49
No estaba bien.
No lo estaba en absoluto.
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Martes, el día de la muerte.
—¿Estás bien? —me preguntó Marga cuando me senté frente a ella en aquella mesa junto a la ventana—. Pareces contrariada.
Creo que la palabra exacta distaba mucho del adjetivo «contrariada». Ni siquiera creo que «sorprendida», «dolida» o «indignada» pudieran servir para reflejar lo que sentía en aquel momento.
—Sí, tranquila. Estoy bien. Es solo que la visita de mi madre parece haber complicado un poco las cosas —le dije disimulando.
Pero no estaba bien.
No lo estaba en absoluto.
No, después de todo lo que me había encontrado la pasada noche. Por mucho que lo intenté, por mucho empeño que puse en escuchar a Marga con naturalidad y de una forma cercana para hacerla sentir bien, no logré separar mi mente de lo ocurrido la pasada tarde, poco después de haber encontrado aquel sobre en mi buzón.
Antes de abrirlo decidí acompañar a mi madre a casa de Enrico para que pudiera acomodarse. De camino hacia allí llamé por teléfono a Andrea para contarle que teníamos una nueva pista espontánea, pero, tras dos intentos, supuse que no estaba de humor para nada.
—Mi madre ha venido por sorpresa a pasar unos días con nosotros, así que voy hacia tu casa con ella —comenté a mi compañero por teléfono mientras hacía un gesto con la mano para llamar a un taxi en la Gran Vía—. No. No va a dormir contigo. Ella a mi dormitorio y yo al sofá —respondí tajante al oír su broma—. Y prepárate porque tenemos nueva entrega de la historia de «la pequeña Lulú», y esta vez Manuela nos debe una buena explicación.
Mi cabeza se puso a funcionar a mil por hora mientras mi madre parecía no entender nada de lo que estaba ocurriendo. Se limitó a mirar al frente en el taxi y en cuanto llegamos a la casa de Enrico nos dio vía libre para que saliéramos los dos pitando.
—No me gusta cómo la miras —le dije a Enrico cuando nos subimos al mismo al taxi, que se había quedado esperando.
—¿Cómo la miro? —me preguntó fingiendo sorpresa.
—Como si quisieras comértela —le espeté muy seria, pese a saber que, si querían volver a liarse, mi opinión era lo de menos.
—¿Me dejas ver las fotos?
Un giro acertado en la conversación. Le entregué el sobre para que examinara su contenido.
Leyó en voz baja la nota, similar a las anteriores, pero mucho más inquietante: «Mañana, antes de que el reloj dé las doce de la noche, la caja se abrirá y desvelará sus secretos».
¿Cómo iba a abrirse la caja si era yo quien llevaba la llave encima? ¿O es que no tenía nada que decir? ¿Tan planificado estaba nuestro paseo por el laberinto?
—Así que esta es «la pequeña Lulú» —dijo mirando con atención las fotos—. Ahora empiezo a comprender algunas cosas.
Enrico permaneció en silencio unos segundos.
—Mañana es 26 de septiembre —comentó al cabo.
Asentí con la cabeza. Los dos teníamos muy presente aquella fecha: fue el 26 de septiembre de 1992 cuando la Mexicana apareció muerta en un callejón del Realejo.
Llegamos a la Chana en menos de diez minutos. Manuela vivía en la zona más antigua del barrio, la que aún conservaba casas bajas y calles estrechas.
—Es aquí —me indicó Enrico.
Una vivienda modesta de una sola planta con rejas verdes en las ventanas y una puerta metálica del mismo color. Su fachada limpia y bien cuidada contrastaba enormemente con el aire viejo y gris de aquellas callejuelas. Al pulsar el botón del timbre su sonido cascado me sobresaltó.
Aguardamos en la acera, con la certeza plena de que nadie iba a abrirnos la puerta.
—Manuela, abra —dije en voz alta al cabo de unos segundos—. Queremos hablar con usted sobre la pequeña Lulú.
Nos pareció oír algo dentro, pero no obtuvimos respuesta.
