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No puedes volver a hacerte chiquitita, Ada.

Recuerda el elefante y su estaca.

Recuerda el sueño.

*

*

Escogí un lugar desconocido para mí en el centro de la ciudad. Un sitio cualquiera, libre de emociones y sentimientos. Sin recuerdos asociados… Sin buenos o malos momentos. De estilo moderno, con asientos de cuero beis y mesas color wengué. Con cristaleras separando espacios y delantales kilométricos cubriendo las piernas de los camareros.

Mi padre llegó puntual. Yo llevaba sentada un rato a una de las mesas, con una perfecta visión de la longitud del restaurante, y cuando le vi aparecer noté que, antes incluso de haber cruzado la puerta, ocupaba el local con su presencia. El mentón elevado y la espalda tiesa, su clásica postura altanera, capaz de hacer dudar hasta a la más segura de las personas. Vestía traje de chaqueta, con la corbata bien anudada al cuello. Sentí calor al verle tan correctamente cubierto con el intenso sol que reinaba aquel martes de mediados de septiembre.

Cuando me localizó desde la entrada se limitó a saludarme con la mano y a hacerme un gesto de espera. Asentí con cierto nerviosismo y enfadada conmigo misma porque estaba volviendo a sentirme muy pequeñita. Me miré las manos y no pude evitar recordar aquel sueño en el tren, el instante onírico en el que estas habían vuelto a ser las de una niña con una infancia de mierda.

Por un momento perdí el contacto visual con la entrada del restaurante. Un grupo de tres personas se ponían de acuerdo para sentarse a una de las mesas y el camarero servía la comanda en otra de ellas. Cuando se despejó mi línea visual descubrí a mi padre besando en los labios a una mujer joven. Tacones de vértigo, tobillos esbeltos, falda de tubo y camisa blanca. Cabello caoba recogido en una trenza larga y rostro de rasgos angulosos. Aquella mujer era una belleza.

«Rondará los cuarenta», me dije, pensando en que más que la esposa de mi padre parecía mi hermana.

Cuando comenzaron a avanzar hacia mí la escasa seguridad que aún tenía se vino abajo. La mujer también parecía algo nerviosa, pero supuse que la causa no era mi padre sino mi presencia.

—Hola, hija.

Tras su saludo se inclinó para darme un breve beso en la mejilla. Me estremecí con aquel contacto, y con el olor que desprendía su cuerpo y que me recordaba tanto al pasado.

—Te presento a Elisabeth, mi mujer.

Las dos nos miramos a la vez y al detenerme en sus ojos me di cuenta de que ambas estábamos enfrentándonos a una situación delicada. Yo no habría sabido nada de ella si no me hubiera enterado por boca del padre de Cristina. ¿Le habría ocurrido a ella lo mismo? ¿Mi existencia había sido una sorpresa o una realidad incómoda? No supe responder a mis preguntas, pero sí que me llamó la atención un pequeño detalle: tanto ella como yo parecíamos despojadas de nuestras almas en presencia de mi padre.

—Encantada de conocerte, Elisabeth.

Me acerqué a ella y le di dos besos, notando cierto temblor en mis rodillas.

«No puedes volver a hacerte chiquitita, Ada», me dije para mis adentros.

«Recuerda el elefante y su estaca».

«Recuerda el sueño».

«Ya te has hecho mayor, así que utiliza esa fuerza que te ha dado la experiencia», me ordené.

Por desgracia, los sueños y la realidad muchas veces están unidos por distancias insalvables. Y aquella resultó ser una de esas muchas veces. Tras los saludos iniciales, ocupé de nuevo mi silla sintiéndome obligada a hacerlo.

No quería estar allí.

No quería ser espectadora de primera fila de la fascinante vida de mi padre.

No quería sufrir los golpes secos y dolorosos de mis recuerdos.

—¿Estás bien, hija? —preguntó Tomás Levy como quien está viviendo una escena tan sana como cotidiana.

Hice un gesto de asentimiento, pero permanecí en silencio. Llevaba un rato con una extraña sensación, como si las paredes de mi estómago hubieran decidido encogerse, como si quisieran vomitar aquella escena y, con ella, la poca entereza que me quedaba en las entrañas.

—Estoy…

Interrumpí mi frase al ver aparecer por la puerta del restaurante el mágico atajo entre los sueños y la realidad. Un apoyo. Una bomba cargada de seguridad. Te juro que aún no sé cómo supo que iba a encontrarme allí, pero lo que sí sé es que se lo agradeceré toda la vida.

—Estaba esperando a mi compañero —dije sin disimular la alegría que acababa de asomar a mi rostro y haciéndole un gesto para que se acercara—. Papá, Elisabeth, este es Enrico. Mi socio y mi mejor amigo.