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Marga se agarró el pecho con una mano.
Negaba con la cabeza insistentemente.
No quería creerse aquella verdad.
*
*
A aquellas alturas yo aún no había caído en la cuenta de que las horas que corrían veloces aquel día pertenecían a un viernes 13. La tarde se había revelado fría y ventosa, y unos amenazadores nubarrones auguraban pasarlo todo por agua. Aun así, acudí en moto a mi cita, por lo que pudiera pasar.
Pese a haber aparcado en la zona trasera accedí al centro comercial por la misma entrada que siempre solía usar. Aquel era el único modo que había encontrado para no desorientarme en el interior del Neptuno, una gran superficie no demasiado extensa pero cuya estructura interna, simétrica, angosta y homogénea, siempre había jugado malas pasadas a mi retentiva visual. Sí, lo confieso, mi orientación espacial es nula, así que si quieres gastarme una buena broma méteme en un aparcamiento de los grandes y, en lugar de dejar que vaya directa a por mi coche, pídeme que cierre los ojos y dame tres o cuatro vueltas. Puede que acabe saliendo, pero no sobre cuatro ruedas.
—¿No podía haber escogido otro sitio? —me quejé entre dientes.
Avancé por el primer pasillo que encontré a mi derecha y, cuando desemboqué en el pasillo central, me dirigí hacia la cafetería. Me senté fuera del local, a una de las mesas más cercanas a los servicios, tal como se me había indicado.
«Las seis», leí en la esfera del extraño reloj futurista que Enrico me había regalado.
«Las seis en punto».
Mientras aguardaba no pude evitar regresar a la noche anterior.
Minutos después de haber terminado de leer la carta de Marga sentí curiosidad por comprobar en qué estado se encontraba, así que me puse a ver las grabaciones de las cámaras que Enrico había colocado semanas atrás para controlar el descansillo del piso.
«Chica lista», pensé al localizarla en las imágenes grabadas desde la mirilla de la puerta. Marga sabía perfectamente dónde estaba situada la vigilancia y había decidido utilizarla a su favor.
C.C. NEPTUNO, A LAS 18.00 EN LA CAFETERÍA.
OCUPA UNA MESA CERCANA A LOS SERVICIOS.
VEN TÚ SOLA.
La nota apareció primero en escena y permaneció inmóvil unos diez segundos. A continuación el papel desapareció del plano y pude ver al fin el inconfundible rostro de Marga. Se había cortado el pelo. También se lo había oscurecido. Pero sus ojos, aunque marcados por un extraño sentimiento, seguían siendo sus ojos.
Finalmente mostró el paquete y desapareció.
«Sabía que yo recurriría a las grabaciones», dije para mis adentros. ¿Por qué si no lo había hecho así? Habría bastado con meter la nota en el mismo sobre, junto con su extensa carta.
Aunque…
¿Y si Marga estaba regalando esa parte al azar?
Ella arriesgaba demasiado citándose conmigo. Acarreaba en su espalda el peso de una orden de detención y el corazón roto de la inspectora de policía que debía apresarla. Y yo, ambas lo sabíamos, estaba del lado de Andrea. Siempre lo había estado, pese a todas mis reservas.
Sí. Marga arriesgaba demasiado y quizá prefirió que nuestra cita no dependiera totalmente de ella. Le había regalado una parte de la decisión al mismísimo destino.
—Gracias por venir.
Su dulce voz me llevó de vuelta a la cafetería del centro comercial. Cuando mis pupilas la enfocaron me encontré a una chica extremadamente delgada (su peso había menguado mucho desde la última vez que nos vimos), ataviada con vaqueros anchos y una sudadera gris inmensa. Sus ojos quedaban ocultos tras unas RayBan de cristales claros y se cubría la cabeza con una gorra negra.
—¿Te encuentras bien? Tienes mal aspecto. —No pude evitar cierta preocupación por ella.
—¿Es cierto lo de Gonzalo?
