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El vidrio se había resquebrajado…
Como si la joya estuviera ligada a ella.
Como si su muerte la hubiera roto.
*
*
Más que como un día de mala suerte, el viernes 13 de octubre de 2017 quedó marcado en mi calendario vital como un símbolo de tristeza y fatalidad. Un antes y un después en la línea de mi existencia que logró cambiar, de forma radical, mi percepción de la realidad. Aquel viernes 13 fui consciente, una vez más, de lo injusta que puede llegar a ser la vida y grabé a fuego en mi cerebro una frase nada original: «El destino es (demasiado) caprichoso».
Creo que lo peor de todo es que aquella me pareció una lección que yo ya había aprendido.
El destino…
Es muy arriesgado jugar con el destino.
Demasiado.
Quien no parecía tener ni idea de ello era Marga, que acabó cayendo presa de su propia sed de venganza y arrastró, con ella, a una de las personas más importantes de mi vida.
—¿Qué coño ha pasado? —pregunté cuando entré en la sala de espera del hospital a las diez y media de la noche.
Ni siquiera sé cómo había logrado llegar en tan poco tiempo. Cinco minutos antes había recibido una llamada anunciándome lo que aún no era capaz de creer.
—Sigue en quirófano —me dijo el compañero de Andrea que se había puesto en contacto conmigo; en aquel momento yo no era capaz de recordar su nombre—. Su estado es crítico y no se sabe si saldrá de esta.
—Pero ¿qué ha pasado? —insistí, y noté el palpitar de mi corazón golpeando el cielo de mi boca.
—No sé mucho más que tú, solo que hace una hora recibimos un aviso de la inspectora solicitando refuerzos en una vivienda del Realejo. Cuando llegamos, la encontramos en un callejón… Rodeaba con sus brazos el cuerpo inerte de otra mujer —dijo sin ser más explícito, y es que nadie en la comisaría conocía a Marga—. Ha recibido un disparo y tiene la bala alojada en un pulmón.
—Enrico, me marcho al cementerio —dije a mi compañero antes de abandonar La Napolitana.
Cuando puse el pie en la acera sentí mi cuerpo demasiado pesado. No quería enfrentarme a aquello. No, sabiendo todo lo que iba a desatar en mi interior. Mi tráquea se había transformado aquellos días en un caleidoscopio de oscuras emociones. Mis cuerdas vocales en un grito ahogado. Y mi boca… mi boca no era más que una maltrecha compuerta que contenía a duras penas todo aquello que necesitaba vomitar.
Después de cinco días mi vida había comenzado a recuperar cierta normalidad. Aquella mañana me había levantado temprano para reunirme en el despacho con un posible cliente y, tras una hora de charla, me pareció casi una bendición haber aceptado aquel aburrido caso de fraude laboral. Tras el encuentro, mi socio y yo dedicamos un par de horas más al odioso papeleo que acompaña irremediablemente a nuestra profesión y, a eso de las once, bajamos al restaurante a tomar un café y un trozo de tarta. Media hora más tarde la alarma del móvil me indicaba que había llegado el momento de acudir a un entierro.
—No sé cómo voy a agradecerte esto, José Antonio —dije con un enorme nudo en la garganta al gerente del cementerio cuando nos reunimos con él en el pasillo contiguo a los velatorios.
—Ya lo has hecho. Nos has devuelto al difunto —respondió al tiempo que miraba el ataúd en el que descansaba, por fin, el cuerpo de Fernando Castellano.
Manuela, la que había sido madre y custodia de la pequeña Lulú, permanecía en silencio a mi lado, con los ojos yermos de tanto llorar y el alma perdida para siempre. Aquella mujer parecía no saber dónde estaba ahora su sitio. ¿Qué escoger? ¿Una Granada cargada de dolorosos recuerdos o un México que, sin la hija de la Mexicana, ya no la esperaba?
—Ella lo habría querido así —dijo la mujer en un hilo de voz.
—Y seguro que él también —añadí yo.
Cuando estuvo preparada para desprenderse de su carga, Manuela alargó los brazos y entregó a José Antonio el último trozo de su corazón: una urna con las cenizas de su querida niña. El gerente abrió con una mano el ataúd y depositó el frasco en su interior, junto a los restos de su padre. A continuación se dispuso a cerrar de nuevo la gran caja.
—Espere —le pedí—. Ya nadie va a necesitar esto.
Entonces tiré de la cadenita que envolvía mi cuello y extraje el reloj de arena que tanto había significado para Marga y para su padre, aquel objeto que había llegado a convertirse en el centro de mi investigación y que, al final, se había quedado vacío de significado.
«¿Cómo?», pensé al observar una fina grieta en el vidrio del reloj, pero no quise darle importancia en aquel momento, me negué a aumentar el sufrimiento de aquella mujer que, días atrás, lo había perdido todo. Dejé el reloj de arena junto a la urna con los restos de Marga e indiqué a José Antonio que podía cerrar el ataúd cuando quisiera.
Media hora después la pequeña Lulú, Fernando Castellano y la memoria de Lucía Lugo descansaban en el panteón familiar que el abogado había construido hacía años.
