54

Ahora lo entiendo.

El reloj…

El reloj de arena.

Casi lo olvido.

*

«¿Lo sientes?».

«¿Sientes el frío bajo tus pies?».

Cuando abro los ojos no encuentro la fuente de esa voz desdibujada que parece venir de ninguna parte y de todas a la vez. Una voz infantil que suena demasiado aguda en mis oídos. Una voz que creo que no quiero volver a oír.

«Lo sientes».

Esta vez la voz afirma, y me detengo a analizar lo que dice. Pues claro que siento el frío bajo mis pies. Estoy descalza, sobre unas gélidas baldosas de mármol. Miro a mi alrededor y no necesito demasiadas referencias para saber dónde me encuentro. Estoy en la fundación, a escasos veinte metros del despacho en el que Beatriz Lorca ha aparecido muerta. Y al fondo del pasillo, bastante desubicado, localizo un ficus que me resulta familiar.

«Estrangulada», me recuerda la voz, y no puedo evitar un leve sobresalto.

Sí. Estrangulada. La abogada ha perdido la vida bajo la presión de diez dedos. Dos pulgares oprimiendo fuertemente su tráquea mientras el resto de los secuaces de ambas manos se encargaban de abrazar sin descanso el resto del cuello.

Estrangulada.

—¿Esto es real o estoy soñando? —me atrevo a preguntar en alto.

«Estás soñando, por supuesto», responde, desde ninguna parte y desde todas a la vez, la voz infantil que consigue estrujarme el pecho.

—¿Quién eres?

«¿Quién crees tú que soy?».

La voz juega conmigo.

¿O es mi propia cabeza la que se empeña en castigarme?

—¿Eres Lulú?

Me siento estúpida al formular la pregunta porque sé muy bien a qué Lulú me refiero… y no es de carne y hueso. Retrocedo un paso cuando oigo que el pomo de una puerta gira. Miro con ansiedad a todos lados, tratando de localizar el origen del movimiento y, cuando lo ubico, cuando me doy cuenta de que lentamente está abriéndose la puerta del despacho de la abogada muerta, decido huir de la escena porque, pese a ser un sueño, soy muy consciente del daño que puede llegar a hacerme mi propia cabeza.

«No te vayas, Ada», me pide la voz algo inquieta.

«Quédate aquí, conmigo», me apremia mientras retrocedo poco a poco, sin dejar de mirar la puerta que se abre.

Hay luz dentro.

Una luz tenue que escapa por la rendija y que, de cuando en cuando, se hace intermitente.

«Hay alguien dentro», pienso.

Y sigo retrocediendo. Paso a paso, conteniendo el aliento, sintiendo los envites del corazón en el pecho.

«Si te vas, no pienso devolverte el reloj».

Esa frase hace que me detenga en seco.

Ahora lo entiendo.

El reloj…

El reloj de arena.

Casi lo olvido.

«¿Seguirá donde lo dejé?», me planteo.

—¿Dónde está? —pregunto, y decido seguir alejándome de la puerta.

Me digo a mí misma que estoy en un sueño y que no tengo que nadar en él si no quiero.

De repente, la puerta se detiene. Permanece entreabierta.

La luz ya no se mueve.

Lulú juega conmigo; cree que si deja de ponerme nerviosa no me marcharé.

Aunque ¿y si no es ella quien lo cree?

Mi nuevo paso hacia atrás queda incompleto. Primero choca el talón y luego las manos junto con los antebrazos. Doy un respingo para evitar tocar con el cuerpo entero. Grito pero no grito. Siento el esfuerzo en mi garganta, las venas vibrando bajo la piel y los tendones tensos, pero no oigo mi alarido. Me vuelvo rápidamente para defenderme y me quedo congelada cuando descubro una inmensa pared de cristal que impide mi retroceso.

«No te vas a ir», me dice Lulú haciendo música con las palabras.

Respiro hondo y doy media vuelta.

La puerta está abierta por completo y, en medio de la oscuridad del pasillo, la tenue luz ha conseguido lanzar una estrecha lengua.

—Deja que me despierte, por favor —le ruego, sabiendo que lo peor está aún por llegar.

Mi piel se eriza y noto que una lágrima se desprende de mi ojo derecho y se precipita hacia el frío mármol. Cuando percibo movimiento en el interior del despacho me tapo la boca con ambas manos. No para impedirme gritar, sino porque no sé qué más puedo hacer con ellas.

Algo emerge desde dentro. Muy lentamente, en un movimiento casi carente de movimiento. Parece… Sí, parece una mano. Es una mano. Un puño cerrado que aprieta algo con fuerza. Y al puño lo sigue una muñeca, y a la muñeca, un brazo. Reconozco la pulsera que tintinea con el casi imperceptible desplazamiento. Es el brazo de Beatriz. Un brazo sin color; el brazo de una mujer muerta.

«No quiero estar aquí», digo para mis adentros.

