47
Estoy bien, de verdad.
No lo estás, y se te nota.
*
*
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Habíamos entrado en una cafetería del centro, de esas en las que no te sientes incómodo pero donde tampoco te ofrecen nada especial que te haga regresar. El sonido de las cucharillas, el entrechocar de platos y tazas, el aire a presión de la cafetera burbujeando en el interior de una jarra metálica llena de leche hasta calentarla, el murmullo del resto de los clientes y alguna que otra voz esporádica por encima de las demás. En definitiva, lo mismo que en cualquier cafetería, un lugar sin capacidad de carga emocional para una conversación carente de todo… menos de emoción.
—¿Cómo te encuentras? —pregunté a Andrea cuando nos sentamos a una de las mesas más discretas.
—Bien, ¿por?
Rehuyó mi mirada y fingió que buscaba algo en el bolso.
Tal como había supuesto, mi amiga había vuelto a plegarse sobre sí misma. La miré fijamente, pero no encontré, ni por un instante, el contacto con sus ojos.
—Estuve hablando con Marga la otra noche y parecía muy afectada —insistí.
—Ah, eso…
Silencio de nuevo. Un estridente y molesto silencio.
—Pero…
—Es normal que se vaya, Ada —me interrumpió, mirándome a los ojos esta vez—. Lleva muchos años tratando de sacar adelante su carrera y yo solo llevo en su vida un mes y medio escaso. Es lo lógico.
Se centró en su bolso de nuevo, busca que te busca algo que no lograría encontrar en todo aquel rato.
—¿Qué van a tomar? —nos preguntó la camarera.
Pedimos un par de cafés y, cuando nos quedamos a solas otra vez, volví a la carga, tratando de hacer que se abriera, que hablara un poco…, que se desahogara.
—¿Y ya está? ¿Lo racionalizas y ya está?
—Por supuesto que no. Le he dicho que es mejor que dejemos de vernos. Tiene muchas cosas que preparar antes de marcharse y yo voy a ser un estorbo.
Te juro que me dieron ganas de pegarle una hostia. Quería mucho a Andrea, pero entonces me pareció un simple bulto con ojos.
—Andrea, eres un bulto con ojos —le dije en un tono serio demasiado cercano al enfado—. No tienes ni idea de qué va a ser de vuestras vidas, no sabes si en un futuro volveréis a encontraros. ¡Coño! Ni siquiera sabes si se arrepentirá en el último instante y preferirá quedarse aquí contigo. Estáis hechas la una para la otra y puede que este no sea vuestro momento, pero no puedes cerrarle por completo la puerta porque haya decidido seguir creciendo.
¡Zas! ¡En toda la boca! No a ella, sino a mí misma. ¿Quién me lo iba a decir? Yo hablando de momentos, yo aconsejando que no se cerrara una puerta cuando YO había hecho justo eso. Mi relación con Hugo se había roto por culpa de nuestros desacompasados momentos y, después de separarnos, mi estúpida cabeza había decidido que se había acabado todo. Había cerrado esa misma puerta de la que le estaba hablando a Andrea. Y, por supuesto, ella no estaba preparada para oír aquello. O quizá era yo la que no estaba preparada para mantener aquella conversación con la inspectora.
—Tengo que irme —me anunció hundiendo el rostro entre los hombros y esquivando mi mirada—. Te llamo si averiguo algo.
Dejó un billete de cinco euros sobre la mesa y se marchó sin mirar atrás, acelerada por, supuse, una mezcla de rabia y confusión.
«Eres muy bruta, Ada», me dije, pensando en lo poco acertada que había estado en aquel momento. Andrea no era una mujer de desahogos y abrazos. Andrea era como un bloque de mármol, resolvía sus problemas a su manera, de un modo frío y distante. Definitivamente, se me había ido la pinza. Ya llevaba el tiempo suficiente en mi vida como para haber sabido que lo único que necesitaba mi amiga en aquel momento era un buen café y un tema racional del que poder hablar. Nada de sentimentalismos. Nada de emociones a flor de piel. Nada de Ada. Andrea, solo Andrea.
