas.
Tras cerrar el caso, Fernando selló su bragueta y Candela juntó las piernas. Habían decidido no volver a verse de ese modo, pero ya era demasiado tarde porque la parte femenina de los escarceos estaba embarazada.
—¿Y a pesar de eso no volvieron a verse… de esa forma? —pregunté a Enrico cuando me contó aquello.
—Según la madre de Jacinto, no. De hecho, fue en aquella época cuando ella decidió dejar el bufete —respondió—. Candela se lo contó a Fernando para pedirle que le guardara el secreto. Ella estaba a punto de casarse con uno de los empresarios más ricos de Granada y el acuerdo prematrimonial no contemplaba con buenos ojos una infidelidad con resultado de embarazo.
—Ya, pero ¿no decía Jacinto que su falso padre sabía la verdad? —planteé, pues acababa de venirme a la cabeza la conversación que habíamos tenido con aquel chico.
—Candela me ha jurado que no —especificó mi socio—. Ella dice que nunca se lo contó y que él jamás preguntó. Aunque puede que lo sospechara.
—O que, simplemente, fuera un mal padre —añadí yo, pensando en mis propios antecedentes.
Algo debió de asomarme a la cara porque Enrico me dedicó una mirada de preocupación.
—¿Estás bien, Ada? —me preguntó—. Si quieres podemos cambiar un rato de tema.
Un súbito sentimiento de rechazo brotó de mi estómago para materializarse en mi boca.
—No pienso dedicar ni un segundo de ese rato a un cabrón narcisista y autoritario, así que, si no te importa, vamos a continuar con nuestro muerto.
Si a Enrico le preocupó/violentó/crispó mi respuesta, no lo demostró en absoluto. Siempre había sido bueno respetando mi espacio, así que regresó de inmediato a nuestro caso y a lo poco que habíamos ido averiguando.
—A ver… La madre de Gonzalo… —Abrió su libreta de nuevo y la cerró enseguida—. Se llama Trinidad López, tiene cincuenta años y es invidente desde hace veinte. Por culpa de un glaucoma mal diagnosticado, o algo así, me ha contado su hijo. A día de hoy cobra una paga ridícula, y ella y Gonzalo han salido adelante gracias a las becas universitarias (él tuvo suerte y pudo optar a algunas) y a trabajos esporádicos. El chico es un todoterreno.
»Trinidad conoció a Fernando cuando aún era prostituta. Es más, ella asegura que fue el abogado quien la ayudó a salir de aquel mundo —puntualizó Enrico—. Esa mujer sabe muchísimo más de lo que ha querido contarme, pero parece tener tanto respeto por el padre de su hijo que insiste en proteger sus secretos aun estando muerto.
—Querrá guardar su memoria —cavilé.
—O esconder algo —replicó él.
Me quedé mirando unos segundos los puntos de sutura que aún llevaba en la palma de la mano. Recordé que en un par de días debía quitármelos y se me ocurrió que Flor podría hacerlo. Después de todo, ella era una enfermera jubilada.
—¿Estás ahí? —preguntó Enrico, y me sacó de mi ensimismamiento.
—Sí…, perdona. —Sacudí la cabeza para intentar centrarme de nuevo—. ¿Qué podría querer esconder esa mujer? Está claro que dinero no, porque lo que me has contado sobre Gonzalo y ella no indica una situación demasiado boyante.
—Ni idea. Sí estoy prácticamente seguro de que ella estaba enamorada de nuestro cadáver. Solo ha tenido palabras de agradecimiento y lo ha defendido en todo momento. Ah, y un detalle curioso: parece que el abogado era un pelele en manos de su señora y de su suegro, antes de que este muriera.
—¿Qué te hace pensar eso? —Sentí mucha curiosidad de repente.
—Palabras textuales de Candela: «Fernando era un pelele. Su suegro y Mercedes hacían con él lo que les venía en gana». —Enrico emuló el tono de aquella señora—. Trinidad, en cambio, no ha hecho más que compadecerse de él. Que si pobre hombre, que si estaba atado de pies y manos, que si su esposa no lo dejaba respirar…
Enrico me reveló algún que otro detalle que, más que llevarme a pensar en él como un pelele, me llevó a percibir al poderoso abogado Fernando Castellano, presidente y socio mayoritario de Castellano S-C, como un hombre fácilmente manipulable.
—¿Y Trinidad y Fernando? ¿Siguieron viéndose? —quise confirmar, pues, por lo que Enrico contaba, ellos no parecían haber perdido el contacto.
—Sí. Ocasionalmente, pero sí —respondió mi socio—. Ella dice que con los años acabaron teniendo una bonita amistad.
Nuestra reunión se prolongó hasta las ocho y media de la tarde. La verdad es que habíamos recabado mucha información entre los dos. Lo malo era que aún no sabíamos cómo utilizarla para encontrar el cuerpo de Fernando Castellano.
