23
Fotos quemándose en el fuego.
Recuerdos desapareciendo.
Escenas aberrantes contaminándome el alma.
*
*
Para cuando llamaron al timbre ya había pasado el tiempo suficiente para que mi esperanza hubiera muerto.
«Se ha marchado».
«Ha roto su promesa y se ha marchado».
«Siete días. Eran siete días».
«No seis. Siete».
Me levanté de la silla y salí de la cocina para abrir la puerta. Aún llevaba en la mano la nota que Cristina había dejado junto a la pecera de Clemente.
«Se ha marchado», repetí de nuevo en mi cabeza, recordando la bañera llena, sin rastro alguno de que mi amiga hubiera llegado a meterse en el agua. No se había dado aquel baño. Había aprovechado mi ausencia para salir huyendo.
Huyendo.
En mi ausencia.
Ni siquiera se lo había llevado todo. Había ropa suya en mi armario y el cargador de su móvil permanecía enchufado junto a la mesita de noche.
«Sabe que no va a necesitarlo más», me dije invadida por el derrotismo. ¿Para qué llevarse el cargador de un móvil al que le quedan unas horas de uso?
«Ha roto su promesa».
—Hola —me dijo Andrea con cara de preocupación cuando le abrí la puerta; había alguien a su lado—. Estaba paseando con Marga cuando me has llamado. Espero que no te moleste que la haya traído. Puede sernos de ayuda.
Asentí y les hice un gesto para que pasaran.
—¿Estás bien? —me preguntó al ver la escasez de mi reacción, y no obtuvo respuesta.
No fui capaz de discernir si me molestaba o no que Andrea hubiera acudido acompañada a mi llamada. Lo cierto es que, pensándolo detenidamente, creo que hasta la presencia de la inspectora me incomodaba, a pesar de haber sido yo quien le había pedido que viniera. No sé cómo explicarlo… Me irritaba la compañía, pero a la vez no deseaba quedarme sola. Era como si LA ÚNICA QUE DEBÍA ESTAR EN MI CASA FUERA CRISTINA. Todo el mundo me sobraba… salvo Cristina. Pero no soportaba enfrentarme a su ausencia sin nadie cerca. Necesitaba mentes más frías y menos bloqueadas que la mía.
«Ha roto su promesa».
«Y morirá…».
La inminente muerte en soledad de mi amiga pareció reactivar la alarma en mi interior.
—Tenemos que encontrarla —escupí aquellas palabras con ansiedad—. No ha ido a su casa. Debí haberlo imaginado porque no quiere que la encuentre antes de que…
Hice una pausa y respiré agitadamente. Me fue imposible terminar la frase.
—Y sus pastillas no están. No están, Andrea. Un montón de pastillas. Creo que también me ha cogido un frasco de Tranxilium que llevaba años guardado en el cajón de las medicinas… Tenía que haberlo llevado al punto Sigre de la farmacia. ¡Si es que soy gilipollas! —exclamé.
—Ada, cálmate —me dijo Andrea en tono pausado—. En un momento así, lo último que has de hacer es entrar en pánico.
«Demasiado tarde», pensé.
El pánico se había adueñado de mí hacía ya un buen rato.
«Demasiado tarde».
—Habrá ido a un hotel. —Mi histrionismo crecía por segundos—. Es lo más lógico. Seguro que ha ido a un hotel. —Yo daba vueltas por el apartamento en busca de mi móvil—. Si nos ponemos a llamar a los hoteles de Granada, daremos con ella antes de…
—Ada, escúchame —insistía Andrea, tratando de bajar mi estado de alarma.
La inspectora se me acercaba poco a poco, con las manos levantadas en señal de calma.
—¡Joder, Andrea! Se va a ir sola. Completamente sola… ¡como Susana!
En aquel momento se apoderó de mí un llanto nervioso y comencé a coger aire en pequeñas y frenéticas bocanadas.
