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Quiero que encuentre a mi padre.

¿No es este Fernando Castellano?

Este hombre está muerto.

*

*

Mi relación con Davinia fue breve; aun así, hizo que me replanteara por completo el modo en que, hasta entonces, había percibido la realidad.

—¿Es usted investigadora privada? En la puerta pone: «IPG-Investigación Privada Granada».

Al oír esas palabras me asaltó un pensamiento automático: la constatación de que el nombre que Enrico había escogido para nuestra empresa era de lo más soso e impersonal. Inmediatamente después me centré en la dueña de aquella voz: cuerpo menudo, postura dubitativa… ¿Inseguridad? No, más bien distancia. Como si no estuviera allí plantada frente a mí, como si me hablara a través de un interfono. Ni siquiera me dirigía la mirada, y aquello me hizo sentir ausente.

—¡Hola, muy buenos días! —dije antes de continuar.

—Hola, muy buenos días. ¿Es usted investigadora privada? En la puerta pone: «IPG». En la puerta pone: «IPG-Investigación Privada Granada» —insistió moviendo su cuerpo en bloque, de forma rígida y contenida.

—Sí, lo soy. ¿Qué necesita?

No supe de qué otro modo responderle.

—Alguien entra en mi casa cuando no estoy. —Se apartó unos mechones de pelo de la cara—. Alguien entra en mi casa y quiero que lo investigue.

Aquella fue mi primera conversación con alguien con síndrome de Asperger y reconozco que no estaba preparada. Sin embargo, tuve la gran suerte de que la propia Davinia me guiara:

—No entiendo las ironías ni los chistes, y tampoco voy a ser capaz de comprender sus emociones —me dijo cuando la invité a sentarse frente a mí.

Aquel era su manual de instrucciones abreviado, una frase aprendida que repetía cada vez que conocía a alguien. Una profesora de la facultad se lo había recomendado hacía años.

—Así es más fácil —me aclaró.

Y resultó ser cierto.

Tardé varios días en aceptar su encargo porque Davinia me comentó que no le habían hecho ningún caso en la oficina de denuncias de la comisaría. Yo no quería tener un encontronazo con la policía por nada del mundo, así que llamé a Andrea de inmediato.

—Es normal que no la hayan escuchado —comenté a la inspectora—, sus únicas pruebas son una taza sin lavar y algunas arrugas en la superficie de la cama.

—¿Y por qué tú sí? ¿Por qué quieres ayudarla?

—Porque si no lo hago yo, la pobre no se va a quedar tranquila nunca —le expliqué.

En realidad, aquel no era el motivo. Mi verdadera razón era la propia naturaleza de Davinia. Sus comportamientos obsesivos. La necesidad acuciante de que todo quedase en perfecto orden antes de abandonar cada día su casa.

Davinia era un pool de interconexiones complejas, una antena excesivamente sensible al mundo que la rodeaba y, para evitar el bloqueo constante en esta sociedad imparable, había acabado desarrollando una serie de conductas y mantras que le servían de coraza. El orden escrupuloso y la limpieza impecable eran dos de esas costumbres, más que obligadas, naturalizadas.

Tres jornadas después de nuestro primer encuentro quedé con ella muy temprano para instalar en su piso una serie de micros y de cámaras. Desde la puerta hasta el baño, no quedó ni un punto ciego.

Fijé una nueva cita con Davinia al cabo de cuatro días. Para entonces, si lo que decía era cierto, tendríamos material suficiente para comprobarlo.

—Tienes visita. Un chaval con cara de lelo —me dijo Enrico al verme entrar en La Napolitana—. Te he llamado para avisarte, pero no lo has cogido.

—Perdona, jefe, estaba con esa chica recogiendo todo el material que instalé en su casa. No quería ponerla nerviosa con el sonido del móvil, bastante tensa estaba ya la pobre —le expliqué, sacando el teléfono de la mochila y comprobando que tenía varias llamadas perdidas—. ¿Quién es? ¿Está esperando arriba?

Habíamos tenido la gran suerte de encontrar una oficina justo encima de La Napolitana. Tras dos meses de reformas y un par de semanas más de montaje de muebles y puesta a punto de los equipos y demás material de oficina, nuestra nueva base de operaciones estuvo lista.

—No. Está en mi despacho. Lleva aquí más de dos horas —me dijo con cara de pocos amigos—. Se ha empeñado en esperarte, y no iba a dejarlo solo allí. Tengo muchas cosas que hacer en el restaurante. ¡Ah! Y no me llames «jefe».

Así es Enrico, un napolitano afincado en Granada con una alta concentración de malafollá local en las venas.

—¿Y qué quiere, jefe?

… una malafollá que hay que contraatacar con buenas dosis de recochineo.

—Creo que no te va a gustar.

Una sonrisa socarrona le adornó el rostro.

En efecto, el motivo de la visita no me agradó en absoluto. Tras mis experiencias anteriores, había tomado dos decisiones importantes. La primera, nada de casos mediáticos; la segunda, no más cementerios. Y lo que aquel chico había venido a pedirme requería la ruptura de ambas reglas.

—Quiero que encuentre a mi padre —me dijo después de formalismos y presentaciones.

La petición podría haberme resultado de lo más normal si no hubiese sido porque reconocí enseguida al hombre de la foto que me había mostrado.

—¿No es este Fernando Castellano? —pregunté.

—Sí, lo es —me respondió aquella voz afable teñida de inquietud.

—Este hombre está muerto. Lleva muerto más de tres meses —le dije de la forma más aséptica posible, recordando el revuelo mediático que había generado entonces.

Fernando Castellano había sido uno de los abogados más importantes de los últimos años. La revista Forbes lo había considerado uno de los diez abogados españoles mejor pagados y su bufete, con varios cientos de oficinas por todo el mundo, peleaba en los primeros puestos con firmas de la talla de Garrigues o Cuatrecasas. Su muerte no pilló por sorpresa a nadie porque convivía desde hacía tiempo con un corazón muy delicado. Lo que sí dejó boquiabierta a España entera fue lo que ocurrió después de su fallecimiento.

—Ya sé que está muerto, señorita Levy.

—Tutéame, por favor. No creo que tenga muchos más años que tú —le pedí, un poco incómoda por aquel tratamiento tan distante.

—Ya sé que está muerto —repitió—. Quiero que encuentres su cadáver porque es la única vía que tenemos Jacinto y yo para conseguir que se reconozca que Fernando Castellano fue nuestro padre.

«Menudo marronazo», pensé yo.

Me escapé de aquel primer encuentro usando el caso de Davinia como excusa porque, pese a haber intentado negarme a atenderle, pese a haber procurado ser muy asertiva en mi discurso, Gonzalo, aquel chico de apenas veinticuatro años con cara de lelo y aspecto bonachón, fue realmente eficaz rechazando mi negativa.

«Solo queremos que se haga justicia».

«La inspectora dijo que nos ayudarías».

«Ahora no podemos pagarte demasiado, pero si lo encuentras, si conseguimos que se realicen esas pruebas de ADN, te prometemos un porcentaje de nuestra herencia».

Sus argumentos no fueron nada desdeñables, sobre todo teniendo en cuenta que el nombre de Andrea apareció varias veces en la conversación, lo que, como mínimo, despertó en mí la curiosidad suficiente para querer conocer el motivo.