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Mente positiva,

mente positiva,

mente positiva…

*

*

Aquella noche mis párpados se mantuvieron firmemente plegados, mis retinas llenas de formas desdibujadas a causa de la oscuridad. Cuando no soporté más el insomnio, decidí convertirlo en algo útil, así que me levanté y fui al salón en busca de mi mochila. A continuación regresé al pasillo para abrir la puerta de la que había apodado «la habitación de mis obsesiones», un despacho lleno de pizarras magnéticas al que solo entraba cuando el caso en el que estaba trabajando requería mi plena dedicación. Aquel rincón de mi piso había nacido con «El Juego de los Cementerios» y, tras cerrar esa locura, las contadas ocasiones en las que lo había utilizado me habían ayudado a superar algún que otro bache. Sentía miedo y admiración, a partes iguales, por aquel lugar. Un cubículo en el que podía perderme en un mar de informaciones sin sentido, un microespacio en el que vivir a caballo entre la objetividad, el instinto y el desvarío.

—Aquí de nuevo —dije en voz alta, siendo consciente de que, al traspasar el umbral, aquella habitación me anclaría a un suelo cargado de realidad y me ofrecería todas y cada una de sus paredes para reconstruir la historia de Fernando Castellano—. Pero esta vez avanzaremos poco a poco —añadí, como si aquel sitio tuviera alma y estuviera escuchándome—. Iré dándote lo que tengo y lo que vaya encontrando. Iré contándotelo todo y tal vez hasta me quede a dormir en tu sofá, pero no puedo dedicarte mi tiempo al completo. Ahora tengo a alguien que necesita mi ayuda más que este muerto. Cristina debe ser mi prioridad.

Por supuesto, la habitación de mis obsesiones no me contestó. Se limitó a acogerme, a recibir con agrado mi portátil sobre su mesa y los papeles con anotaciones en sus paredes. Aquella noche el sofá se quedaría esperando.

Había iniciado mi búsqueda de información con una pregunta: ¿Era el de Fernando Castellano el único caso de desaparición de un cadáver?

Al teclear en la barra de Google «desaparición cadáver cementerio» apareció enseguida una respuesta: mi muerto no era el único. Charles Chaplin, Maria Callas, Eva Perón y el general Petain también tuvieron que sufrir una vez muertos el robo de su propio cuerpo. Quizá el caso de Chaplin fuera, cómo no, el más hilarante de todos, digno de una de sus magníficas obras de cine mudo.

Dos meses después de su fallecimiento, una banda de mecánicos búlgaros tuvo la genial idea de entrar en el cementerio de Corsier-sur-Vevey para robar el cuerpo putrefacto del famosísimo artista y pedir un rescate estratosférico por él. La prensa de la época se incendió ante aquel extraño suceso. No obstante, la persona que debía alarmarse y atender a las exigencias de los captores del cadáver de Chaplin casi ni se inmutó.

Me habría encantado ver la cara de aquellos ladrones de poca monta al enterarse de la respuesta de la viuda del actor, Oona O’Neill: «Charlie lo habría encontrado ridículo». O sea, que, para desdicha de los robachaplines, la única persona interesada en recuperar el cadáver se había negado a pagar y, para colmo, acabaron pillándolos tras once semanas de búsqueda.

Después de tan estrambótica aventura, Charles Chaplin pudo descansar al fin en paz. Eso sí, bajo una capa de ciento cincuenta centímetros de cemento para evitar que su tumba volviera a ser profanada.

Localicé otro caso curioso más cerca, en Sevilla, donde los trabajadores del cementerio de San Fernando habían exhumado, por error, el cuerpo de una mujer cuya familia tenía todos los documentos en regla. El hijo se enteró cuando fue a visitar la tumba el día de Todos los Santos y se encontró el nicho de su madre vacío. Un error con muy poca intención de ser reparado porque, si lo que leí en las noticias era cierto, el cementerio no había indemnizado a la familia; «falta de cobertura presupuestaria», alegaron. Años más tarde el suceso estaba en manos de la justicia.