Fui a coger el móvil para llamarla, pero resolví que si lo hacía estaría dejándome llevar de nuevo por mi necesidad, no cubriendo la suya. Si quería ayudarla, solo tenía que darle espacio.
Después de cinco minutos con la mirada clavada en el café intacto de Andrea me levanté y me marché, dejando los cinco euros sobre la mesa. Noté la vibración del móvil en el bolsillo al poner un pie en la calle.
—Ada, ¿podemos vernos?
Había pensado tirar directamente hacia la casa de Manuela para intentar averiguar qué había ido a hacer a México, pero la voz de Marga me había sonado demasiado rota para postergar nuestro encuentro. Me dije que si no había conseguido echar un cable a mi amiga Andrea, al menos iba a intentar hacerlo con la que hasta el día anterior había sido su chica.
—Sí, claro —acepté—. Voy a mi piso a coger unas cosas. ¿Nos vemos allí?
Preferí caminar. No quise ir a por Chiquitina a la plaza de Gracia porque por un momento temí arrancarla y salir huyendo otra vez. Desde el domingo por la tarde la mierda en la cabeza se me había ido acumulando poco a poco. Es cierto que el tema de Marga y Andrea me preocupaba, pero no había sido el motivo de mi malestar. Había tenido un cierre de domingo complicado y el lunes no había comenzado de la mejor de las maneras. Para empezar, el reencuentro con Cristina en el aeropuerto me había partido el alma. Yo llevaba un buen rato esperando en la salida de pasajeros y, cuando la vi aparecer, sostenida por su padre y con aquella carita inundada de agotamiento, no pude evitar pensar en que la estaba perdiendo. «Estás muy bonita», le dije, y te juro que no mentía. Pese a su aspecto, pese al estado en el que había llegado hasta mí, mi amiga seguía siendo la preciosa rubia de ojos claros con la que había pasado gran parte de mi vida. Ella me miró un poco molesta, como si creyera que estaba riéndome de su aspecto, como si le hubieran sentado mal mis palabras. Y no abrió la boca porque su voz seguía desaparecida. «Gracias por venir a recogernos, Ada», me dijo su padre cuando nos dirigíamos hacia la salida. El resto del trayecto había sido silencioso. Cristina se había quedado profundamente dormida nada más sentarse en el coche y ni su padre ni yo hicimos el menor ruido para evitar alterar su descanso. La metió en brazos en casa y, cuando por fin estuvo en la cama, me limité a arroparla y a darle un beso. Me despedí prometiendo hacer una visita al día siguiente, y precisamente esa visita que tenía pendiente pululaba en mi cabeza desde mi despertar aquella mañana.
Pero la llegada de Cristina no era lo único que me tenía el alma secuestrada. Desde que había aparecido para ayudar a mi amiga había decidido desbloquear todos los números desde los que mi padre me había llamado. Aquella misma tarde se había puesto en contacto conmigo para decirme que llegaría a Granada el jueves de la semana siguiente para pasar unos días en la ciudad. Quería estar pendiente de su paciente y, si era posible, quedar conmigo para comer.
—Hola, vecino —saludé al del primero A en el vestíbulo de mi edificio.
Había tardado unos quince minutos en hacer el recorrido desde la cafetería en la que había metido la pata con Andrea hasta mi bloque. Subí la escalera haciendo un repaso a las aplicaciones del móvil. Ausencia de correos electrónicos y de mensajes de whatsapp…, y las cuentas de Facebook y Twitter congeladas desde hacía demasiado tiempo. Ni siquiera había movimiento en las de la revista Moter@s, y me molestó muchísimo comprobar que si no me encargaba yo de tenerlas al día nadie en la redacción se preocupaba por hacerlo. Estaba mandando un mensaje a Alfonso para echarle una regañina al respecto cuando me topé con un cuadro inesperado.
Lo primero que vi fue una maleta enorme. A continuación, a Marga junto a mi puerta. Yo había supuesto que la maleta era suya y que había decidido marcharse cuanto antes, pero de pronto escuché una voz familiar que me hizo llevarme las manos a la cabeza.
