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¿Adónde pollas vas?
¿Cómo que adónde voy?
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Aquella iba a ser mi segunda incursión nocturna y a escondidas en un cementerio y, a diferencia de la primera vez, no tenía a nadie a quien ocultárselo ni a quien pedir perdón por mis locuras. Claro que, pensándolo bien, lo que estaba a punto de hacer tampoco podía ser considerado una locura porque, si tienes que investigar la desaparición de un cadáver que aguardaba a ser enterrado en el cementerio, ¿no es lógico preocuparse por conocer el terreno? Y, si esa desaparición ha sido a las seis de la mañana, ¿no está justificada una visita, en torno a esa misma hora, a las posibles zonas por las que pudieron llevarse el cuerpo? Pues eso mismo era lo que estaba haciendo yo: lo lógico.
¿O no?
Con todo, bien era cierto que, para hacer una prospección dentro del camposanto en busca de posibles vías de escape con un cadáver, la oscuridad de la noche no era la mejor de las compañeras. En especial teniendo en cuenta que no podía usar ningún tipo de iluminación para evitar alertar a los guardas que, desde la desaparición de Fernando Castellano, hacían rondas continuamente. En definitiva, mi segunda incursión nocturna y a escondidas en un cementerio tenía una única razón: el tiempo. A las tres de la tarde de aquel mismo día Cristina recibiría el alta médica, y yo había decidido permanecer a su lado hasta que encontrara el modo de que ambas recuperáramos la esperanza. No iba a poder alargar su vida eternamente, pero al menos intentaría alejarla todo lo posible de la muerte.
Me acerqué a la cancela con cautela y miré dentro del recinto de tumbas en busca de alguna luz o algún indicio de presencia de los guardas de seguridad. No quería que me pillaran cometiendo un allanamiento, más que nada porque comenzaba a tener una buena reputación en Granada y un detalle como aquel podría echarla por tierra.
Como no había moros en la costa, relajé el cuerpo y me puse a analizar de cerca la cancela. La noche era lo suficientemente luminosa gracias a la luna, así que, pese a no poder usar mi linterna, no la eché tanto de menos.
Lo primero que se me ocurrió fue que la separación de los barrotes superiores bastaba para permitir que una persona menuda se colara entre ellos. Y para alguien más corpulento no habría sido complicado saltar la reja: no tenía demasiada altura y había barras de hierro horizontales para ir apoyando pies y manos en una escalada rápida y segura.
Claro que no todo iba a ser sencillo. El cierre de la cancela era reforzado cada noche con una robusta cadena y un candado nada fácil de abrir. Agarré con la mano derecha el grosor de aquellos eslabones y me di cuenta de que ese habría sido un obstáculo complicado. Tanto la rotura de la cadena como del candado con unas tenazas habría dejado evidencias, con lo que, para seguir dándole posibilidades a aquella vía de escape, debía encontrar un modo de abrir la cancela sin consecuencias permanentes.
«¿Cómo me libro, solo durante un rato, de una cadena y de un candado sin necesidad de ser un mago?», pensé. La respuesta llegó de inmediato: o tengo la llave o no me libro de la cadena así como así.
Y estaba yo dándole vueltas en la cabeza a mis notas mentales, pensando en numerosas posibilidades que, al cabo de varios razonamientos, acababan siendo imposibles irremediablemente, cuando me dio por encaramarme a la cancela para pasar al otro lado deslizándome por entre los barrotes. Fue un impulso que, de no haber sido por aquel vigilante que llevaba observándome un buen rato, no habría tenido consecuencias.
—¿Adónde pollas vas?
Al oír aquella voz contundente di un respingo que me llevó de vuelta al suelo. Me volví de inmediato, sin poder evitar pensar en la extraña relación que tienen los granaínos con las pollas. «Siempre con la polla en la boca», solía decir Enrico, y casi suelto una risita al recordarlo.
—¿Cómo que adónde voy? —respondí. Hice acopio de dignidad e improvisé una explicación para evitar una mayor vergüenza—. Soy Ada Levy, investigadora privada, y me han contratado para encontrar el cadáver que robaron aquí hace unos tres meses.
Traté de insuflar una mayor verticalidad a mi cuerpo y agarré las cinchas de la mochila con ambas manos para evitar que se me notara el tembleque. Respiré hondo y aproveché para sacar mi tarjeta identificativa del bolsillo de la chaqueta. Tanto el guarda como yo llevábamos el mismo trozo de plástico en la cartera, la única diferencia se encontraba en el reverso. En su caso debía de leerse en letras pequeñas «vigilante de seguridad»; en el mío, «detective». Pero el gesto de mostrarle mi número de licencia no pareció surtir ningún efecto. Ni respeto ni complicidad; nanay. Mucha mala leche, eso era lo que veía en su cara.