De todos modos, aquel no era el tipo de información que yo buscaba, así que lo obvié y continué con mis pesquisas.

Encontré un antecedente parecido al cabo de un buen rato, el caso de un empresario gallego que había desaparecido de su tumba, en el cementerio de Cee, antes de que pudieran exhumar su cadáver para tomarle una muestra de ADN. Por fin daba con algo similar en nuestro país y no demasiado alejado en el tiempo (siete u ocho años atrás). Lo ocurrido guardaba muchísimas similitudes con lo de Fernando Castellano. Pero había un detalle de suma importancia que los diferenciaba: tuve la sensación de que era mucho más sencillo robar un cadáver en un cementerio rural, pequeño y con poca vigilancia, que en el inmenso y controlado cementerio de San José de Granada.

—No creo que haya mucho más —dije en voz alta mientras miraba, en una de las pizarras, toda la información que había ido anotando—. Ahora toca conocer un poquito a Fernando.

A aquellas alturas mis ojos estaban tan metidos en la pantalla del portátil que había perdido la noción del tiempo. Y de la realidad. Por eso mismo, cuando sonó la alarma del móvil a las ocho de la mañana y desperté apoyada sobre la mesa no supe si había dormido varias horas o tan solo unos minutos.

—Estás hecha una basura —me soltó Enrico al verme llegar.

—¡No me digas! No me había dado cuenta —respondí con ironía y con cierta sensación de urgencia—. Tenemos una hora antes de que aparezcan Gonzalo y Jacinto. Si te parece, nos tomamos un café y te cuento lo que he podido averiguar.

Enrico subió la persiana de La Napolitana y la cerró de nuevo para que nadie nos molestara. Encendió la máquina de café expreso y sirvió un par de trozos de tarta.

—Come, niña —me ordenó—. Te estás quedando en los huesos.

Le hice un breve resumen entre bocado y bocado, comenzando por el empresario gallego y continuando con lo que me había contado la inspectora de policía.

—Dice Andrea que es un tema de herencias. Tras la muerte de Fernando Castellano, justo antes de que fuese incinerado, un juez paralizó la cremación. El cadáver permaneció en las cámaras del cementerio tres días y desapareció en la madrugada previa a la toma de muestras para las pruebas de paternidad —le expliqué.

—¿Cómo se lo llevaron?

—Ese es el problema —respondí—. No está muy claro. Alguien provocó un pequeño incendio frente a las oficinas para sembrar el desconcierto y se cree que usaron un cubo de la basura para llevárselo porque, al hacer inventario, se dieron cuenta de que faltaba uno de los bidones con ruedas de la parte trasera. No hay más. Parece que estamos ante un laberinto sin salida —concluí y, sin habérmelo propuesto, hice mía aquella frase de Andrea.

—Un laberinto sin salida… Ya veo. —Enrico repitió esas palabras en un tono cercano a la mofa—. O sea, que no hay nada. Ni sospechosos ni pruebas… Desapareció sin más.

—Bueno, sospechosos… sí que hay. Están la mujer y los hijos. Pero dice Andrea que no encontraron nada que pudiera relacionarlos. Un caso complicado.

No supe interpretar la ruda mirada que me dirigió Enrico, pero sentí que me atravesaba el cráneo. Me noté crispada, como si estuviera sometiéndome a un tercer grado con sus ojos y su lenguaje corporal y, de repente, tuve la necesidad de retroceder. Plegué los hombros y me crucé de brazos. Me cerré en mí misma para protegerme de aquella insoportable seguridad que emanaba de mi compañero y que parecía querer devorarme. De pronto algo le hizo aplacar su empaque. Supuse que mi propio aspecto. Mi tensión.

—¿Una noche difícil?

Aquello me pilló por sorpresa.

—¿Por qué lo preguntas?

Al recordar mi encuentro con Cristina, su proceso de decadencia, el llanto se arrimó al precipicio de mis ojos, dispuesto a lanzarse al vacío.

