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¡Ay, madre!

Ay, madre, que Carmina me mata.

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A partir de las cinco y media de la tarde del sábado me convertí en la lapa de Enrico. Llegué a La Napolitana una hora antes de que cerraran, me tomé un café en la barra mientras aguardaba a que los clientes del restaurante fueran saliendo poco a poco del local y, cuando por fin nos quedamos solos y acorde con nuestro plan, pedí a Carmina que excusara a Enrico de la limpieza porque necesitaba comentarle unas cosas.

Mi compañero había insistido en que entráramos en su despacho, pero me las apañé para sacarlo de allí usando como excusa un antojo de tarta de zanahoria de La Qarmita.

—No sé por qué te gusta tanto este sitio si ni siquiera tienen buen café —me había dicho Enrico tras dar un sorbo a su bebida.

—¡Oye! El café está muy rico, aunque no lo filtren a mano como haces tú —bromeé.

Estaba más cascarrabias de lo normal aquella tarde y quise saber por qué.

—Carmina se ha olvidado de mi cumpleaños —dijo mosqueado.

—No puede ser —disimulé yo—. ¿No te ha hecho tu tarta?

Enrico negó con la cabeza y me di cuenta de lo tremendamente infantil que podía llegar a ser cuando consideraba que se le había negado algún derecho de los pertenecientes a su faceta emocional. No era la primera vez que le ocurría. Según me había contado Carmina hacía algún tiempo, tío y sobrina habían tenido sus más y sus menos cuando ella decidió irse a vivir con Sebastián. Por lo visto Enrico sufrió un extraño ataque de celos, por culpa del cual el bueno del marido de Carmina lo había pasado regular. Yo me había reído mucho al conocer la historia porque algunas de sus anécdotas parecían salidas de una comedia americana.

—¿No tienes nada que hacer esta tarde? —me preguntó un poco harto de que no le dejara irse a casa a descansar.

A esas alturas ya nos habíamos tomado dos cafés, había exprimido su enfado por lo de la tarta de cumpleaños y, para mi desgracia, los dos nos habíamos cansado demasiado pronto de hablar de Fernando Castellano.

—Pues…

El sonido que provocó la vibración de mi móvil sobre la mesa me sobresaltó. Lo cogí de inmediato, deseando haber recibido alguna novedad sobre el caso que me permitiera seguir hablando del tema. Supongo que me cambió el rictus al mirar la pantalla porque Enrico se interesó de inmediato.

—¿Pasa algo? —preguntó con cierta alarma en la voz.

—No. Nada. Es un mensaje de Cristina… No puedo evitar preocuparme cada vez que me escribe —respondí, y leí el contenido del mensaje de whatsapp.

—¿Crees que eso que le están haciendo va a funcionar?

—No tengo ni idea —admití algo desilusionada mientras respondía con un «yo también a ti» a su «te echo mucho de menos» y procuraba no dejarme vencer de nuevo por la fatalidad—. Mi padre está metido en una investigación que casi no entiendo. Acaban de empezar la fase experimental con humanos y no se sabe a ciencia cierta si va a ser eficaz o no. Además, Cristina no reunía los requisitos iniciales. Su cáncer estaba muy avanzado y ni siquiera se había podido operar. Pero lo que sí tengo muy claro es que es su única esperanza.

—¿Y cómo lo llevas tú?

Supe enseguida que la pregunta no solo se refería al proceso de Cristina sino al hecho de que mi padre estuviera metido en él.

—Ahora un poco mejor —dije con sinceridad—. Aunque no ha sido fácil para mí admitir que él era nuestra última opción.

Por un instante creí que volvería a caer en la vorágine de mis recuerdos. Sin embargo, estar junto a Enrico en aquel momento, mantener aquella conversación precisamente con él, me tranquilizó. Regresé a nuestra cena en La Napolitana tan solo una semana antes, a lo a gusto que me había encontrado con aquel hombre que, para mí, era mucho más que un amigo, mucho más que un padre… Mucho más que muchas cosas. Había sido él quien, con sus palabras a la luz de las velas, había logrado romper esa caída en picado en la que había entrado.