—No quiero estar aquí —digo en alto ahora.

«No quiero».

Pliego las rodillas y me quedo en cuclillas, apoyada sobre la pared de cristal.

«No quiero».

Me cubro la cara con ambas manos otra vez y me niego a mirar.

«No quiero».

Mis párpados se cierran herméticamente, y pido a mi cabeza que me lleve a otro sitio, a otro sueño, a un lugar libre de muerte y de malos recuerdos.

«No quiero».

Y parece que funciona. El suelo se reblandece bajo mi trasero y la presión de la espalda desaparece. Oigo el sonido del mar frente a mí y el chiar de las gaviotas sobre mi cabeza. Me dejo envolver por la calidez del sol y la caricia de la brisa. Aún con los ojos cerrados, retiro las manos de mi cara y toco con ellas la fina arena sobre la que estoy sentada. Hundo los dedos en ella y busco, en ese sustrato, recuperar la calma.

—Ahora sí estoy bien. —Hasta mi voz emerge más tranquila de mi boca.

Relajo los párpados y libero mis pupilas ante un sol cegador. La superficie del agua se riza y se adorna de espuma blanca y el salitre comienza a impregnar poco a poco mi piel. Estoy sola, en uno de los pocos lugares en los que una vez me sentí realmente en calma. La misma playa que visité en el pasado con mi madre y que, años más tarde, me acogería una cálida tarde de invierno para nutrirme de sensación de paz y libertad.

Sí. Es la misma playa. Tan solitaria como aquel día. Tan limpia y tan acogedora.

Es la misma playa, salvo por un detalle: a unos metros de mí, a mi derecha, se yergue un enorme ficus rodeado por unos bancos de mármol.

Respiro hondo porque acabo de darme cuenta de que mi cabeza ha vuelto a jugármela. No voy a ser libre hasta que haga caso a la voz de Lulú. Cuanto más huya, más rincones oníricos sagrados acabaré mancillando. Me levanto sin querer hacerlo y avanzo lentamente hacia el jardín que, con sus plantas y su piedra pulida, contamina el entorno. Aprieto los puños y contraigo todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo. No quiero asomarme, pero no puedo evitarlo. Apoyo la rodilla derecha en uno de los bancos y alargo la mano en busca del reloj de arena que había dejado allí escondido, abandonado. Aparto las flores que rodean al ficus y palpo con los dedos el lecho sobre el que todo crece.

—No está. El reloj de arena no está.

«Sigue buscando», me apremia Lulú.

Justo cuando voy a alzar la voz para preguntar qué se supone que estoy buscando, mi mano encuentra algo. Parece un tubo muy fino. Podría ser un bolígrafo. Lo sujeto con los dedos y lo saco. Cuando lo tengo frente a los ojos, no reconozco lo que veo. Es… Sí, ¡es una aguja hipodérmica!

«Mamá está muerta», me dice la voz infantil.

«Una inyección la mató».

Necesité varios segundos para reconocer el lugar en el que me hallaba. La estrechez del sofá en que estaba tendida, los rayos de luz artificial colándose por las rendijas de las persianas, el sonido del frigorífico zumbando a escasos metros de mí y el suave tictac del reloj del recibidor.

—¿Te encuentras bien?

Al oír la voz de Enrico me incorporé y escudriñé en la oscuridad para tratar de encontrarlo en la amplia estancia. Localicé el recorte de su silueta enseguida; estaba sentado en una de las banquetas de la barra de la cocina. No podía verle con claridad, pero tenía la seguridad de que me miraba.

—Solo ha sido un sueño… o eso creo.

Tragué saliva con dificultad y me levanté del sofá. La maldita pesadilla me había dejado bañada en sudor y físicamente aletargada. Sin embargo, mi cabeza se había quedado sumida en una actividad demasiado intensa para permitirme retomar el sueño. Avancé a tientas hacia el frigorífico en busca de un buen trago de agua fría. Al abrirlo, la luz del interior oscureció aún más el espacio en el que me encontraba. Saqué la gélida botella y me encaminé hacia la banqueta que tenía más cerca, donde me senté frente a mi compañero.

Fue una noche cargada de horas de conversación. Nuestro muerto desaparecido, la pequeña Lulú y el lío que había acabado armándose. Mi sensación de falta de libertad lejos de mi piso y de mis desayunos íntimos en compañía de Clemente. El miedo a que el tratamiento de Cristina no funcionara y que, después de tanta lucha, tan solo quedara la huella imborrable de mi padre.

Mi padre…

Tomás Levy ocupó gran parte de mis palabras. Un rato de charla en el que me desahogaba y Enrico se limitaba a escuchar. No se me ocurrió entrar en detalles porque sabía que mi socio no iba a soportar determinados episodios de mi vida, pero sí que compartí con él algunos sentimientos que llevaban años ahogados en lo más profundo del oscuro pozo que representaba mi infancia. El miedo constante a que reapareciera en nuestras vidas, las largas noches de insomnio en la adolescencia (preferibles a las largas noches de pesadillas), la época en la que para mí los hombres llegaron a representar la cara pútrida de la especie humana.