—Lo pregunto porque en cualquier otro momento te habría dado igual la investigación de la policía. ¿A ti qué lo que haya dicho Andrea? ¿Cuándo te ha importado el trabajo previo de los demás? Este no es tu estilo, Ada —arguyó—. Ni siquiera has hablado con los supuestos hijos y ya estás tirando la toalla. Esta no eres tú.

«¡Zas! ¡En toda la boca!», gritó la voz de mi conciencia.

Enrico tenía razón: aquella no era yo. Si algo me caracterizaba era esa manía mía de escuchar las cosas a medias. En otro momento el laberinto sin salida de Andrea se habría transformado en mi cabeza en algo cercano al escenario que David Bowie y Jennifer Connelly recorrían en la peli Dentro del laberinto. Un lugar en el que «las cosas no son siempre lo que parecen». Sin embargo, me empeñaba en ver aquel trabajo como ese dédalo infranqueable del que había hablado la inspectora. Aunque, si mis sospechas eran ciertas, ella me había derivado aquel caso porque confiaba en que sería capaz de encontrar una salida.

Respiré hondo y miré a Enrico, dispuesta a abrir mi mente por completo.

—Tienes razón, jefe. Últimamente estoy como si me faltara la energía —admití—. Pero te juro que la recupero. De verdad.

Aquella promesa iba más dirigida a mí que a él. Notaba la falta de optimismo en mi sangre, y así ni siquiera me reconocía a mí misma. Siempre había sido una persona de contrastes. Euforia y decadencia. Pero esta última en dosis muy pequeñas y poco duraderas. Echando la mirada atrás, tuve la sensación de que el pesimismo había pasado de pasajero a conductor de mi vida. Lo de Cristina parecía haber abierto viejas heridas que no iban a curar únicamente con saliva.

«Mente positiva, mente positiva, mente positiva…».

Comencé a repetir esa cantinela en mi cabeza y a utilizarla a modo de radar para buscar un camino más propio de mí. Entonces recordé lo que había estado haciendo la noche anterior, para sacar partido a mi insomnio.

Saqué mi Moleskine y comencé a leer:

—A ver… Según la Wikipedia —dije, y me sentí ridícula al nombrar la Wikipedia como una de mis fuentes—, Fernando Castellano fue un superabogado. Constituía la tercera generación de una familia de letrados madrileños, fundadora de la firma Castellano. Durante sus años en la universidad, además de obtener unos resultados académicos brillantes, comenzó a salir con Mercedes, su actual viuda, y decidió trasladarse a Granada, donde empezó a trabajar en el bufete de su suegro como abogado penalista.

—¿Con la mujer? —preguntó Enrico.

—No he encontrado nada que indique que la tal Mercedes haya ejercido jamás, pero puedo comprobarlo —respondí—. Al poco de casarse murió su suegro, Juan Manuel Sáez-Castillo, y Fernando pasó a estar al frente del bufete Sáez-Castillo y Asociados. Años más tarde asumió la presidencia de la firma Castellano, tras la muerte de su propio padre. Parece que, al igual que él, murió de un infarto. —Me detuve un instante a pensar en el riesgo que conllevaban algunas profesiones aparentemente inofensivas—. Poco tiempo después Fernando promovió la fusión del bufete granadino con el suyo familiar. Ahora Castellano S-C es una de las firmas más potentes del país, con cerca de doscientas oficinas distribuidas por todo el mundo y con la friolera de dos mil abogados entre sus filas. ¡Casi ! —rematé a la andaluza mi lectura.

Aparte de la información de la Wikipedia (fiable… o no), había encontrado numerosas noticias en torno a Fernando Castellano, a su profesión y, por supuesto, a su muerte y desaparición.