Mis avances, no demasiados, giraban en torno a las visitas que el cadáver pudo recibir después de que se hubiera cancelado la cremación. Para empezar, la de la viuda, sus dos hijos y la mujer cercana a la familia que aún no habíamos podido identificar. Además, Andrea me había pasado el listado del personal que tenía permiso para acceder al sótano del edificio de oficinas del cementerio y, en total, con nombre y apellidos, eran unas quince personas, entre gerente, personal de limpieza, guardas de seguridad, enterradores… A eso había que sumar un número indeterminado de individuos sin nombre que, por su profesión (funerarios, personal externo de mantenimiento…), podrían haber estado por el lugar en algún momento. Al igual que Andrea, yo había decidido dejar a ese segundo grupo aparte, para centrarme en lo más probable: los familiares y los trabajadores que estaban aquella noche de guardia.
Le hablé a Enrico de la insistencia de la viuda por ver el cadáver a solas, de las constantes negativas a autorizarla por parte del personal del cementerio y de cuando la habían pillado in fraganti paseando por una zona de acceso restringido cerca de los ascensores que comunicaban con el sótano.
—¿Y aún no sabemos si la viuda consiguió colarse? —me preguntó Enrico.
—Negativo. Pero yo me inclino por el sí, porque José Antonio me ha explicado en un correo electrónico que, después de que la descubrieran merodeando por donde te he dicho, no volvió a pedir que la dejaran pasar —le expliqué—. Silvana, la chica que la atendió en todo momento, piensa que la tal Mercedes quería despedirse a solas de su marido. Afirma que estaba muy alterada, y puede que tenga razón. Aunque, en mi opinión…
—Crees que buscaba algo —me soltó Enrico.
—Exacto. Creo que, por alguna razón, la viuda estaba convencida de que su difunto esposo había estado a punto de ser incinerado con algo importante. O… —Me detuve un instante para reformular la hipótesis—. O quiso esconder algo que debía haber desaparecido para siempre entre las llamas.
—O pretendía averiguar cómo sacar el cuerpo del cementerio —propuso él, poniendo la guinda a aquel pastel de elucubraciones.
Mi socio se perdió unos segundos entre sus notas. Cuando estuvo preparado para continuar ambos concluimos que necesitábamos indagar aún más en lo ocurrido en aquel sótano y, sobre todo, averiguar si quienquiera que se llevara el cadáver pudo haber tenido ayuda desde dentro.
—Y el siguiente punto de la reunión es…
—La secretaria fantasma —completé su frase, y no pude evitar sonreír al darme cuenta de que estábamos tan conectados que parecía que nos leíamos la mente.
Yo había hablado con Andrea el día anterior sobre ella, y la inspectora desconocía la implicación de una secretaria. No había oído jamás hablar de la misma, ni siquiera a Jacinto o a Gonzalo.
—Aún no la he encontrado —reconoció Enrico—. Después de descartar a la antigua secretaria del bufete decidí pasarme por las instalaciones de la fundación La Pequeña Lulú, pero los sábados las oficinas están cerradas, y nadie en la residencia de acogida de niños ha sabido decirme nada al respecto. Volveré a ir mañana, lunes, a ver si conseguimos sacar algo en claro.
—Yo hasta el jueves no creo que tenga mucho margen, pero intentaré avanzar lo que pueda desde casa por las noches —le dije, consciente de lo poco que estaba implicándome en el caso.
—¿Qué pasa el jueves?
La pregunta de Enrico fue inocente. Un «¿qué pasa el jueves?» sin importancia, quizá a la espera de una respuesta sencilla del tipo: «Cristina ingresa en el hospital para someterse a unas pruebas», o incluso: «Parece que mi amiga está mucho mejor y van a darle el alta». Sin embargo, mi reacción fue desmesurada, como si aquella inocente pregunta llevara implícito un «y no me engañes porque leo en tus ojos que piensas encerrarte en algún lugar íntimo con tu querida amiga con el propósito de acompañarla en su último viaje; sé que la acunarás entre tus brazos mientras exhala su último aliento de vida y que esa imagen, ese jodido peso, acabará acompañándote el resto de tu existencia».
Sí. Mi reacción fue desmesurada, tanto que Enrico pasó abruptamente de la inocencia a la suspicacia.
—Ada, ¿qué pasa el jueves?
Me quedé muda y me tensé desde los dedos de los pies hasta la coronilla. Sentí un incómodo rubor tiñendo mis mejillas.
Miré el reloj. Las ocho y media.
—Tengo que irme —dije.
Barreras levantadas.
Escudos emocionales funcionando a máxima potencia.
«A ti no puedo contártelo porque sé que no lo entenderías», explicó a Enrico el silencio de mi mente. Después de todo, no tenía a nadie en mi vida que me regañara por colarme de noche en un cementerio, pero sí que había gente en ella que jamás aprobaría lo que estaba a punto de hacer por Cristina.
Sentí su mano en mi hombro cuando me apresuraba a salir por la puerta de su despacho.
—Prométeme que no harás nada de lo que puedas arrepentirte —me pidió con cara de preocupación.
—Prometo que no me arrepentiré.
Aquellas palabras brotaron de mi boca cargadas de sinceridad… y de tristeza.