—Gracias por la parte que me toca —comentó él cuando llegamos a ese punto.

—¡Qué tonto eres!

Por suerte, ese fue uno de los grandes aprendizajes que mi madre me transmitió. El mundo no está lleno de géneros buenos y géneros malos. El mundo está lleno de personas, y las personas pueden ser maravillosas (con sus virtudes y sus defectos) y también pueden ser deleznables. Aunque sí que creo que lo que vivimos mi madre y yo pudo condicionar el modo en que nos relacionábamos con los hombres. Una especie de «no le des poder sobre ti» o «no dejes que te atrape». Pero, bueno, no tenía muchas ganas de dar vueltas a ese tema aquella noche, y tampoco las tengo ahora.

—Quiere que comamos juntos mañana —le dije, apartando todo lo que habíamos hablado antes, como si de pronto recordar aquello me hubiera puesto en guardia.

—¿Y qué vas a hacer?

—Supongo que ir. Me llamará por la mañana para confirmar sitio y hora —respondí.

Enrico permaneció en silencio unos instantes. Dio un largo trago a la copa de vino que acababa de servirse y, por un instante, creí que iba a decir algo. Pero no lo hizo. Sabía perfectamente que él desaprobaba que mantuviera una relación con mi padre más allá de la estrictamente necesaria por el tema de Cristina. Y eso es lo que habría preferido, pero he de reconocer que me había roto los esquemas. Había otra mujer en su vida, y yo no podía evitar imaginarla con un rostro carente de ojeras y sin rastro de hematomas por el cuerpo. Una mujer de sonrisa fresca, sin una cortina de miedo cubriéndole los ojos.

¿Habría cambiado mi padre?

¿Se habría convertido, de repente, en un buen hombre?

¿Tendría una nueva hija de la que se preocupara de verdad, que se sintiera querida y protegida?

Sacudí la cabeza cuando me di cuenta de que mis pensamientos estaban tomando una ruta demasiado peligrosa para mi equilibrio mental.

—¿Sabes? No puedo dejar de dar vueltas a la maldita caja. —Buen cambio de tema, de una obsesión a otra—. Ya sé que te dije que no iba a regresar a la fundación a por el reloj de arena, pero…

El día que asesinaron a Beatriz Lorca llegué a casa de Enrico tan derrotada y con tanta sensación de culpa que decidí olvidarme del reloj de arena y de su llave. Me limité a pedir a mi compañero que llamara a la inspectora para decirle dónde lo había escondido. Después de eso, no había vuelto a reparar en la joya y, si por casualidad se colaba en mis pensamientos, me decía a mí misma que obraba en poder de Andrea y que ella tendría que llegar solita al fondo de todo el misterio.

—Anda, mira en el bolsillo interior de mi chaqueta —me indicó mi compañero al tiempo que señalaba con la cabeza una de las perchas de la entrada.

Acostumbrada después de tanto rato a la penumbra, descubrí una sonrisa orgullosa en su boca.

—No me digas que…

Él insistió en el gesto y yo le hice caso. Di unos pasos hacia el recibidor y pulsé el botón de la luz de la entrada antes de coger la chaqueta. La claridad me cegó unos segundos. Cuando recuperé la vista tiré de la chaqueta y comencé a palpar con la mano en busca del bolsillo interior. El tacto del reloj era inconfundible.

—¿Cómo lo has hecho? —le pregunté pasmada mientras miraba con cara de boba la joya de vidrio, arena de sílice y plata. Estaba intacta.

—Con mucho sigilo —respondió él.

Enrico no quiso contarme cómo había logrado colarse en la fundación sin que le vieran ni cómo había localizado el reloj de arena ya que, según él, no podía desvelarme todos sus secretos porque correría el riesgo de dejar de sorprenderme.

Al cabo de unos minutos, y tras unos cuantos bostezos, mi compañero se fue a la cama. Yo permanecí un rato más sentada junto a la barra de la cocina, con una copa de vino en una mano y el reloj de arena en la otra.

—Tan pequeño y tan especial —susurré a aquel objeto.

Aquella joya se había convertido en símbolo de algo para mí. ¿Qué era ese algo? Creo que ni siquiera hoy lo sé. ¿Justicia? ¿Fuerza de voluntad? ¿El peso de los recuerdos? ¿Amor? No tengo ni idea. Puede que fuera un símbolo de todo. O de nada. Puede que, simplemente, se tratara de una llave cuya única función era abrir una cerradura.

Me quedé dormida en el sofá, a escasas horas del alba y con la joya en la mano, sin sospechar que, pocos días más tarde, el reloj de arena y su llave desvelarían su secreto ante mis ojos. Un triste y doloroso secreto que marcará mi vida para siempre.