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Mi hija no debería ser detective privada.
¡Por el amor de Dios!
¡Le falta un dedo!
*
*
Supongo que a todos nos ha pasado alguna vez en la vida. Enfrentarnos a uno de esos momentos en los que sabemos que debemos empoderarnos a pesar de lo mucho que nos arriesgamos a perder. Sí. Supongo que a todos nos ha pasado alguna vez y, casi siempre, ante situaciones en las que nos es imposible mirar a otro lado.
A día de hoy el modo en que vivo aquellos instantes es diferente. Me enfrento a ellos con la certeza de que supusieron el mayor de mis aprendizajes…, de mis avances. No obstante, segundos después de que todo hubiera pasado busqué de nuevo mi reflejo en un espejo para decirme a mí misma, a la cara, que había firmado una sentencia de muerte.
Todo comenzó con una breve llamada. Tan breve como las frases que pusieron en funcionamiento todas mis alarmas.
Salí pitando hacia el hospital Ruiz de Alda, temiéndome lo peor y con una extraña sensación de culpa pisándome los talones por haber dejado pasar tantos días sin visitar a Cristina. Para colmo, el señor Miedo y la dama de la Tristeza pugnaban por apoderarse, de nuevo, de mi pecho.
—¿Cómo está? —pregunté a Cisco, casi sin aliento, cuando me lo encontré en el pasillo.
—Pues…
—No ha sido nada —interrumpió mi padre, que acababa de emerger por la puerta de la habitación en la que estaba ingresada mi amiga.
«Mierda», dije para mis adentros. No quería verle allí, sobre todo teniendo en cuenta que había recibido la noticia de boca de alguien distinto a quien (en mi opinión) debería haberme avisado.
—Y si no ha sido nada, ¿por qué está ahí dentro y no durmiendo plácidamente en su cama?
La súbita tensión entre mi padre y yo casi podía cortarse a cuchillo en aquel momento y Cisco, que no parecía tener más ganas de emociones fuertes, decidió quitarse de en medio y dejarnos a solas.
—Voy a bajar a cenar algo, ahora que está dormida. —Avanzó unos pasos hacia la habitación y asomó medio cuerpo por la puerta—. ¿Vienes conmigo?
La voz de Bruno sonó afirmativa desde dentro. Ambos pasaron a nuestro lado y desaparecieron al fondo del pasillo al cabo de unos segundos. Me dije a mí misma que luego tendría que dar las gracias a Bruno por haberme avisado.
—Lo que le ha ocurrido a la chica forma parte de su proceso. Los quimioterápicos no solo afectan a las células cancerígenas, como bien sabrás.
Pues no, no lo sabía, pero como no pensaba admitirlo me limité a asentir.
—Su toxicidad sobre las células hematopoyéticas le ha provocado una aplasia medular bastante importante.
—¿Y eso es normal? —pregunté, anotando mentalmente todas las palabrejas que estaba soltando el gran doctor Tomás Levy, para luego dotarlas de significado gracias a Google.
—Es normal, hasta cierto punto. Puede que la vacuna lo haya intensificado, pero no podemos estar totalmente seguros.
En mi cabeza (tras la posterior visita a Google), aquellas palabras se tradujeron en que cabía la posibilidad de que el tratamiento milagroso, aquella última oportunidad para Cristina en la que todos habíamos depositado nuestras esperanzas, pudiera estar reventando la médula de mi amiga.
—Pero…
—La han transfundido esta tarde y, si en las próximas horas su cuerpo recupera la normalidad, mañana mismo le darán el alta.
Asentí levemente con la cabeza y, cuando di el primer paso hacia la habitación, mi padre me detuvo con sus palabras.
—Su cuerpo está demasiado cercano a la muerte. No creo que la paciente sea capaz de soportar el resto del tratamiento.
No fue lo que dijo, sino cómo lo dijo. Su tono de voz, el modo en que dio fuerza a cada una de las palabras importantes.
«Muerte».
«Paciente».
«Tratamiento».
Si aquello me lo hubiera dicho otra persona (un oncólogo, un hematólogo o, incluso, la señora del puesto de flores del hospital), me habría hundido en la más profunda de las miserias. Sin embargo, de boca de mi padre, antes de plantearme la posibilidad de tirar la toalla, debía analizar si lo que decía era para (siguiendo con su costumbre) mantenerme acojonada y a su merced o si, por el contrario, era simplemente la verdad.
—Papá… —Me volví de nuevo, sintiéndome extraña con la palabra «papá» entre los labios—. No importa cómo creas que está su cuerpo. Si tan cercano a la muerte se encuentra, ya nos da igual darle el último empujón o comprarle un ataúd. Continúa con lo que estabas haciendo, por favor. Puede que te sorprenda. Puede que ese cuerpo maltrecho aún no haya descubierto el espíritu de lucha de mi amiga.
Y por primera vez en mi vida… lo juro, POR PRIMERA VEZ EN MI VIDA, mi padre me miró a los ojos, asintió y dijo: «Lo que tú quieras, hija».
Cada vez estoy más segura de que hay determinadas parcelas de nuestra vida en las que las buenas sensaciones están avocadas a durar poco. En mi caso, aquel día llegué a tener la certeza de que todo lo relacionado con mi padre llevaba implícita la negación de la satisfacción.
—Mañana nos vemos, preciosa —susurré a mi amiga, que permanecía profundamente dormida y ni siquiera había advertido mi presencia.