Si obviaba lo de sus hijos bastardos (a los que jamás había hecho, aparentemente, el menor caso), cuanto hallé sobre él en la prensa me permitió delinear el mapa de un buen hombre. Un gran hombre, diría yo. Por supuesto, también encontré críticas negativas, quejas y más de un artículo hiriente hacia su persona, pero descubrí un tufillo a envidia, despecho, odio o miedo en la práctica totalidad de los casos.

Hubo una noticia que captó especialmente mi atención, sobre todo por la poca repercusión que parecía haber tenido:

—Seis meses antes de su muerte vendió la mitad de sus acciones y puso en marcha una fundación sin ánimo de lucro llamada La Pequeña Lulú. Su principal objetivo es sacar de las calles a niños maltratados y desfavorecidos y proporcionarles un entorno sano en el que crecer y desarrollarse. «Cariño, alimento y conocimiento» es el lema de la fundación —le conté.

—Muchos ricos hacen ese tipo de cosas, bien por conciencia social, bien por conciencia de imagen pública —añadió Enrico—. De todas formas, es otro frente en el que indagar.

Asentí al tiempo que echaba una última ojeada a mis notas en la libreta. El sueño me había vencido antes de poder adentrarme un poco más en aquel último proyecto de Fernando Castellano.

—Esto es todo lo que encontré anoche —concluí.

—No es poco —observó Enrico—. Aún no has hablado con sus supuestos hijos y ya tienes buen material.

Recibí aquellas palabras en mi espalda, como una de esas palmadas que pretenden animarte a continuar.

—Estaba muy rica la tarta. ¿La ha hecho Carmina? —Usé la yema del dedo para rebañar los restos de mermelada de la superficie del plato y me lo llevé a la boca—. Ha tenido que ser Carmina, a ti no te salen tan buenas —me mofé de él.

—Pues no ha sido Carmina, so lista. Ha sido Óscar. El chico no lo hace nada mal —dijo con orgullo.

Era cierto, Óscar no lo hacía nada mal. De hecho, la cocina del restaurante parecía mejorar a pasos agigantados. Aquel muchacho no solo agradecía cada día a Enrico que lo hubiera sacado de la calle con su trabajo y dedicación sino que, además, se estaba labrando un futuro brillante como cocinero. Siempre estaba dispuesto a aprender y, cuando tenía oportunidad, se escapaba para formarse con chefs de renombre.

—Cualquier día te lo roban —bromeé.

—Cualquier día será lo suficientemente bueno para salir de aquí y montar un restaurante de verdad —me respondió él con orgullo.

Cerramos aquella breve reunión de trabajo planteando algunas cuestiones que debíamos resolver: ¿Cuántos trabajadores había a aquellas horas de la madrugada en el cementerio? ¿Pudo intervenir alguno de ellos en el robo del cadáver? ¿Cómo sacaron el cuerpo del recinto? ¿Y si no llegó a salir?

De camino hacia la puerta albergué la esperanza de que, tras mi conversación con Enrico, hubiera cambiado algo en mí. Deseé sentirme más segura con el caso y, pensando que así me facilitaría las cosas, decidí adentrarme todo lo posible en la vida de Fernando Castellano. Supuse que si conocía a fondo el entorno y las circunstancias del abogado tendría la oportunidad de enfrentarme al laberinto en el que Andrea me había metido con un plano de partida. Más adelante, y paso a paso, ya me encargaría yo de ir buscando vías alternativas hasta dar con el camino correcto.

Esas acabaron siendo mis intenciones. Lo que jamás habría imaginado era hasta qué punto esas vías alternativas, esos atajos hacia la verdad que estaba dispuesta a encontrar, iban a acabar afectando a mi vida. Muy pronto descubriría que el laberinto sin salida era, en realidad, un itinerario perfectamente prefijado; un sendero a través del bosque con miguitas desperdigadas aquí y allá. Una obra de teatro para títeres en la que Andrea y yo terminaríamos siendo personajes cruciales. Tanto que, aún hoy, después de varios meses de que todo haya terminado, sigo notando en mis muñecas y mis tobillos la quemazón de aquellos hilos que lograron manejarme por un tiempo.