Su pregunta me pellizcó la garganta. Su voz sonaba quebrada y su barbilla había quedado tatuada con el reflejo de un puchero.
Asentí apenas.
—Su abogada dice que no estaba muy bien de ánimo —le expliqué, sin saber exactamente por qué le contaba aquello. Era yo quien había acudido a la cita en busca de información. Pronto habría acabado todo.
—No me lo creo. No me creo que él matara a la abogada. Gonzalo es… era una buena persona. —Marga se aceleraba al hablar—. Ha sido una trampa. Estoy segura. Ha sido una trampa.
Sus puños permanecieron plegados, con los brazos aferrados con fuerza a los costados. Sus labios vibraban a causa de la rabia.
—Marga, no ha habido ninguna trampa. Las huellas de Gonzalo estaban por todas partes, había restos de sus epiteliales en las uñas de la abogada y… y él lo confesó todo. —Dudé por un instante si continuar, pero necesitaba que Marga hablara y no se me ocurría otra forma de conseguirlo, salvo contándole la verdad—. Beatriz te había descubierto. No sé cómo, pero lo había hecho, y pensaba desenmascararte. Gonzalo quiso evitar que tu identidad saliera a la luz antes de tiempo.
Marga se agarró el pecho con una mano y dio un paso atrás, como si hubiera recibido el impacto de una bala y estuviera sangrando a borbotones por dentro.
Negaba con la cabeza insistentemente.
No quería creerse aquella verdad.
Por un momento pensé que acabaría dándose la vuelta para marcharse. Pero no lo hizo. Se recompuso como pudo, agarró una silla, la movió unos centímetros y se sentó frente a mí.
—Dos cafés con leche, por favor —pidió al camarero que acababa de servir una de las mesas cercanas.
A continuación se quitó las gafas y me miró fijamente. Sus pómulos parecían mucho más marcados y sus ojos, hundidos en el hueco de la frustración, habían perdido parte del brillo que recordaba en ellos. En aquel rostro apenas quedaba un reflejo de la Marga que había conocido.
—Nada de esto tenía que haber pasado —dijo—. Todo tenía que haber terminado el 26 de septiembre, coincidiendo con el día que mi madre murió.
Regresando a la noche del día anterior, justo después de haber visto las grabaciones, llamé a Andrea para dejar en sus manos cualquier posible decisión.
—¿Y si dice la verdad? ¿Y si es cierto que dentro de esa caja maldita están las pruebas que demuestran que su madre no murió de forma accidental? —pregunté a la inspectora.
No podía evitar pensar en Lucía Lugo, aquella pobre mexicana a la que el sueño de convertirse en top model le había costado demasiado caro. Engañada, obligada a vender su cuerpo y, cuando por fin había logrado sentirse libre, alguien decidió quitarle la vida con una sobredosis de heroína. La sociedad consideró su muerte como la de una yonqui más y, demasiado pronto, la olvidó.
—Ya nos la jugó una vez, Ada. ¿Quién dice que no intenta hacerlo de nuevo? —Las palabras de Andrea salieron más impregnadas de resentimiento que de desconfianza.
—¿Y qué gana ella con todo esto? Se arriesga a que la detengas —contraataqué sabiendo que, en esa ocasión, yo llevaba razón—. Podía haberse marchado sin más, ¿no crees?
La conversación enmudeció unos minutos. Andrea se levantó de la silla y comenzó a moverse por mi cocina como si estuviera en su casa, cosa que me agradó. Cogió dos tazas y un par de cápsulas de café, la leche del frigorífico y las cucharillas del cajón de los cubiertos. Inició así una tregua de tres minutos en la que el silencio de nuestras voces obtuvo el consuelo del sonido del microondas, primero, y de la máquina de café, después. Unos terrones de azúcar zambulléndose en el líquido rico en cafeína de Andrea y sendas cucharillas golpeando las gruesas paredes de las tazas.
—No puedo creer que vaya a decirte esto —comentó al fin la inspectora, tras dar su primer sorbo de café con leche.
—Desembucha —le pedí.