—Dame el sobre —pedí a Enrico.
Hurgué en el interior hasta localizar la foto que nos había llevado hasta allí. La saqué y la hice pasar bajo la puerta.
—Manuela, creo que ha llegado el momento de que nos cuente quién fue Lucía. —Esta vez había hablado Enrico.
Oímos el sonido de unas llaves, el roce de una de ellas al avanzar en la cerradura y su giro hasta acabar abriendo la puerta. Manuela apareció al otro lado, vestida con ropa de andar por casa y con los rulos puestos.
—¿Iba usted a algún sitio? —pregunté al verla aparecer así.
—He quedado para ir al cine con unas amigas. —Sonó a respuesta improvisada—. Adelante.
La seguimos por un pasillo sumamente estrecho, flanqueado por puertas cerradas, hasta un salón de tamaño y mobiliario modestos. Las paredes estaban salpicadas de cuadros que enmarcaban imitaciones baratas de pinturas famosas y las estanterías estaban atestadas de libros. Literatura clásica y contemporánea, grandes nombres del siglo XX y best sellers del siglo XXI compitiendo por el espacio.
—¿Le gusta la historia del arte, Manuela? —pregunté al ver un estante lleno de publicaciones con esa temática—. «Historia de la crítica de arte, Arte y percepción visual, Introducción al arte occidental del siglo XIX»… —leí en voz alta.
—Son de mi hija. Se licenció en Historia del Arte —respondió algo inquieta.
—¿Esa hija que se ha ido a estudiar fuera con una beca?
—La misma.
Su voz sonó algo más calmada, como si se hubiera dado cuenta de que estaba tratando de incomodarla.
—Bien… —Abrí el sobre y extraje la primera foto—. ¿Podría decirme quién es esta mujer?
—No la conozco.
Mentira. Su cara y sus manos la estaban delatando.
—Y si no la conoce… ¿por qué están usted y ella juntas en esta otra foto?
Saqué la siguiente instantánea. Una imagen a caballo entre el blanco y negro y el color, hecha con una Polaroid de la época. Manuela la observó con ternura, como si acabara de recuperar miles de recuerdos en unos segundos. A continuación se removió en el asiento y se limitó a responder que su nombre era Lucía, una chica mexicana con mala suerte.
Yo me había quedado inmersa en la primera imagen. No dejaba de sorprenderme el enorme parecido entre la prostituta de nombre Lucía y de procedencia mexicana, con La chiquita piconera de Julio Romero de Torres. Ojos grandes y castaños, profundos y brillantes, en contraste con unos labios pequeños y acorazonados. Nariz corta y recta y barbilla coqueta culminada por un hoyuelo modesto. Pelo negro, lacio, recogido en un voluminoso moño. Una pura sangre de principios de siglo que bien podría haber pasado por la abuela de nuestra prostituta muerta. Por supuesto, aquello era simplemente fruto de mi dilatada imaginación, como cuando vas paseando por la calle y, al oír un timbre de voz o ver la cara de alguien, te transportas al recuerdo de otra persona. Aunque sí supuse que aquellos rasgos, cargados de juventud y cierta melancolía, fueron los que habían acabado prendando al abogado.
—¿Cuánto tiempo duró la relación entre Fernando Castellano y Lucía? —preguntó Enrico, que se mostraba ante Manuela con mucha más urgencia y gravedad que yo.
Aquella mujer dudó unos segundos, como tratando de decidir si hablar o si librarse de nosotros para poder continuar arreglándose el pelo. Su cara era redonda, de rasgos cercanos, y unas finas arrugas recorrían las comisuras de sus ojos y de su boca.
—Casi cinco años —respondió al fin—. Se conocieron meses antes de que él se casara con Mercedes Sáez-Castillo —añadió.
No te quiero ni contar lo que se me pasó por la cabeza cuando Manuela reveló aquello. Habían mantenido una larga relación a espaldas de su mujer y…
—Se conocieron por medio de su suegro, por decirlo de un modo elegante.
—¿Cómo? ¿Se refiere al padre de doña Mercedes?
