21
Silencio incómodo. Breve, pero incómodo.
Cambio de rumbo en la conversación.
Un rumbo inesperado.
*
*
Cuando salí de La Napolitana me encontré con varios mensajes de whatsapp y un SMS en el móvil. Como había supuesto, el SMS era de Flor (siempre se había negado a pasarse a los móviles inteligentes con internet) y me gustó lo que leí: «Todo bien».
Luego abrí los del whatsapp.
Primero…
CRISTINA: Voy a necesitar media hora más. Nos
vemos en la puerta del portal a las 21.30
h.
Segundo…
MARIO: ¿Nos vemos esta noche, pequeña?
Tercero…
BRUNO: He visto tu moto aparcada en la plaza de Gracia.
BRUNO: Supongo que andas cerca, así que si te apetece un café (o una cerveza), voy a estar un rato en La Qarmita.
Mis respuestas fueron inmediatas.
A Cristina…
YO: ¡A sus órdenes!
A Mario…
YO: Días complicados. Ración doble para la semana que viene.
A Bruno no le respondí porque, para cuando llegó su turno, yo ya me encontraba frente a La Qarmita observando el interior a través del ventanal.
Bruno estaba sentado a una de las mesas del fondo. Ojeaba una revista, con esa media sonrisa en la cara tan característica en él y esa forma de mirar tan propia de un niño que no hace más que descubrir la magia del mundo que le rodea. No se parecían en nada y, sin embargo, ver a Bruno siempre me hacía recordar a Hugo. Era como si hubiera formado parte, de algún modo, de mi relación con el hombre de los iris bicolores.
—¿Qué lees? —le pregunté cuando estuve junto a él.
Él levanto la mirada de la revista, me cogió por la muñeca con suavidad y me invitó a sentarme a su lado con un leve tirón. Por su profesión (la escultura) Bruno era muy de mirar y tocar…, muy de ver y sentir.
—Te estoy leyendo a ti —me dijo—. Este sitio tiene que ser espectacular.
Alzó la página para mostrarme mi último artículo para la revista Moter@s y, al ver la fotografía principal, tuve la sensación de haber regresado a la provincia de Segovia. En aquella ocasión mi Chiquitina y yo habíamos hecho algo más de seiscientos kilómetros para llegar a la conclusión de que aquella Castilla también podía parecer muy ancha.
Para comprobarlo, tuve que llegar hasta Riaza, pasarla de largo y continuar en dirección a Ayllón. Encontré mi desvío poco después de una curva pronunciada y, ya fuera de la carretera principal, fui preparándome para los paisajes que estaban por llegar. Después de un ascenso flanqueado por árboles llegué a la ermita de la Virgen de Hontanares, situada en un claro del bosque y rodeada de colores otoñales, con gente aquí y allá disfrutando en los merenderos de un magnífico día en familia. Pero mi destino no era la ermita. Iba un poco más arriba, a cerca de mil quinientos metros de altitud.
Tras hacer unas cuantas fotos continué por un estrecho camino asfaltado que dejaba el pequeño templo a la izquierda. Al rebasar los merenderos, los ojos se me llenaron con aquellos hermosos paisajes plagados de jóvenes robles melojos y cubiertos de un manto de hojarasca multicolor. Lucían vibrantes, y desprendían un aroma a humedad y libertad indescriptible.
El asfalto desembocaba en una inmensa explanada de grava, perfecta para dejar a Chiquitina mientras yo hacía el último tramo del camino a pie.
El suelo pedregoso crujió bajo mis botas hasta que, para acortar tramo, decidí colarme entre los árboles. Entonces fui avanzando acompañada por el sonido sordo de mis pasos sobre aquel suelo blando. Una leve subida y un último ascenso sobre rocas. Un estrecho puente de madera, una pequeña superficie rocosa y una corta escalinata que me permitió asomarme al mirador de Piedras Llanas. Contuve el aliento al ver frente a mí la inmensa meseta castellana con sus tonos marrones, pardos y ocres contrastando con el intenso azul del cielo. Mi retina quedó tan llena de belleza que casi olvido que había ido allí por trabajo.