Salí de su habitación con un pequeño nudo en el estómago después de habérmela encontrado con aquel gorro de algodón cubriéndole las calvas de la cabeza. No obstante, en el fondo, mi sensación era buena porque, minutos antes, mi padre había logrado sorprenderme.
No sé por qué, pero evité coger el ascensor y decidí bajar por la escalera. Si hubiese elegido otro camino…, si lo hubiera hecho unos minutos más tarde… o minutos antes, puede que me hubiera librado de todo.
Descendía planta tras planta con lentitud, dando vueltas a la única esperanza que me quedaba, pensando en la delicadeza y la gracilidad de Cristina (lo que se veía por fuera) y en su espíritu de leona (algo que solo sabíamos quienes la conocíamos). Ese espíritu era el que tenía que encargarse de acercar su cuerpo, de nuevo, a la vida. Ese aletargado espíritu que parecía haberse escondido tras un velo, que se negaba a salir a la superficie. Pero no todo estaba perdido. Ni mucho menos.
Iba yo pensando en mi tarro de los garbanzos cuando me pareció oír dos timbres de voz que, por nada del mundo, debían estar sonando en el mismo sitio.
—Déjame pasar, Tomás. Solo quiero saber cómo está Cristina —rogaba mi madre, con palabras que, en mis oídos, estaban teñidas de miedo.
Aceleré mis pasos y, al enfrentarme al siguiente tramo de peldaños, los encontré (¡¡¡juntos!!!) al pie de la escalera. Me detuve en seco y me aparté para evitar que me vieran.
—Después de tantos años y aún tiemblas cuando me tienes cerca —le soltó mi padre con desdén, aproximándose más y más a ella.
Asomé un poco la cabeza y la vi retroceder. Una vez más, presencié que mi madre cedía su espacio y cómo aquel hijo de la gran puta se apoderaba de él. Una vez más, sentía el impacto de los recuerdos en mi frente.
El día a día de mi niñez. Ora golpe, ora verbo.
Una nariz rota el día de mi cumpleaños.
«Que no se te ocurra salir de casa hasta que haya desaparecido eso».
Un desprendimiento de retina y un hombro dislocado.
«Si no fueras tan inútil, nada de esto habría pasado».
El aroma metálico de la sangre goteando, descontrolada, sobre el suelo.
«Sin mí no eres nadie, y lo sabes».
Una niñez de mierda en la que nunca faltaron los momentos íntimos a pie de cama o en el suelo, las horas y horas de susurros y arrepentimientos. Como esa gota de agua que se desprende del grifo constantemente y puede llegar a hacerte enloquecer.
«Eres el amor de mi vida. No volverá a pasar. Te lo juro».
Los asquerosos llantos llenos de lágrimas y de mocos, buscando el perdón.
Los muebles rotos, las puertas desencajadas, las vajillas hechas añicos y la piel de mi madre marcada durante semanas como huella inequívoca de lo sucedido.
—Déjame pasar, Tomás —le pidió mi madre, obligándose a alzar la voz y atreviéndose a avanzar.
Yo permanecía clavada en aquel escalón, sin terminar de comprender por qué estaba ocurriendo aquello. ¿Por qué me convertía, de nuevo, en espectadora de mi más temida pesadilla?
Las horas de encierro en el baño o en la terraza, en compañía del implacable frío del invierno…
—Ya no soy el mismo hombre —oí decir a mi padre con ese deje de falsa tristeza que tan bien recordaba de mi infancia.
—Me alegro, Tomás. Déjame pasar.
—Ada se ha convertido en una gran mujer… —Lo intentaba de nuevo; un tema distinto, con más probabilidades de atraer la atención de mi madre.
Yo, que observaba desde mi escondite, comencé a notar el bombeo de mi corazón golpeándome las orejas.
—Estoy muy orgullosa de ella —respondió mi madre, nerviosa—. ¿Me dejas pasar?
«¿Por qué no se da la vuelta y se marcha?», pensé por un momento. Pero enseguida llegó la respuesta: porque estaría cediendo otra vez, porque necesitaba reivindicarse frente a su férreo control.
—Pero debiste prohibirle dedicarse a lo que se dedica —añadió mi padre, afilando poco a poco sus palabras y sin atender la petición de mi madre—. Mi hija no debería ser detective privada. Tendría que haber estudiado para convertirse en una mujer de provecho. —Hizo una breve pausa—. Si no la hubieras alejado de mí, su apellido le habría abierto muchas puertas.
Sabía hacia dónde llevaba la conversación. Yo no había podido evitar cubrir con mi mano derecha el muñón de mi meñique izquierdo. Mi padre y yo habíamos abordado el tema, brevemente, el día de nuestro almuerzo. Yo no había querido darle detalles y Enrico se había asegurado de que así fuera.
—Tu hija es licenciada en Periodismo, Tomás, y tiene la vida que quiere. Es una mujer muy especial —respondió mi madre, recalcando las palabras «muy especial»— y no ha necesitado ni necesitará tu apellido para salir adelante —concluyó, con algo más de empaque en la voz.
—¡Por el amor de Dios! ¡Le falta un dedo!
Di un respingo ante aquel aumento de intensidad.
—Debías haberlo evitado —la regañó entre dientes.
Para mí estaba muy claro que aquel encuentro entre mi padre y mi madre no iba a acabar bien.
—Tomás, déjame pasar —lo intentó ella por última vez.
Un orgullo instantáneo se apoderó de mí cuando oí aquella seguridad en la voz de mi madre. Me asomé un poco más para verlos con claridad, con la esperanza de que lo malo ya hubiera pasado. Pero nada más lejos de la realidad.