—Sí —afirmó—. Aquel señor «respetable» solía celebrar los triunfos del bufete en pisos de alterne del centro de la ciudad. Era un asiduo de la calle San Jacinto y le encantaba probar a las jovencitas recién importadas. Hizo una excepción con Lucía y se la cedió a su futuro yerno.
Según la versión de aquella mujer, Lucía y Fernando se conocieron en 1988, cuando la Mexicana estaba recién llegada a España. Por aquel entonces era solo una chiquilla asustada y Fernando, que no tenía alma de putero, se apiadó de ella. Desde un principio el objetivo del joven abogado fue desmantelar aquel piso por vía judicial y devolver a la chica a su país. Sin embargo, la tarea acabó siendo imposible porque no encontró colaboración entre las cautivas, ni siquiera por parte de la propia Lucía. No obstante, él no cejó en su empeño y acudía al burdel cada semana para pagar por la Mexicana y, así, poder pasar largas horas hablando en la intimidad de su cuarto. Según nos contó Manuela, Fernando no le puso las manos encima ni una sola vez durante los primeros meses y se encargó de que Lucía tuviera todo lo que necesitaba, incluso ayuda sanitaria, cuando no había podido evitar que algún cliente pagara por sus servicios y la dañara.
—¿Por qué Lucía no colaboró con el abogado? Lo habría tenido fácil para regresar a casa, ¿no cree? —pregunté atónita después de que Manuela nos hablara de la reticencia de la joven a dar sus datos reales.
—¿Por qué muchas mujeres violadas no denuncian las agresiones? —fue la respuesta de la mujer—. Miedo, vergüenza… Aquella niña se escapó de su casa, del abrigo de una buena familia, porque soñaba con convertirse en una modelo internacional. La chiquilla no soportaba la idea de mirar a su padre a los ojos y contarle la verdad. Estaba convencida de que se merecía todo lo que le estaba pasando por haberle mentido a él y a su madre y haberlos abandonado dejando una simple nota sobre la cama.
Continuando con el relato de Manuela, los meses pasaron y los intentos por cerrar aquel piso resultaron inútiles. Sin embargo, la devoción de Fernando por Lucía no mermó ni un ápice. Poco a poco la chica dejó de añorar su país, hasta que un buen día decidió que el único lugar en el que quería estar era al lado de Fernando. El abogado compró una casa para sacarla del ambiente en el que estaba obligada a vivir y se propuso abandonar a su novia para casarse con la Mexicana.
—¿Qué ocurrió entonces? —pregunté intrigada cuando Manuela se encontraba inmersa en aquel punto de su narración.
—Pues que, por primera vez, salió a relucir la cobardía de Fernando —respondió ella, y pude ver en su cara un leve tinte de rabia—. Su futuro suegro había estado al tanto de todo y, como se negaba a perder a un yerno de su talla, heredero de la firma Castellano y un futuro muy rentable para su hija, había decidido hacía meses cubrirse las espaldas contratando a un detective para que lo siguiera y elaborara un reportaje gráfico completo sobre su relación con la casa de putas de San Jacinto. Lo amenazó con hacer público todo el material a menos que continuara con el proyecto de vida que había iniciado con su hija. Y por eso, por cobardía, por no manchar el buen nombre de su familia, él continuó con su proyecto de vida y Lucía regresó a su puesto en la calle San Jacinto.
En La Qarmita, Marga continuaba hablando de Andrea y de lo mal que se sentía por cómo habían terminado las cosas. Me contaba que había decidido respetar los deseos de la inspectora y que iba a dejarla tranquila.
—Ayer, cuando fui a verte, estuve a punto de renunciar a todo y quedarme aquí con ella —me dijo—. Por un momento creí que podríamos apañárnoslas. Las dos somos fuertes y, juntas, seguro que habríamos sido capaces de superar cualquier bache. —Me miró con una leve sonrisa en los ojos—. No me importaría seguir haciendo trabajos mal pagados si ella estuviera a mi lado, pero…
Mi mente era incapaz de estar allí, con ella, al cien por cien. Estaba atrapada en una especie de nebulosa, anclada en la conversación con Manuela y en la historia de Lucía.
