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Glioblastoma multiforme cerebeloso […].
Cáncer.
Los neurocirujanos prefirieron no operar.
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*
Como te decía, mi relación con Davinia fue breve, sí, pero hizo que me replanteara por completo el modo en que hasta entonces había percibido la realidad.
«Es injusto».
En los meses siguientes recordé muchísimas veces aquella última frase. Dos palabras que flotaron entre ambas un instante y que, cuando se diluyeron en el ocaso pegajoso de aquel día, impregnaron mi piel y traspasaron su permeabilidad hasta calarme.
Davinia tenía razón: era injusto. La vida en sí era injusta casi siempre. De hecho, mi propia vida lo era en aquel preciso instante. Asistía, expectante y sin armas con las que luchar, a una cruda pérdida en mi presente y a una poderosa avalancha cargada de pasado. De infancia.
Cuando me despedí de Andrea, lo primero que hice fue llamar a Gonzalo, el chico que reclamaba la paternidad de Fernando Castellano. Al oír mi voz se puso algo nervioso.
—Gonzalo, he estado hablando con la inspectora Andrea sobre la desaparición del cadáver de tu padre.
Había decidido comenzar a creerme aquella paternidad para que el motor de mi búsqueda pudiera parecerme una causa justa.
—¿Podría venir mañana contigo Jacinto? Tendré muchas preguntas que haceros.
Nuestra conversación apenas duró un par de minutos. Yo no quería saber nada del caso hasta la mañana siguiente y Gonzalo apenas logró pasar de los agradecimientos.
Mientras colgaba y luego guardaba el móvil en mi mochila, fui consciente de que ya estaba cerca de mi destino. Un pellizco me estrujó las tripas cuando aquella avalancha de recuerdos se agolpó en mi frente. No pude evitar regresar a aquellos meses de verano que habían tardado demasiado en pasar.
Las primeras migrañas y su actitud reacia a consultar con un médico.
«Paracetamol y descanso, era lo que decía mi abuela», bromeaba ella.
Los mareos que, la mayoría de las veces, era incapaz de disimular…
La inestabilidad en la marcha…
Los momentos en que no podía sujetar bien una cuchara.
Por suerte, para cuando apareció la parálisis facial ya había acudido por primera vez al especialista; llevaba cerca de un mes aguardando la cita para la tomografía.
Luego llegó la anartria… Perdió la capacidad para articular palabras un día antes de la noticia.
El diagnóstico: glioblastoma multiforme cerebeloso con afectación del tronco encefálico.
Cáncer.
El pronóstico: muy malo. Horrible. Seis meses como mucho.
Los neurocirujanos prefirieron no operar.
«Dicen que es un caso raro. Comienzo con las sesiones de quimio en unos días. Habrá que cruzar los dedos», me explicaba Cristina tratando de quitarle importancia. De hecho, a menudo decía que todo iba a salir bien, a pesar de lo crudísimo que lo tenía. A pesar de la muerte de su madre por una causa demasiado parecida.
Yo la miraba y repetía lo bien que iba a salir todo. Sin embargo, no podía evitar pensar que ya había perdido a Susana y que no podría soportar quedarme sin la bonita sonrisa de Cristina.
Cuando me encontré frente a su puerta, un leve instante de duda sostuvo mi dedo en el aire en una eterna brevedad frente al botón de aquel timbre.
Din-don. Aquel sonido musical, tan diferente a las típicas melodías, siempre me había recordado a sus risas. Unas risas que parecían haberse esfumado para siempre.
Intuí sus pasos tras la puerta de inmediato aunque tardó unos segundos en abrir. Cuando lo hizo, el gesto de su cara hinchada y descolorida me dio toda la información que necesitaba: mi amiga no había tenido un buen día.
—¿Te encuentras bien, preciosa? —le pregunté.
No obtuve respuesta. Se apartó para dejarme pasar y me indicó con un gesto de la mano que me dirigiera hacia la cocina. Vi su móvil en la mesa y supuse que lo cogería para poder comunicarse conmigo. Sin embargo, lo apartó a un lado y se puso a hervir agua para preparar té.
—¿Ha pasado algo hoy? —insistí.
Volvió la cabeza hacia atrás y me dedicó un leve movimiento negativo.
Después de cinco minutos supe que la situación no mejoraría. La luz y la alegría de mi amiga habían decidido salir a dar un paseo. No obstante, opté por quedarme a su lado porque, en aquellos momentos, me había convertido en el único apoyo de Cristina. Después de haberse dado de baja por enfermedad en la pastelería, no había querido atender las llamadas de su jefa. Nuestros amigos aún no sabían nada y Javier, su novio, había desaparecido. Ni siquiera su padre estaba al tanto del estado de mi amiga.
Cristina había escogido un camino lento y silencioso hacia la muerte y yo había acabado acompañándola por pura chiripa.
—¿Qué te apetece cenar? —le pregunté al cabo de un buen rato, cuando nuestros tés se habían quedado fríos e intactos sobre la superficie de la mesa—. Venga, nena, que esto puede ser más fácil si nos lo proponemos.
De pronto sentí un clac en mi interior. No por lo que yo había dicho, sino por la efímera expresión que adoptó el rostro de Cristina al oír aquello. Habría dado cualquier cosa por meterme en su cabeza y hurgar en ella, por leerle los pensamientos.
Pizza y refresco, esa fue nuestra cena. Una velada inmersa en un espeso silencio y cargada de una profunda sensación de impotencia.
Salí de casa de mi amiga en torno a las once de la noche con el alma en los pies y sintiendo un sabor a derrota contra el que, pensaba, no tenía nada que hacer. La muerte de Cristina se acercaba, y yo carecía de armas para luchar contra ella.
He pensado muchas veces en aquella cena. Tantas que llegó a obsesionarme durante un tiempo. ¿Fueron mis palabras las que llevaron a Cristina a plantearse un desenlace acelerado? ¿Tuve yo la culpa de lo que ocurrió la noche siguiente?
A día de hoy mis respuestas a esas preguntas son fáciles: puede que sí, a la primera cuestión, y rotundamente no, a la segunda. A día de hoy lo tengo claro, pero no fue así durante varios meses. La culpa llegó a atacarme con tanta insistencia que todavía sigo soñando con el cuerpo de mi amiga flotando en la bañera.