—¿Mamá? —pregunté con voz queda, rogando para mis adentros que no fuera ella.
Me había encontrado con dos fuegos en la puerta de mi casa y no tenía agua suficiente para apagarlos, por eso pedí a Marga que mejor nos viéramos a la mañana siguiente en La Qarmita, para desayunar juntas y poder hablar con tranquilidad. La pobre tenía el rostro marcado por las ojeras y su aspecto estaba algo descuidado. Parecía como si no hubiera dormido bien, como si llevara dando vueltas por la ciudad desde el día anterior. Al principio se mostró un poco contrariada, pero cambió el gesto enseguida, se esforzó por sonreír y comenzó a bajar la escalera para dejarnos solas.
—¿Qué haces aquí, mami? —le pregunté directamente sin haberla abrazado siquiera.
Te juro que no sé por qué pero me violenté al tenerla frente a mí, tan cerca. No debería haber venido. Tendría que haberse quedado en Londres, viviendo su vida y rompiendo corazones. No quería que estuviera en Granada, detestaba tenerla allí, en mi casa… Tan al alcance de mi padre.
—Ayer hablé con Flor.
Su tono, a caballo entre dolido e irritado, me indicó que ella también se había puesto a la defensiva.
—¿Y por qué la llamaste a ella y no a mí?
Estaba segura de que mi vecina se había ido de la lengua con lo de Cristina, y eso que había intentado que no se enterara de nada. Maldita la hora en la que Flor me había preguntado por el paradero de mi amiga y maldita la hora en la que yo le había contado que estaba en Barcelona, en manos de Tomás Levy.
—¿Me habrías explicado lo de tu padre si te hubiera llamado?
—¿Te habrías quedado tú en Londres de saberlo?
Estaba claro que mi madre y yo éramos demasiado parecidas. Podríamos haber estado toda la tarde respondiendo con preguntas a nuestras preguntas si no hubiera sido porque mi madre llegaba cansada y con poca paciencia.
—Ada Isabel Levy Dalmau, siéntate ahora mismo.
Me senté ipso facto en uno de los sillones del salón.
Cuando mi madre utilizaba mi nombre completo en aquel tono significaba que la cosa iba en serio. Yo odiaba aquel nombre, extraña mezcla cristiano-judía que había quedado por siempre reflejada en mi partida de nacimiento y en mi carnet de identidad, pero que nunca había querido cambiar porque mi primer apellido me recordaba contantemente en qué no quería convertirme y, el segundo, me lo había regalado mi madre. Mi nombre de pila me había gustado desde pequeña, incluso cuando, al aprender a escribir, descubrí que los seres mágicos con alas que tanto me gustaban se escribían con «h». En cuanto a mi segundo nombre, había sido un capricho de mi abuelo por parte de madre. Ya que no iban a bautizar a la niña, ni tampoco a inculcarle la fe judía, al menos podían equilibrar la balanza.
—Mamá, yo…
A veces pienso que mi madre es una bruja, pero instantes después caigo en la cuenta de que simplemente es una madre. Ella me trajo al mundo y me crio. Pese a la distancia, ha estado siempre a mi lado y parece conocerme mucho mejor de lo que yo llegaré a hacerlo jamás. Es capaz de saber cuándo estoy contenta o triste, cuándo disfruto de la tranquilidad y cuándo estoy subiéndome por las paredes. Cuándo tengo un problema de los normales de mi edad (como la ruptura con Hugo, según ella) y cuándo tengo problemas que requieren su presencia. Una llamada telefónica, una simple llamada telefónica, mientras yo hacía tiempo para que me abrieran las joyerías del centro, había encendido todas sus alarmas. Su gen de madre se había activado, y no volvería a estar durmiente hasta que la niña Ada recuperara el ritmo alocado y despreocupado al que estaba acostumbrada.
