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Filho da puta!

¿Hola?

¿Todo bien ahí dentro?

*

*

En Granada los vestigios de Al-Ándalus son indiscutibles. Huellas que podemos ver, oír y tocar. Desde la arquitectura (alcazabas, baños, aljibes…), con la Alhambra como reina todopoderosa, hasta el sonido del agua, pasando por las numerosas palabras que brotan constantemente de nuestras bocas: azotea, nenúfar, alacena, azabache, ojalá…

Son miles las estelas que los musulmanes dejaron en nuestra tierra, y aquella noche de sábado me enteré de que estábamos cenando en una de ellas. El restaurante Argáez Treinta tenía casi tanta historia como cualquiera de los monumentos de la ciudad. Antiguamente había sido una almunia, una especie de cortijo dedicado a cultivo y a zona de ocio al que acudían las familias ricas para pasar épocas vacacionales. Desconozco qué ocurrió con aquella antigua residencia árabe tras la marcha de Boabdil, pero lo que sí sé (porque me lo contó el actual dueño) es que, varios siglos más tarde, aquella almunia pasó a ser la residencia de una familia granadina de pura cepa. Antonio Sánchez, el padre y el alma del restaurante, se había criado entre sus paredes y, considerando el lugar como su casa eterna, había decidido aprovechar parte de su encanto y convertirla en un restaurante.

Cuando llegué, Andrea y Marga estaban esperándome sentadas a una de las mesas altas frente a la barra. Después de lo ocurrido con Bruno, no tenía demasiadas ganas de estar allí. Me sentía fatal por haber vuelto a meter la pata con él y, si por mí hubiera sido, me habría marchado a casa para meterme en la cama. De hecho, había estado a punto de hacerlo, pero en el último momento decidí salir de la glorieta de Recogidas en dirección a Ronda Sur. Ellas no tenían la culpa de mis cagadas y, además, en el fondo me apetecía conocer un poquito mejor a Marga. Sentía curiosidad por descubrir los secretos de la mujer que estaba haciendo renacer el espíritu de mi amiga la inspectora.

—Hola, chicas. Perdonadme el retraso, pero estaba metiendo un poco la pata —las saludé, intentando quitar hierro al asunto.

Andrea desprendía una luz que jamás había visto en ella. Y Marga… Bueno, Marga era, evidentemente, la fuente de energía que alimentaba esa luz. Aquella chica tenía ángel, como dicen en mi tierra.

—Y la persona con la que has metido la pata… ¿no sería el amigo que iba a acompañarte esta noche? —preguntó Andrea con el único afán de reírse un rato de mí.

—Me temo que sí.

—Ese pobre chico se tiene el cielo ganado contigo —comentó, y le hizo un gesto cercano a Marga.

No es que Andrea y yo fuésemos muy dadas a compartir nuestras intimidades, pero sí que habíamos hablado de Bruno alguna que otra vez. Ella lo conocía como mi antiguo amigo bondage, al que había dejado plantado cuando la cosa parecía ponerse más seria. También lo conocía como el escultor con el que había estado a punto de tener algo de nuevo en un hotel en Málaga. Y también lo conocía como el amigo íntimo del que acababa huyendo siempre que mis tripas comenzaban a hacerme señales.

«Ese tío te quiere demasiado», me había dicho ella en ocasiones, sin dar mayor importancia al tema. Yo, por supuesto, no había querido hacerle caso.

Pedí un refresco y me senté con ellas a esperar la hora de la cena.

—¿Sabes algo del paquete?

Pensé que una conversación sobre mi muerto desaparecido me serviría para apartar la mala sensación que me había dejado lo de Bruno.

—Nada en absoluto —dijo Andrea, y miró de soslayo a su chica—. Aunque no creo que este sea un tema del gusto de Marga.

Antes de haber podido pedir disculpas, la aludida ya había intervenido.

—No te preocupes por mí, Ada, de verdad —me excusó—. Andrea nunca habla de su trabajo y tengo mucho interés por saber algo sobre él.

—Ese no es exactamente mi trabajo —comentó la inspectora—. Es más bien hacer algo a escondidas en mi trabajo.

—A mí eso me da igual, con tal de enterarme de algo… —Marga sonrió.

Andrea y yo nos miramos y, con el permiso recién concedido, dedicamos unos minutos a Fernando Castellano.

—No tengo nada aún —me dijo ella—. Ya te comenté que no iba a resultarme sencillo hacer un análisis de huellas sin que se enterara nadie. Le he cambiado el turno de mañana a un compañero. Entro de tarde y puede que siendo domingo, con menos gente en la jefatura, me sea más fácil hacerlo —me explicó—. Sobre lo que sí he averiguado algo es sobre la llave. He hecho nuevas fotos y se las he mandado a un anticuario madrileño con el que he trabajado en algún caso. Está especializado en cosas raras y me ha dicho que la llave que hay en el interior del colgante es muy peculiar. No solo por el hecho de ser plegable sino, también, por los materiales, la forma y el tamaño (muy atípicos). Cree haber identificado la marca como perteneciente a un orfebre ruso de la época de los zares, pero para asegurarnos va a enviarle las fotos a una doctora en Historia del Arte especializada en el siglo XIX. Lo que sí tiene muy claro es que el colgante es muy posterior. Ha sugerido que pudo ser un encargo del dueño de la llave a algún maestro artesano. Lo malo es que no tiene ninguna marca y, si la tiene, no logramos dar con ella.