—Anchas son las dos Castillas —le dije a Bruno después de haber compartido con él aquel recuerdo.
Disfruté en su compañía de un café tardío y de una agradable conversación sobre nada en concreto. Su trabajo, mi trabajo, exposiciones de arte en la provincia de Granada, rutas en moto, nuestro pasado como amigos entrecomillados…
—Lo pasábamos bien juntos —me recordó con un toque de lascivia en el rostro.
—Cierto. Lo pasábamos bien, pero… —Preferí tragarme el resto de la frase y lo sustituí por algo más neutro—. Ahora también lo pasamos bien.
Silencio incómodo. Breve, pero incómodo.
Cambio de rumbo en la conversación.
Un rumbo inesperado.
—Oye, ¿qué sabes de Cristina?
Noté cautela en su voz. Tragué saliva y bebí un largo sorbo de café. Siempre había sabido que aquel momento iba a llegar: enfrentarme a alguno de nuestros amigos comunes, tener que decidir entre confesar la verdad (lo mejor para los amigos) o mentir como una bellaca (fiel a los deseos de mi querida Cristina). Por suerte, o por desgracia, no llegué a estar en esa tesitura.
—¿Por qué lo preguntas? —Intenté usar un tono neutro.
—La semana pasada me encontré con Javi.
Al oír aquello, al ver la cara de preocupación con la que había adornado la frase, supe que Bruno sabía mucho más de lo que yo habría deseado. Javi se había convertido en el exnovio de mi amiga después de que el cáncer apareciera de golpe en su vida.
—¿Y qué te contó? —sondeé; no quería ir más allá de lo necesario.
—Que ya no están juntos y que…
Aquel largo silencio y el modo en que movía las manos… No sabía si decírmelo o no.
—Esta semana he llamado varias veces a Cristina y no se ha puesto al teléfono. Tampoco ha respondido a ninguno de mis mensajes, y no han sido pocos —me explicó—. Hasta creo que me ha bloqueado para no seguir recibiéndolos. Y, la verdad, estoy preocupado porque…
—¿Qué sabes, Bruno? —insistí con los nervios algo crispados—. ¿Qué te contó Javier?
Desde mi última conversación con el ex de Cristina, primera y última vez que traicionaba a mi amiga contando su secreto, había dejado de llamarlo Javi. Aquel apelativo era cariñoso y yo ya no guardaba ningún cariño hacia él. Me vi forzada a colocar una barrera emocional entre ambos y el resultado fue que, de repente, dejó de ser el divertido y cercano Javi para convertirse en un tipo llamado Javier.
—Lo vi en Pedro Antonio de Alarcón. Estaba metiendo unas maletas en el coche y lo saludé como siempre, ya sabes. —Bruno hizo un gesto como de no entender lo que pasaba—. Al principio fue muy seco. Rarísimo, Ada… De ser colegas a hacer como que no me conocía.
—¿Y tú cómo reaccionaste?
—A ver… Me quedé un poco cortado y le pregunté si se encontraba bien —me explicó—. Estaba tan raro que… Y de pronto cerró el maletero y se ofreció a invitarme a un café. Pasó de ser seco como un rastrojo a…, no sé, ¡compungido! Eso, compungido.
Aquellas palabras de Bruno me llevaron a pensar por un momento que Javier podría haberse arrepentido. Pero lo que siguió a continuación me dejó de piedra.
—En cuanto nos sentamos a la mesa de aquel bar Javi se echó a llorar. Me dijo que Cristina le había dejado sin darle explicaciones y que estaba destrozado.
—¿Cuándo dices que fue eso? —pregunté, con la expresión «lágrimas de cocodrilo» en mente.
—La semana pasada, ¿por?
—No, por nada. Sigue, porfa —le pedí.
—Estaba fatal, muy hecho polvo porque no había vuelto a hablar con ella y no podía quitársela de la cabeza.