—No puede pasar otra vez. Otra vez no, por favor. ¡¿Es que no lo entiendes?!
No sé si aquello iba dirigido a Andrea o a mí misma.
«Eran siete días».
—Eran siete días y no seis —dije entre estertores.
—Ada, mírame, preciosa.
No conocía aquel timbre de voz y carecía de recuerdos asociados a aquel rostro que acababa de aparecer frente a mí. Tenía unos ojos inmensos… y muy bonitos.
—Ada, concéntrate en mis palabras… —Hubo una pequeña pausa—. Vamos a concentrarnos en respirar. Relájate y respira.
Sentí que me agarraban las muñecas. Un agarre lejano, como cuando estás soñando y pierdes la conexión con tu estado onírico. Sentía pero no sentía. No lograba hablar con claridad. No conseguía oír todo lo que me decían. Tan solo notaba el contacto lejano en mis muñecas y, de vez en cuando, oía esa voz desconocida que me pedía que respirara.
Andrea y Marga me dijeron que no había llegado a perder por completo la consciencia. Sin embargo, por más que lo he intentado en este tiempo, no logro recuperar aquellos minutos en el salón de mi piso.
Solo recuerdo fogonazos. Palabras inconexas. E imágenes de las tres juntas. Imágenes que, lentamente, fueron desvaneciéndose.
Fotos quemándose en el fuego.
Recuerdos desapareciendo.
Escenas aberrantes contaminándome el alma.
El cuerpo lánguido de Cristina en la bañera de su casa.
La bonita Susana, con su paz y su armonía, también inerte en una maldita bañera.
Las dos ahogadas en un mar de agua en el que yo no me atrevía a nadar.
Los cabellos pelirrojos, brillantes y lacios de Susana ligados para siempre a los rubios, ondulados y poderosos de Cristina. Una extraña metáfora de la amistad. La debilidad y la fuerza unidas por un puñado de pastillas.
Y yo me quedaba fuera, por no querer nadar con ellas.
Me quedaba fuera.
—¡Enrico! —grité cuando regresé, de golpe, al estado de vigilia.
Te juro que no sé por qué pero, en mis peores momentos, siempre acabo necesitándole a él.
—¿Quieres que lo llame? —me preguntó Andrea, algo sobresaltada por el grito.
Mi salón. Me encontraba en mi salón.
—Tranquila, estoy bien —le dije, aunque me sentía un poco aturdida.
Tenía la sensación de haber padecido una de las peores pesadillas de mi vida. Uno de esos sueños tenebrosos en los que al despertar no eres capaz de afirmar si lo que has vivido es onírico o es real. Me senté en el borde del sofá y dediqué unos segundos a sentir el aire que circulaba a mi alrededor. Inspiré profundamente, y noté que mis pulmones se llenaban y mi torso aumentaba de volumen.
«Una pesadilla», pensé con la angustiosa certeza de que aquello no había sido una simple pesadilla. Cristina se había ido de verdad y yo, imaginándola sola e inerte en alguna habitación de hotel, había sufrido un ataque de ansiedad brutal.
Respirar… Bendito automatismo. Todo un lujo cuando sabes lo que se sufre si no puedes hacerlo.
—Lo siento mucho —murmuré un tanto avergonzada.
—No pidas perdón por algo que no es culpa tuya —oí decir a alguien desde la entrada del salón.
Marga, la mujer con la que había llegado mi amiga Andrea, entraba en la estancia con una bandeja en la mano. Tazas con agua caliente y bolsitas de tila. No solo para mí, también para ellas.
—¿Te encuentras mejor? —me preguntó Marga al cabo de un buen rato.
Yo permanecía sentada en el sofá, con la mirada fija en algún punto de la pared de enfrente, y bebiéndome a sorbos mi segunda taza de tila.
—Sí, estoy mejor.
«Aún en shock, pero mejor», pronunció una voz en el interior de mi cabeza.