«¿No te resulta difícil fingir siempre que todo va bien?».

Gracias a aquella pregunta sin anestesia me había atrevido a enfrentarme a mí misma, me había puesto en la piel del elefantito y había considerado que ya era lo suficientemente mayor para arrancar la estaca que me mantenía atada a aquel miedo que me atenazaba cada vez que pensaba en mi padre. Gracias a la oportuna intervención de mi compañero había empezado a ver mi pasado como pasado. Nada más.

—Sigo odiándole con todas mis fuerzas por lo que nos hizo a mi madre y a mí, pero no es como antes. Solo tengo ganas de que esto pase para poder retomar mi vida sin él. Sea con… o sin Cristina —dije con todo el pesar de mi corazón.

Omití una parte importante. Necesitaba que todo pasara lo más rápidamente posible porque no quería que la necesidad de ayudar a mi amiga pudiera acabar salpicando a mi madre. Ella llevaba mucho tiempo sintiéndose libre y merecía continuar así. No podía soportar pensar en la posibilidad de que mi padre volviera a entrar en su vida ni en cómo podría afectarle.

«Bajo ningún concepto», pensé.

—Por lo visto ha vuelto a casarse —comenté a Enrico tras acordarme de pronto—. Y, según me ha contado el padre de Cristina, su mujer está portándose muy bien con ella. —Hice una pausa, como si necesitara asimilarlo de nuevo—. ¿Cómo es posible que haya una sola mujer en el mundo que quiera tenerlo a su lado?

Mi compañero guardó silencio al oír aquello. Yo, en cambio, no pude evitar darme varias respuestas. La primera y más obvia: caí en la cuenta de que ese era el gran secreto de los malos tratos. Hombres y mujeres que machacan física o psicológicamente (o ambas cosas a la vez) a sus parejas y que acaban anulándolas hasta tal punto que no logran concebir una realidad distinta a la que tienen. Esa línea de pensamiento trasladó mi mente a la primera vez que mi padre decidió que había llegado el momento de machacarme a mí para mantener atada a mi madre. Ese mágico momento en el que ni el dolor, ni el odio ni la vergüenza pudieron apagar la alegría que sentí al ver que aquella primera paliza iba a significar el fin del reinado de Tomás Levy sobre nuestras vidas. Lo que él había previsto como una nueva arma de destrucción masiva acabó actuando como un potente revulsivo para mi madre, un poderoso «HASTA AQUÍ» que la ayudó a despertar de su letargo para enfrentarse a ese sentimiento de indefensión que la había mantenido atada a mi padre durante años.

La segunda respuesta a mi pregunta me resultó demasiado cercana a la ciencia ficción, aunque tampoco me atrevía a desdeñarla. ¿Y si mi padre había cambiado? ¿Y si había acabado dándose cuenta de que su forma de vida ni era una forma ni era una vida? Sentí un hormigueo incómodo en el estómago al cuestionarme aquello porque, irremediablemente, terminé por plantearme qué le habría llevado a cambiar y por qué no había decidido hacerlo mientras estaba con nosotras.

—Soy gilipollas —dije en voz alta, sin importarme que Enrico me oyera.

De hecho, ni siquiera necesité explicarle nada. Él se levantó de la silla y fue directo a la barra para pedir la cuenta mientras yo me sentía orgullosa de que mi «cortafuegos de la culpabilidad» hubiera aflorado a tiempo. ¿Y qué si mi padre había decidido cambiar y se había convertido en un santo? ¿Y qué si había sido con otra mujer y no con nosotras? La Ada Levy de aquel momento (igual que la de ahora) era fruto de sus experiencias y de sus aprendizajes. Probablemente tuviera muchos defectos y un largo camino de maduración por delante, pero me sentía orgullosa de la mujer en la que estaba convirtiéndome por una razón muy sencilla: me consideraba (y me considero) una buena persona.