«¿Qué puede pasarme? No creo que llame a la policía por esto… ¿O sí?», me iba preguntando yo mientras soportaba el peso de aquella mirada desconfiada.
—¡Ni investigadora privada ni nada! ¡Te estabas colando en el cementerio!
De repente los diez metros que nos separaban pasaron a ser algo menos por el avance comedido del guarda. ¿Trataba de acorralarme?
—¿Cómo? Pero ¿usted está loco? ¿Quién iba a querer colarse en un cementerio? —respondí dando un punto de incredulidad a mi voz—. Lo único que estaba comprobando, caballero, es si una persona de poca envergadura podría pasar entre estos barrotes. No tengo nada que hacer dentro del cementerio y menos a estas malditas horas. ¡Solo hago mi trabajo! ¡Y no siempre me gusta! —exclamé—. Si lo desea, puede llamar ahora mismo a José Antonio, el gerente del cementerio. Ayer por la mañana visité con él las instalaciones.
Por supuesto, omití decir que el gerente y yo no habíamos hablado de visitas nocturnas.
—Ejem… Vale, tranquila. —Levantó las manos en señal de tregua y mantuvo la distancia—. Como comprenderás, por aquí estamos algo mosqueados desde que nos robaron al muerto. Pero me da a mí que yerras el camino. No se lo llevaron de ahí dentro, sino del edificio de oficinas. Lo sacaron de los sótanos.
«Ahora vamos bien», me dije al comprobar que el cuerpo de aquel señor tripudo comenzaba a relajarse. Aproveché para guardar mi licencia y me preparé para llevármelo a mi terreno. Fue entonces cuando me detuve a analizar lo grotesco de sus facciones. Labios grandes, nariz grande, cejas grandes y ojos diminutos. Una cara redonda coronada por una mata de pelo que, con aquella oscuridad, me pareció grisácea. Brazos gruesos, manos gruesas, piernas gruesas y pies muy pequeños. Su barriga casi no me dejaba ver el cinturón.
—Sí, lo sé —respondí cuando logré alejarme del estudio de su anatomía—. Pero se me ha ocurrido pensar que podían haberlo escondido ahí dentro. —Señalé con la cabeza hacia el camposanto—. Hasta haber encontrado el mejor momento para llevárselo.
—Ahm… —Después de eso, silencio y algún que otro segundo de duda antes de estar preparado para su elocuente respuesta—. Pues yo no lo veo. Meterse ahí con tanto muerto. ¿Tú sabes la de almas en pena que pasean cada noche por entre las tumbas?
Juan, el guarda del cementerio, y yo tuvimos una charla de lo más intere… Venga, va, te digo la verdad: el tal Juan estaba aún más colgado que yo. Estuvimos hablando un rato de Fernando Castellano y de su desaparición, pero… ¿cómo explicarlo?, la charla fue más estilo prensa rosa que periodismo de investigación. Nada reseñable, salvo por un detalle: la cantidad de veces que la viuda de Fernando había acudido a ver el cadáver después de que cancelaran su cremación. Al parecer, en una de aquellas ocasiones Juan comenzaba su turno y la atendió antes de iniciar la primera ronda. Uno de sus compañeros le explicaría más tarde que la viuda insistía en quedarse a solas con el difunto. Cuando le pregunté a él si lo había conseguido, me dijo que no tenía ni idea y, a continuación, se puso a contarme algo que le resultaba mucho más interesante: los paseos nocturnos del Señor del Cementerio, un Cristo enclaustrado en una urna de vidrio que, durante muchos años, fue objeto de una devoción tremenda.
—Como te digo, prenda —insistía él—. Se ve que al Señor no le gustó nada que lo taparan y ahora, por las noches, se esfuma y va a hablar con las almas en pena. Lo ha visto alguna gente, ¿sabes? Su urna está vacía y él…
Cuando le pregunté si él lo había visto, me dijo que el Señor del Cementerio solo se aparecía ante el Bueno Manuel. Un, y cito textualmente, «iluminado por la fe de Dios». A través del Señor del Cementerio, el Bueno Manuel transmitía los mensajes del más allá a los familiares de los difuntos que se habían quedado atrapados entre la vida y la muerte.