—¿Cuándo se quedó ella embarazada y cómo les afectó a ambos?
Aquella había sido la gran revelación, el motivo por el que Enrico y yo tuvimos el deseo acuciante de hablar cara a cara con Manuela. Una foto de familia en la que aparecían Fernando, Lucía y un pequeño bebé en brazos del abogado. Aquella instantánea se mostraba ante nuestros ojos cargada de felicidad y de esperanza, y nos hizo descubrir que la pequeña Lulú no era una puta muerta, sino una cría que había perdido a su madre siendo muy pequeña y que había tenido que crecer con un padre oculto entre las sombras.
—Lucía se enteró de que estaba encinta un mes después de que Fernando y Mercedes se casaran. La noticia la destrozó porque no sabía cómo iba a hacerse cargo de un crío teniendo la vida que tenía. Cuando me dijo que iba a abortar, no me lo pensé dos veces y fui a hablar con Fernando.
El abogado y la Mexicana retomaron su relación a espaldas del resto del mundo y solo se atrevían a vivir su amor entre las paredes de la casa en la que nos encontrábamos en aquel momento. Intentos de escapada truncados por la debilidad del abogado, idas y venidas de Lucía al piso de San Jacinto, alguna que otra paliza por parte de clientes poco respetuosos con el «género»… Una vida muy dura en la que la única que parecía tener todas las de perder era la pequeña Lulú, a quien su madre llamaba así deseando que su hija aprendiera a ser tan fuerte y tenaz como la protagonista del tebeo. En definitiva, el relato de Manuela parecía una complicada montaña rusa cargada de alegrías y tremendas decepciones, una atracción de feria en la que la propia Manuela acabó convirtiéndose en el vagón de cola, aquel al que Lucía siempre acudía cuando todo fallaba en busca de desahogo y comprensión.
—¿Y cómo se conocieron ustedes tres? —preguntó Enrico, dirigiendo el interrogatorio hacia el verdadero motivo de la visita.
La mujer se levantó de su asiento y se acercó a una de las estanterías para coger un tomo de color rojo con aspecto de álbum de fotos. Lo abrió y lo ojeó en silencio, como si, por un instante, se hubiera olvidado de nosotros. Un reloj de pared al otro lado de la sala marcaba puntualmente los segundos y el sonido lejano de los coches circulando por la Carretera Antigua de Málaga indicaba que estábamos acercándonos a alguna hora punta.
No sé cuánto tiempo después, Manuela dio media vuelta y regresó a su sitio entregándome el objeto que había estado mirando. Al abrir aquel álbum me quedé impresionada con el contenido. Era un libro de familia. Una extraña familia, pero una familia al fin y al cabo. Página tras página de aquel tomo cargado de recuerdos pude conocer los rostros de muchas de las chicas que habían trabajado en el piso de la calle San Jacinto.
—Ahí estamos la Mexicana y yo, un par de meses después de su llegada —me explicó cuando di paso a una foto en la que dos chicas sonrientes hacían poses sobre una cama—. Fue muy difícil hacerla sonreír de nuevo.
—¿Usted también ejerció en el piso? —quiso saber Enrico.
—Un piso de putas da mucho trabajo, y no me refiero solo al oficio del sexo. Yo limpiaba varios en aquella zona. Lucía y yo nos hicimos amigas desde el principio, y Fernando…, bueno, Fernando me caía bien porque se portaba con dulzura con mi pequeña mexicana.
—¿Tú qué harías, Ada? —me sondeó Marga, sacándome de mis recuerdos y llevándome de regreso a la cafetería—. Dime qué harías, por favor.
Cuando regresé al aquí y ahora de La Qarmita tuve la sensación de haberme perdido gran parte de su discurso. Hice un esfuerzo y analicé su pregunta buscando la respuesta más adecuada. Mientras, asistí al momento en que la camarera retiraba nuestras tazas y las depositaba sobre la barra. Un extraño nerviosismo se apoderó de mí.