—Me parece un avance —concluí—. Estaría genial que esa mujer nos dijera a qué objeto pertenece la llave. Por cierto, ¿sabemos si Fernando Castellano coleccionaba ese tipo de antigüedades? —pregunté al recordar lo recargada que me había resultado la sala en la que doña Mercedes nos había recibido.

—Ni idea, pero no será demasiado difícil averiguarlo —respondió Andrea.

—Puede que sea eso lo que ha estado buscando la viuda estos meses —pensé en voz alta—. La llave… o lo que sea que abre esa llave.

—Explícate —me pidió Andrea.

Entonces le conté lo que habíamos averiguado Enrico y yo: lo mucho que había insistido doña Mercedes en ver el cuerpo de su difunto marido a solas y, más tarde, lo que nos había contado la doncella, el nerviosismo con el que su señora parecía haber estado buscando algo por la casa.

—Si estás en lo cierto y la viuda busca algo, nos conviene encontrarlo antes que ella —concluyó Andrea.

—A ver, chicas, ¿qué tal si me explicáis algo? O no me cuentas nada sobre tu trabajo, o no me entero de nada de lo que me cuentas —se quejó Marga.

La pobre se había perdido, y con razón. Andrea y yo nos habíamos metido tanto en el caso que nos habíamos olvidado de ella.

—Es muy fácil, Marga —dije—. Hace unos meses robaron un cadáver del cementerio y el dichoso muerto nos tiene a Andrea y a mí un poco desesperadas.

Le hicimos un resumen del caso y, cuando terminamos, Marga parecía no dar crédito a lo que le habíamos contado. Líos de herencias, hijos bastardos, el robo del cadáver, un paquete con una nota y una llave dentro…

—Pues, chicas, yo no sé mucho de esto, pero a mí me da que detrás de ese muerto hay mucho más de lo que os cuentan.

En eso parecíamos estar las tres de acuerdo.

Nuestra conversación en torno a Fernando Castellano se prolongó hasta que el dueño del local nos hizo pasar, junto al resto de la gente que aguardaba como nosotras, al lugar en el que iba a celebrarse el concierto. Me encantó aquel patio de paredes encaladas con aire típico andaluz, presidido por una hermosa balsa de agua elegantemente iluminada. El escenario, una pequeña estructura metálica de planta circular, estaba dentro de los límites de la piscina, medio metro por encima del agua, y el resto del patio estaba ocupado por mesas y cómodos sillones, perfectamente colocados para disfrutar de una exquisita cena y de una agradable velada musical.

—El sitio es espectacular —dije cuando ya habíamos ocupado nuestros asientos.

—Pues espera a probar la comida —comentó Andrea—. He estado aquí en otra ocasión, con mis compañeros de trabajo, y hacen unas fusiones de cocina oriental y mediterránea para chuparse los dedos.

Estuvimos hablando un buen rato más mientras nos servían los entrantes e iban preparándolo todo para el concierto. Del caso del muerto pasamos a Cristina.

—¿Cómo está tu amiga, Ada? —me preguntó Marga cuando nos estaban sirviendo las bebidas.

No es que aquel hilo de conversación se hubiera convertido de pronto en algo agradable para mí. Seguía costándome trabajo tocar el tema de mi amiga por lo contaminado que había quedado por mi padre, pero aquella noche logré abordarlo con más naturalidad. Hice a Marga y a Andrea partícipes de la visita inesperada que había tenido dos noches atrás y di un tinte esperanzador a la situación.

—Me alegro mucho, Ada. Ojalá esa nueva terapia funcione con tu amiga porque se lo merece. Os lo merecéis las dos.

Marga tenía razón: Cristina se merecía vivir porque no conocía a nadie que amara tanto la vida como ella.

—Bueno, Marga, ¿cómo os conocisteis vosotras? —pregunté para intentar evitar que me abordara la congoja—. Ya sabes que Andrea no suele dar demasiados detalles.

Aquella mujer miró a la inspectora con cariño y le dio un beso en la mejilla.

—Nos conocimos en una cafetería, en Recogidas. Andrea estaba sentada junto a la barra y yo, torpe de mí, le derramé el café cuando lo cogía para llevármelo a la mesa —me contó—. Y no se lo digas a ella, pero ha sido la mejor torpeza que he cometido en mi vida.

Sus palabras lograron ruborizar a Andrea.

