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Sentada a una de las mesas del enigmático restaurante El Agua, contemplando la Alhambra estratégicamente iluminada y sintiendo su magia en la distancia. Justo aquí podría haber arrancado mi historia. En este momento evocador.

Sin embargo, todo comenzó varios meses atrás en Barcelona. Más concretamente, en una antigua y oscura cafetería de Sant Cugat del Vallès. Sí, sin duda aquel fue el punto de partida. Allí nació el instante en el que, de nuevo, comenzaba a ahogarme por dentro. Allí, frente a un té verde frío y amargo, me di cuenta de que había vuelto a convertirme en un rompecabezas al que le faltaban casi la mitad de las piezas. De pronto vivía en un mundo que se había dado la vuelta. Un mundo por el que caminaba sobre el techo sin tener ni idea de cómo iba a lograr trepar hacia el suelo. Un mundo volcado en el que el pasado ahogaba mi presente y amenazaba con sepultar mi futuro.

Por eso he preferido empezar a encadenar las palabras de mi historia en este lugar, porque tengo la sensación de que así mi recorrido será más provechoso.

Hablaré de la tempestad desde la calma y comenzaré a hacerlo frente al monumento que logra sacar a Granada de su anonimato mundial.

Como si Granada fuera solo eso: la Alhambra.

Una ciudad reducida a un monumento que es Patrimonio de la Humanidad.

Pero Granada no es solo eso; es más. Granada, sin la Alhambra como centro, sigue siendo muchas cosas. La mayoría de ellas maravillosas.

Durante estos últimos días he contemplado el palacio y sus jardines desde distintos ángulos y puntos de vista, y creo haber comprendido por qué le ocurre lo que le ocurre a Granada. La Alhambra, tan imponente como hermosa, tan única como cercana. Tiene la capacidad de robarnos los ojos y cegarnos el corazón… El poder de ocuparlo por completo sin dejar hueco para más.

De eclipsarnos.

Ha sido en estos últimos días, admirando lo que NO es monumento, cuando me he dado cuenta de que, durante años, yo misma he vivido con el alma atormentada por mi propia Alhambra. Una versión más oscura, por supuesto, más autoritaria y distante. Más aterradoramente presente. Y mi Alhambra, mi familiar versión de la Alhambra, esa que ha estado años llenando mi pecho de angustia y copando mi memoria de desagradables recuerdos, me ha impedido hasta ahora ver y sentir a una Ada que, sin su Alhambra como centro, sigue siendo muchas cosas. La mayoría de ellas potencialmente maravillosas.

Por eso inicio la escritura de mi historia aquí y ahora, y no en aquella cafetería de San Cugat en la que mis ojos estaban todavía ciegos y mi corazón atormentado. Por eso lo hago en una de las terrazas de El Agua, porque quiero disfrutar del proceso. Quiero saborear todas y cada una de las experiencias (malas y buenas) que, a lo largo de estos meses, por fin me han liberado.

Por eso, y porque no puedo marcharme de Granada hasta dentro de unas semanas.

Hace algún tiempo que regresé a tu extraña forma de hacer terapia, loquera mía, y dentro de quince días tengo mi última (hasta nueva orden) sesión contigo.