—Otro par de cafés, ¿verdad? —dije con la vista fija en las que habían sido nuestras tazas.
Marga respiró un breve silencio antes de contestar y me miró expectante, con sus grandes ojos del color del caramelo.
—Sí…, claro —respondió—. ¿Y bien? ¿Tú qué harías?
La camarera regresó tras la barra para preparar nuestros cafés. La Qarmita estaba extrañamente desierta a aquellas horas de la mañana y, pese a la escasez de estímulos, me resultó complicado centrarme únicamente en la ruptura de Andrea y de Marga.
—Hay veces que es mejor silenciar la razón para escuchar al corazón —dije a modo de respuesta improvisada.
—Eso es lo que más miedo me da, Ada, escuchar a mi corazón —añadió ella.
«Eso es lo que estoy viendo, y me gustaría descubrir por qué», pensé mirando a Marga y sin poder evitar, una vez más, que mi mente volara hacia mis recuerdos, a escasas diez horas atrás, cuando de repente todo cambió.
Mientras conversábamos con Manuela recibí una llamada de Beatriz Lorca.
—Disculpadme un segundo.
Salí al pasillo antes de responder al teléfono.
—Hola, Beatriz —la saludé—. Sí, te he llamado, pero se ve que no estabas disponible. Me gustaría reunirme contigo a última hora de la tarde.
Cuidé mucho el volumen de mi conversación con la abogada para evitar que Manuela supiera con quién y sobre qué estaba hablando.
—Sí, creo que puede darme tiempo. En torno a las siete nos vemos en la fundación.
Estaba justo al lado de la puerta de la entrada cuando colgué el teléfono y, sintiéndome a salvo de la mirada y el oído de Manuela, decidí abrir algunas de las puertas que flanqueaban aquel angosto pasillo.
Un dormitorio de matrimonio. Un cuarto de baño con sanitarios típicos de los años ochenta y con el grifo del lavabo goteando. Una cocina con muchos años de asados y pucheros y…
«Aquí está», pensé.
—Sí, sí, por supuesto —dije en voz alta para que pareciera que aún seguía al teléfono.
Abrí del todo aquella puerta y me adentré en el que había sido el dormitorio de la pequeña Lulú. Ninguna foto de la niña de la Mexicana. Solo merchandising de la protagonista de los tebeos y una extraña mezcla de objetos con aroma a historia que, supuse, había ido regalando Fernando Castellano a su hija.
«Aquí has estado todo este tiempo», susurré en mi interior, tocando los delgados lomos de aquella colección de tebeos de La Pequeña Lulú que la editorial mexicana Novaro había comercializado en nuestro país.
Sin pensarlo dos veces cogí el tebeo que estaba en el extremo y me lo metí debajo de la camiseta. Luego cerré la puerta tratando de no hacer ruido y regresé al salón, donde Enrico y Manuela habían continuado con la historia.
—Después de la muerte de Lucía, Fernando me pidió que me hiciera cargo de la niña. Él siempre pensó que, si se descubría su existencia, su destino acabaría siendo como el de su madre.
—Pero ¿acaso Lucía no murió por una sobredosis? —pregunté incrédula—. ¿Cómo podía saber Fernando que su hija acabaría cometiendo los mismos errores?
—No, chica, no. Mi mexicana no murió por una sobredosis. Ella jamás consumió drogas —dijo Manuela con la voz cargada de seguridad—. A mi mexicana la mataron.
Marga y yo nos despedimos en torno a las once y media de la mañana de aquel fatídico martes. Ella se marchó antes de La Qarmita, prometiendo que me llamaría para despedirse. Yo me quedé sentada a la misma mesa, con la excusa de estar esperando una llamada importante.
Cuando la vi desaparecer por la puerta de la calle esperé unos segundos antes de sacar la bolsa para congelados que llevaba guardada en la mochila. Cogí la taza en la que Marga se había bebido el café con la ayuda de una servilleta y la introduje en un saquito de plástico, lo cerré y lo guardé en uno de los bolsillos interiores.