«Me encanta esta versión de mi amiga la inspectora», pensé. Ella había descrito a Marga a la perfección: sonreía con los ojos, tenía una gracia especial y desprendía una energía muy bonita. Aunque había algo en ella que llamaba mi atención, cierta pátina de nostalgia que parecía asomar a su rostro de vez en cuando. Sentí curiosidad por ello, pero no le di demasiada importancia porque si algo me ha enseñado esta vida es que todos tenemos algún fantasma del pasado.

—Buenas noches a todos. —El dueño del local comenzó a hablar a través de un micro desde el escenario—. Los que me conocéis ya sabéis que no soy yo mucho de subirme a un escenario, pero esta noche es especial. Es el primer concierto que celebramos en Argáez Treinta y tenemos la suerte de contar con una de las voces más bonitas del fado. Quiero darle las gracias por haber aceptado la invitación. Y… Bueno, ya no me enrollo más. Con todos vosotros, recién llegada de Lisboa… ¡Marcia!

La vocalista apareció en el escenario acompañada por tres músicos más. Pelo muy corto y muy rubio, casi blanco. Sus ojos, inmensos, llenaban la expresión de su cara y su boca mostraba una mueca orgullosa. Comenzó a cantar antes de decir nada, antes de que sus músicos dibujaran con los dedos las primeras melodías. Un canto melancólico y profundo que, con sus claras diferencias, me recordó a la música de nuestra tierra, el flamenco.

El fado no es uno de mis géneros musicales favoritos, pero aquella noche pude sentir su lamento a través de la voz y de la interpretación de Marcia. Palpé la congoja de sus raíces y comprendí por qué le gustaba tanto a la gente: era una música nacida de las entrañas y dirigida hacia las entrañas.

—Me gustaría presentaros a mis amigos —dijo Marcia al cabo de un rato en un español cargado de acento portugués—. A la guitarra portuguesa, Pedro.

Saludo de Pedro.

—A la guitarra acústica, Miguel.

Saludo de Miguel.

—Y al bajo, Alonso.

Saludo de Alonso.

—Ellos han preparado una magnífica pieza instrumental para vosotros, así que voy a dejaros cinco minutos en su compañía y os veo ahora. Gracias.

Todos aplaudimos mientras la veíamos abandonar el escenario por la corta pasarela que lo unía con el borde de la piscina.

—Chicas, yo aprovecho para ir al baño —dije.

Me levanté y, cuando salía en dirección al servicio, me detuve un instante a admirar la escena que había dejado atrás, en la mesa. Por un momento sentí un poco de envidia hacia ellas. Se las veía tan a gusto la una al lado de la otra, tan compenetradas…

Noté el móvil en el bolsillo y lo saqué para hacerles una secuencia de fotos desde la distancia. Así, tal cual estaban: Andrea recostada sobre el respaldo de la silla, con su cola de caballo dibujando ondulaciones al son del movimiento de su cabeza, y Marga inclinada hacia ella, mirándola con esa sonrisa tan dulce impregnando sus ojos del color del caramelo y acercándose para susurrarle algo al oído. Di un repaso a las instantáneas que habían quedado atrapadas en mi móvil como reflejo de un movimiento y pensé que podría ser un buen regalo para su primer aniversario.

La risa de alguien me sacó de mi embeleso y decidí continuar caminando hacia el servicio con el teléfono aún en la mano. Por un momento, fruto del anhelo que Marga y Andrea me habían generado, estuve a punto de mandarle un mensaje a Bruno, pero… ¿qué iba a decirle? No era la primera vez que me encontraba en aquella misma situación con él. No era la primera vez que, llegada la hora de la verdad, me había echado atrás. No había nada que pudiera escribir en un mensaje de whatsapp con el poder suficiente para borrar todas y cada una de las veces que la había cagado con Bruno. Lo mejor que podía hacer era darle ese espacio que me había pedido y nada más.

«¿Por qué no puedes ser tú?», pensé mirando al móvil y deseando no tener un corazón tan cabezota. Fue entonces cuando me acordé de Flor y de algo que me había preguntado a mí misma hacía algún tiempo: ¿cómo era posible que mi vecina siguiera estando enamorada de su marido muerto?

¿Cómo era posible?

¿Cómo podía yo seguir sintiendo a Hugo como el amor de mi vida si todo había acabado?

«Espero que el tiempo me lo cure», deseé para mis adentros mientras aguardaba en la puerta del baño.

De pronto oí un grito de mujer proveniente del interior del aseo, seguido de la expresión: «Filho da puta!».

—¿Hola? —pregunté a la vez que golpeaba la puerta con los nudillos.

Las voces continuaron y me parecieron más cerca de la ira que del miedo, pero pensé que alguien podría estar necesitando ayuda.

—¿Todo bien ahí dentro?

Cuando fui a poner el oído para tratar de escuchar con más nitidez, la puerta se abrió con brusquedad y me encontré con un cuadro de lo más inesperado. Marcia, la vocalista, salió del baño como una energúmena dejando atrás a la única persona que jamás me habría imaginado encontrar allí.

—¿Mario?