—No le he dicho adiós —solté en un susurro—. Todos estos días juntas y no se me ha ocurrido decirle lo mucho que la echaré de menos.
—No podías saber que esto pasaría —me consoló Andrea.
Aquella frase me hizo levantar la cabeza. Marga estaba sentada en el sillón cercano al pasillo, observándome con atención, como si esperara que volviera a perder los nervios de un momento a otro. Andrea, en cambio, había recuperado la calma. Estaba de pie, muy cerca de mí, mirándome. Acababa de leer la nota de Cristina. Yo se la había dado cuando me preguntó por qué estaba tan segura de que no volvería a ver con vida a mi amiga. La inspectora la leyó, la dobló y me la devolvió. Agradecí que no se la hubiera pasado a Marga; aquella nota representaba el último fragmento de intimidad que me unía a Cristina y no quería prostituirlo. Era mío, y de nadie más. Yo decidía con quién compartirlo.
—Pero podemos intentar encontrarla… —La voz de Marga sonaba dulce—. No será difícil. Si, como crees, ha ido a un hotel, ha tenido que dar sus datos.
Antes de perder los nervios, aquel había sido mi primer impulso. Encontrarla a toda costa. Remover cielo y tierra si hacía falta. Sin embargo, en aquel fragmento de tranquilidad recién recuperada, fui consciente de por qué no había llamado ni a Flor ni a Enrico para pedirles ayuda. Ninguno de ellos habría aprobado que me pusiera a buscar desesperadamente a Cristina. Ni siquiera Andrea lo había hecho.
«Tumor irresecable», recordé aquellas dos malditas palabras del informe médico. Una combinación lingüística con un duro significado: el desahucio de mi amiga.
Desde el día del diagnóstico me había repetido una y mil veces que, por mucho que me costara, iba a respetar todos y cada uno de los deseos de Cristina. Lo había hablado con Flor en el hospital y lo había demostrado constantemente con mis actos.
Lo había hecho… por Cristina.
Y no me quedaba más remedio que seguir haciéndolo porque ¿qué iba a hacer si la encontraba? ¿Pedirle que no lo hiciera? ¿Tratar de arañar unos cuantos días más? ¿Rogarle que me permitiera acompañarla?
Nada de lo que yo pudiera hacer cumpliría el propósito de mi promesa.
«Respetar todos y cada uno de los deseos de mi amiga», repetí para mis adentros.
—Gracias, Marga, pero creo que lo mejor que puedo hacer por ella es no buscarla —concluí, con todo el dolor de mi corazón.
Me levanté del sofá con la excusa de ir al baño y abandoné el salón sintiendo la mirada de las dos mujeres sobre mi espalda.
Cerré la puerta con el pestillo y me senté en el suelo, apoyándome en la bañera aún llena de agua. Llevaba la nota de Cristina en la mano izquierda fuertemente aferrada, tanto que los nudillos habían acabado perdiendo su color. Cuando giré el puño me di cuenta de que asomaba una pequeña porción del papel por el hueco que dejaba el muñón de mi dedo meñique. No tuve que abrir el cofre de mi mano para liberar las palabras de aquella nota porque ya habían quedado grabadas en mi memoria. Me limité a romper a llorar para dejar salir toda la frustración que estaba atormentándome y a repetir en mi cabeza, una y otra vez, el último deseo de mi amiga.
Quiero que me recuerdes llena de vida, paseando contigo por Granada, corriéndonos una y mil juergas o cenando juntas bajo la luz de miles de estrellas. Quiero que, cuando te pregunten por mí, cuentes a todo el mundo que me fui siendo feliz.
Y eso no es lo único que quiero. Te quiero a ti, con toda mi alma. Gracias por haberme regalado tantos años de amistad incondicional. Gracias por haberme ayudado a vivir en un mundo mágico y especial.
CRISTINA