—Levanta el culo, que vamos a tomarnos unos cubatas para celebrar mi cumpleaños —me dijo mi compañero con una sonrisa socarrona en la cara.

—¿Es una cita? —pregunté bromeando.

—Mira que eres tonta, niña.

—Pues sí, soy tonta, pero sé de buena tinta que soy tu tonta favorita.

—Tu madre —respondió Enrico, y me arrepentí automáticamente de haber hecho aquella pregunta.

Como cada vez que bebíamos juntos, en el momento en que comenzó a hacernos algo de efecto el alcohol descendieron gran parte de nuestras barreras y empezamos a hablar de temas que jamás habríamos sacado mi compañero y yo de haber estado sobrios. En concreto, habíamos estado compartiendo anécdotas sobre antiguos ligues. Pese a ser muy discreto, yo sabía perfectamente que Enrico tenía una vida gozosa de salud sexual y, para una vez que tocaba el tema, no había querido desperdiciarla. Pero, claro, mis ganas de hablar sobre aquello descendieron abruptamente cuando me dio por preguntarle por su mejor amante. Mi mente inocente había desterrado al olvido su escarceo amoroso con mi santa madre tiempo atrás.

—Retiro la pregunta —dije, sintiendo la lengua algo aletargada dentro de la boca.

—¿Por qué? ¡Si era muy buena pregunta! —A pesar de su seriedad, Enrico se lo estaba pasando genial a mi costa—. ¿De verdad no quieres saber cómo es tu madre en la cama?

—¡Enrico! —protesté—. Venga, vamos a hablar de otra cosa. Por cierto… ¿qué hora es? ¿No llegas tarde a trabajar?

—No, tranquila. He mandado un mensaje a Carmina para que me cubra. —Hizo girar su taburete y se puso mirando hacia la barra—. ¡Camarero! ¡Otro whisky!

«¡Ay, madre!», pensé apurada cuando me di cuenta de que nos habíamos pasado de la hora. Saqué el móvil y me encontré cuatro llamadas de Carmina y una de Óscar. Además había varios mensajes en los que la dulce y comprensiva (irónicamente hablando) sobrina de Enrico casi me amenazaba de muerte si no llegábamos pronto.

—Jefe, pide la cuenta que nos vamos —le dije dándole un toque en el hombro.

—Niña, calla, que no nos hemos tomado la última.

«Ay, madre, que Carmina me mata».

No pude evitar que el camarero sirviera dos nuevas copas del mismo modo que tampoco pude evitar que el ambiente de aquel club en el que jamás había estado acabara envolviéndome de nuevo. Louis Armstrong nos había dado la bienvenida con «What a wonderful world» al entrar y parecía seguir empeñado en mantenernos anclados a aquella barra a golpe de trompeta. Miré un instante a mi compañero y pensé que aquello también formaba parte de su cumpleaños. Una velada de las que a él realmente le gustaban, sentado a una barra en un oscuro club de la ciudad en el que el ambiente mortecino, la música de fondo y unas copas de buen bourbon te llevan a perder la noción del tiempo. Me encantaba aquella cara de satisfacción que marcaba el rostro de mi socio y la forma en que me hablaba sin necesidad de volver la cabeza para mirarme porque ya manteníamos una suerte de contacto visual a través del fragmento de espejo que quedaba libre tras las botellas del bar.

«Un último sorbo», me dije, y en ese momento comenzó a sonar un tema que, no sé por qué razón, siempre me ha sabido a despedida: «Only you».

—Nos vamos, guaperas cincuentón —anuncié.

Di ese último sorbo disfrutando del rítmico baile de los cubitos en el fondo del vaso.

Cuando conseguí sacar a Enrico del bar, los dos nos dimos cuenta de que habíamos bebido demasiado. Nosotros… y el resto de los viandantes, que se quedaban mirándonos al oír mis risas descalabradas y el sonido contundente de la voz de mi compañero.

—¿Estás segura de que no quieres saber lo bien que me lo pasé con tu madre?

—¡Enrico!