En un momento de la conversación, justo cuando había llegado a ese punto en el que me parecía surrealista estar manteniendo un diálogo de aquellas características con un guarda de seguridad que me había pillado in fraganti colándome en el cementerio, decidí dedicar una ínfima porción de mi cerebro a asentir al estilo «ajá, ajá, a lo que sea que me estés contando» para que el resto se centrara en buscar la manera de escaparme de allí con alguna excusa estúpida. De repente el incómodo sillón del hospital me pareció el más dulce de los premios.
—Mi vecina Chari recibió un mensaje de su marido casi diez años después de su muerte. Por lo visto, él quería que su mujer rehiciera su vida, que no se quedara en casa lamentando su pérdida, ¿sabes? —continuaba Juan con sus historias en torno al Señor del Cementerio.
«Ajá, ajá, a lo que sea que me estés contando…».
—Ay, un momento, Juan, que me ha llegado un mensaje que estaba esperando. —Hice como que leía algo tremendamente importante—. Lo siento, es un asunto urgente y tengo que marcharme ya. Pero volveré una de estas noches y espero que charlemos otro rato.
—Pues claro que sí, prenda —me dijo él un poco desilusionado porque parecía tener muchísimo más que explicar—. Ya continuamos otro día. Y si me entero de algo del muerto te lo cuento. Aunque podrías ir a ver al Bueno Manuel, a lo mejor él sabe algo. Y no cobra muy caro.
«Pues sí que es bueno el Manuel», iba yo pensando de camino a la moto. Menudo negocio se había montado.
Por suerte, mi visita a aquellas horas al cementerio no había sido del todo infructuosa. En primer lugar, llevaba en el móvil algunas fotos que me ayudarían a comprender mejor las inmediaciones nocturnas del camposanto. En segundo lugar, había podido descartar una de las posibles vías de escape y, siguiendo mi instinto, había decidido añadir una vía alternativa: la que atravesaba el cementerio. En tercer lugar, ya conocía el contenido de uno de los dos listados que Andrea había prometido enviarme.
Antes de despedirme le había preguntado a Juan si sabía quién había estado de guardia la noche que desapareció el cadáver. Su respuesta fue automática: «Pues claro que sí, prenda. Aquella noche estaba un servidor. Me tocó la zona de vela y cuando vi el incendio, que te juro por lo más sagrado que no había nadie en los alrededores, alerté a los compañeros y llamé a los bomberos. Enrique el Tuerto, que ni es tuerto ni ná, pero le pusieron el mote de una vez que se clavó una rama de olivo en un ojo y estuvo unos meses con un parche, estaba haciendo la ronda por los alrededores con el coche y, después de mucho buscar, se vino a echarme una mano para tranquilizar a la gente que salía de las salas de velatorio. Conchi también estaba esa noche. La llamamos porque una mujer se había puesto a llorar diciendo que aquello era una visita del demonio y ella tiene muy buena mano con esas cosas, no con las cosas del demonio, ¿eh?, sino con las de la gente que pierde los nervios. Pero luego ya no sé dónde se metió; supongo que se iría a tranquilizar a otros cuantos. Gervasio también estaba, en la parte de atrás, y dijo que no se movió de su puesto. A ver, quién más… ¡Ah, sí! Pepe el del bar y otros dos de las oficinas, aunque no recuerdo quiénes eran. Y ya está, creo… Me parece que no se me escapa ninguno».
Tras la retahíla que Juan me había soltado, yo quedaría a la espera de ese listado de Andrea para identificar a los trabajadores de las oficinas que habían estado aquella noche de guardia, pero, para empezar, ya tenía algunas conversaciones pendientes. Algo me decía que debía hablar con Conchi y con Gervasio.
Después de mi «rato-para-no-olvidar-jamás-que-hay-mucho-grillado-suelto-por-el-mundo» fui consciente de lo que me pesaban los párpados. Estaba tan cansada que mi cerebro había dejado de usar el bostezo para intentar oxigenarse.
Cuando estuve de regreso en el hospital sentí la urgencia de comprobar mi hipótesis del interior del cementerio antes de que le dieran el alta a mi amiga, así que le mandé un mensaje a Flor para preguntarle si podía acompañar a Cristina durante un par de horas esa mañana.
Serían en torno a las siete cuando envié el whatsapp. Iba a sentarme en el sillón a descansar, pero vi la cama vacía junto a la de Cristina y pensé que no molestaría a nadie si me echaba y cerraba los ojos un rato.
«Solo unos minutos», me dije.
Tres noches sin dormir ya eran demasiado y estaba tan cansada…
Cuando Flor me despertó eran las diez de la mañana.