—Ada, cariño —comenzó a regalarme palabras suaves—, que yo esté lejos viviendo mi propia vida no significa que haya dejado de ser tu madre. Me preocupo por ti y necesito que estés bien.
—Estoy bien, de verdad —le dije sin demasiada seguridad en la voz.
—No lo estás, y se te nota —me contradijo ella.
Miré a mi alrededor y reparé en que algunas de las cosas del salón seguían fuera de su sitio. Quizá fuese eso lo que estaba pasándome a mí. Estaba fuera de mi sitio. Lejos de mi vida. La enfermedad de Cristina y el miedo a perderla me habían llevado a olvidarme de gran parte de mis necesidades, de un buen porcentaje de mi día a día. Y, entretanto, había llegado mi muerto desaparecido para alborotar mi cabeza y, cómo no, para obligarme a dejar mi apartamento, a abandonar mis agradables desayunos junto a mi bichejo negro y feo de nombre Clemente.
—Tengo miedo, mamá —admití—. Tengo mucho miedo a perderla. Por eso acudí a papá, porque Cristina es mucho más importante que lo que yo pueda sentir hacia ese hombre.
Mi madre, que había permanecido de pie todo aquel rato pegada a su maleta, avanzó unos pasos y se sentó a mi lado. Reconocí en ella la ternura de aquellos años en los que tuvimos que aprender a vivir solas. Aquella época en la que nos habíamos lanzado al mundo con el corazón amoratado y, pasito a pasito, habíamos logrado comenzar a sonreírle a la vida. Aquella época en la que nuestro piso de cuarenta metros cuadrados con un aseo cochambroso y una cocina destartalada nos parecía el lugar más sagrado del mundo. Aquella época en la que desayunábamos juntas cada mañana, la una frente a la otra, con el aroma a café escapando de su taza y mis cereales blandos después de juguetear con ellos un rato con la cuchara. Reconocí su aroma. Su inconfundible aroma. Sus besos y sus abrazos. Sus bailes alocados en el salón al ritmo de algún swing y sus cuentos al irnos a dormir.
Aquella era mi madre, la mejor del mundo.
Nos fundimos en un abrazo en el que me sentí muy chiquitita. Tan chiquitita que acabé dejándome llevar por mis sentimientos. La tristeza que había ido acumulando comenzó a emanar de mis ojos y, al principio con timidez, más tarde con energía, logré desahogarme llorando.
Por supuesto, acabé contándoselo todo, comenzando por el caso de Fernando Castellano y el motivo por el que estaba viviendo en casa de Enrico (más tarde, mi socio y yo nos llevamos una buena bronca por aquello) y continuando con el plato fuerte: mi padre como última esperanza para Cristina.
«Todo va a salir bien, cariño», me dijo mi madre sujetándome la mano como cuando era pequeña y transmitiéndome una seguridad que, en aquel momento, no solo se reflejaba en la fuerza de su diestra sino en su cuerpo entero. Al contrario de lo que había pensado, mi madre parecía estar preparada para enfrentarse a los recuerdos y, sobre todo, para acompañarme en mi proceso. No obstante, saberla y sentirla en Granada había logrado despertar uno de mis mayores temores: que mi padre y mi madre volvieran a estar juntos en la misma habitación.
—¿Lo tienes todo? —me preguntó antes de cerrar la puerta del piso.
—¿Y tú? —le pregunté yo.
Ninguna dio una respuesta a la otra. Nos limitamos a sonreír y a hacer alarde de esa complicidad de la que siempre habíamos presumido.
—Tengo que avisar a Flor de que me he llevado a Clemente —dije cuando habíamos comenzado a descender la escalera, teniendo cuidado con el agua de la casita de mi pequeño pez.
—Lástima que no esté. Me habría gustado darle un beso —comentó mi madre.
—Podemos venir a verla mañana, si quieres. Seguro que anda paseando a Tulipán.
Cuando llegamos al portal vi que algo asomaba por la rendija del buzón. Al acercarme, mi corazón comenzó a latir con fuerza.
—Espera un momento, mamá. Creo que me han dejado una sorpresa.