—Hola, Andrea… —Respiré hondo antes de continuar hablando—. La verdad es que no sé por qué hago esto… Ni siquiera sé si puedes escucharme.
Detestaba aquel aroma a suero y desinfectante, el sonido de la respiración asistida y de los aparatos que medían las constantes vitales de mi amiga. Si no fuera por el tubo que se internaba en su garganta y por las agujas que horadaban su carne, cualquiera habría dicho que estaba plácidamente dormida. Andrea aún seguía en la UCI, enchufada a una máquina que la ayudaba a respirar. Sedada.
—Marga no te quería —dije al fin, después de varios días de darle vueltas—. Si realmente te hubiera querido no te habría mandado aquel mensaje pidiéndote ayuda. No te habría puesto en peligro.
A esas alturas yo ya no era capaz de diferenciar la rabia de la tristeza. Habían dejado de importarme la sensación de derrota y de absoluta inutilidad en aquel caso. Solo podía verla a ella, allí tumbada… Dormida. Me pasaba la hora de visita mirando sus pecas, su nariz respingona y sus delgados labios, tratando de recordar sus contadas sonrisas y atormentándome con los buenos recuerdos. Ya habían pasado cinco días y, pese a que los médicos decían que evolucionaba favorablemente, yo no dejaba de verla muerta en mis pesadillas.
—Julio, uno de tus hombres, me ha contado que no hay rastro de la viuda ni del detective. Se cree que han huido hacia el sur —le expliqué, y me quedé unos segundos en silencio, como aguardando una respuesta—. Hoy por fin han enterrado al abogado. Bueno, a él y a Marga. Aunque hace mucho que no sé cómo debo llamarla. —Nueva pausa, unos instantes en los que me perdí en el movimiento sacádico de sus ojos, ocultos bajo los párpados—. ¿Sabes? En el último momento he decidido dejar el reloj de arena en el interior del ataúd. Después de todo, la joya les pertenecía a ellos. No te preocupes por la caja, la tienen tus compañeros, con la llave y todas las pruebas que demuestran que Lucía Lugo fue asesinada en 1992.
Dejé mi discurso cuando oí a una enfermera entrar en la habitación. Se acercó a la cama de Andrea, comprobó el estado del suero, acomodó las almohadas bajo la cabeza de la inspectora y se marchó de nuevo.
—Hay algo que no entiendo —continué hablando con Andrea, esta vez más bajo—. Cuando he sacado el reloj de arena de debajo de mi camiseta me he dado cuenta de que el vidrio se había resquebrajado y yo juraría que no lo he golpeado con nada. Lo habría notado —le expliqué—. Es como si la joya estuviera ligada a ella. Como si su muerte la hubiera roto. ¿Recuerdas lo que nos contó el orfebre que la creó? Decía que Fernando Castellano le había pedido una joya que representara el paso del tiempo y el efecto que este tiene sobre los recuerdos. —Respiré hondo antes de continuar—. ¿Y si se ha roto por eso? ¿Y si el choque entre el pasado y el presente de Lulú ha sido tan brusco que, al final, el reloj de arena ha acabado fracturándose?
—¡Hora del baño! —exclamó una auxiliar a la vez que entraba en la sala. Estaba terminando la hora de las visitas.
Me levanté para dejarles intimidad. Sabía que Andrea habría querido que me mantuviera alejada en un momento como aquel, cuando quedaba tan patente su vulnerabilidad.
Cuando salí de allí noté que estaba cabreada. Echando la mirada atrás, me daba cuenta de que yo no había tenido ni voz ni voto en aquel caso. Solo había sido una herramienta más, una marioneta obediente al servicio de una mente obsesionada con ganar una partida al destino. Mientras Marga jugaba sus cartas todos íbamos perdiendo algo por el camino. El corazón, la cordura o la vida.
«La última mano», dije para mis adentros. Había pensado muchas veces en aquella última mano que le había costado la vida a Marga, esa en la que casi pierdo a mi amiga. Marga guardaba un as bajo la manga y, a pesar del triste final, había conseguido, por fin, vengar la muerte de su madre. O casi.
Después de haber trasladado a Andrea al hospital, el cuerpo de Marga había quedado tendido en el mismo lugar en el que, años atrás, había aparecido su madre muerta. Cuando los compañeros de la inspectora decidieron buscar entre su ropa algo que la identificara, encontraron una grabadora en funcionamiento.
Marga había decidido sacrificar su vida a cambio de la confesión con la que Mercedes Sáez-Castillo y su cómplice se ganarían la cárcel. La prensa hablaba de ella como si fuera una heroína, una mártir que había entregado su vida a cambio de algo mucho más importante: la justicia. Yo siempre la veré como una jodida cobarde, como la persona que no fue capaz de digerir su pasado y reventó un montón de vidas movida por una extraña sensación de equidad. Por eso no me importaba que las autoridades no hubieran detenido a la viuda y al detective. Se lo había ganado ella. Un final sin final. Un círculo a medio cerrar.