«Lo que no podía quitarse de encima era la culpa», apostillé para mis adentros.
Ya sé que no soy la más indicada para juzgar a nadie, porque uno de mis mayores defectos siempre ha sido dar la espalda a los problemas, como si dejando de mirarlos, fingiendo que no existen, acabaran solucionándose solos. Si tuviera que poner un ejemplo, un poderoso y demoledor ejemplo, sería el de mi amiga Susana. Desde que se quitó la vida me atormenta pensar que todo habría sido diferente si me hubiera enfrentado a aquello. Mi amiga me necesitó desesperadamente y yo no estuve para tenderle la mano.
Quizá por ese motivo la actitud de Javier me había resultado tan aberrante. No solo se trataba de egoísmo o de miedo (el miedo me había llevado a tomar muchas de mis malas decisiones), sino del tremendo sentimiento de culpa que lo acompañaría siempre.
—Daba mucha pena el pobre…
Mientras Bruno me contaba aquello regresé al momento en el que metí la pata… dos veces. La primera fue cuando convencí a Cristina de que lo más justo para su novio era saber la verdad. Ella aún se encontraba bien, ni siquiera había perdido la voz, y la respuesta por parte de Javier fue brutal: «Después de esto, nunca más confiaré en ti». La hizo sentir culpable por no haber sido sincera desde un principio, o eso fue lo que interpreté. Cristina sabía que, con aquella reacción, Javier solo trataba de escurrir el bulto para quitarse a la pobre niña desahuciada de en medio. Sin embargo, yo me resistí a creerlo y, pese a que mi amiga me pidió que no lo hiciera, salí a buscarle para intentar que todo volviera a ser como antes.
«No puedo volver con ella. Me han ofrecido un trabajo en Lisboa, un buen trabajo, y no debo rechazarlo. Soy demasiado joven para…».
Cristina había tenido razón: Javier estaba escurriendo el bulto en pos de su juventud. Porque, claro, nadie ignora que un enfermo de cáncer es como un melón cerrado: hasta que no lo abres, no averiguas si está bueno o no. Y él no quería que Cristina fuera su melón. Además, como no iban a abrirla, lo mismo podía tardar en morir dos meses que dos años. Él se consideraba demasiado joven para cuidar de la persona a la que supuestamente amaba y yo, cegada por mi mierda de inocencia, no había querido verlo.
—¿Sabes qué te digo? Que te olvides de ese mamón porque miente más que habla. Ahora no puedo contarte los motivos, pero si alguien ha metido la pata, puedo asegurarte que no ha sido Cristina —le solté a Bruno.
Hubo un instante en el que estuve a punto de contarle toda la verdad, pero luego pensé en mi amiga y comprendí que ella no habría querido que lo hiciera. Por eso me limité a decirle que Cristina estaba pasando por una mala racha y que solo necesitaba tiempo.
Llegué a las nueve y media en punto a la cita con mi amiga y me sorprendió verla aparecer con las llaves de mi coche, con una mochila a la espalda y con una cesta inmensa.
Aquella noche fui consciente de lo afortunada que era por compartir parte de mi vida con Cristina. Era una de las mejores personas que había conocido jamás. Elocuente, inteligente, cariñosa, divertida y capaz de iluminar cualquier sitio con su sonrisa. Aquella noche fui consciente de lo mucho que iba a echarla de menos y de que jamás, jamás, jamás olvidaría la sorpresa que me había preparado.
Me llevó al Llano de la Perdiz, detuvo el coche junto al reloj de sol y me pidió que la ayudara a sacar las cosas. Puso un mantel de cuadros sobre el capó de mi Golf y preparó aquella superficie como si fuera la más sofisticada de las mesas. A falta de voz, tuvimos que disfrutar de una mágica cena en silencio; a falta de mantas, nos conformamos con el abrigo de nuestra amistad y, a falta de velas, tuvieron que bastarnos todas las estrellas del firmamento.