42
No dije nada.
Tenía un nudo en la garganta que me lo impedía.
*
*
*
El viernes, en general, fue un día intenso. Tras nuestra reunión a tres bandas en torno a aquel ejemplar de periódico de 1992, nos separamos para atender, cada uno, nuestras obligaciones. Andrea se fue directa a la comisaría para intentar averiguar todo lo posible antes de empezar su turno; Enrico regresó al barrio de la Chana, en el que vivía Manuela, para acercarse a aquella mujer que, pese a no querer soltar prenda, era evidente que sabía algo, y yo salí a la calle con un objetivo claro en mente: coordinar, de la mejor forma posible, el cumpleaños de Enrico a la vez que me encargaba de averiguar lo que necesitaba en torno a aquel artículo.
—¡Hola, Rafa! ¿Te pillo muy mal?
Rafa había sido compañero de carrera y uno de mis amigos entrecomillados en el pasado. Era un fiera en la cama, y el simple hecho de oír su voz me hizo sentir un inquietante calor en la entrepierna.
—Vaya, vaya… Ada Levy. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué ha sido de ti desde aquella noche en la que me dejaste plantado en pelotas en aquel hotel de Zaragoza?
«Ups».
Ya ni me acordaba de aquello. Una de esas veces en las que un chico había comenzado a hacerme tilín y yo había acabado saliendo por patas. Y lo curioso es que había sido mucho antes de mi primer desengaño amoroso, mucho antes de que hubiera decidido protegerme el corazón de esa manera tan extraña. «Puede que yo sea un caso perdido como mi madre, y ya está», ironicé en mis pensamientos.
Lo mío con Rafa no había sido algo demasiado especial. Habíamos terminado los exámenes y teníamos una semana antes de comenzar las prácticas, así que decidimos pasar unos días juntos en Zaragoza con el objetivo de conocer la ciudad y su historia. Al final, la única historia que conocimos fue la de las cuatro paredes que rodeaban la cama de nuestro hotel. No recuerdo muy bien qué fue lo que rompió la magia libidinosa en la que nos habíamos sumido, si fue una mirada o alguna frase del tipo «ojalá pudiéramos disfrutar de este momento el resto de nuestros días». No lo sé, pero lo cierto es que una mañana, de repente, sentí la necesidad de vestirme y largarme de allí, cargando con mi antigua mochila y dejando atrás los cuatro modelitos que me había llevado para impresionarle.
—Ehm… ¿Serviría de algo que te pidiera perdón ahora?
—Bah, déjalo. ¿Qué necesitas?
—¿Cómo sabes que necesito algo?
—Porque te conozco lo suficiente para saber que si no necesitaras algo jamás me habrías llamado —dijo Rafa, dándome un guantazo con sus palabras.
«He sido una cabrona durante mucho tiempo», dije para mis adentros, pensando en ese prototipo masculino del que siempre se habían quejado las mujeres y al que, durante una buena etapa de mi vida, me había parecido demasiado.
—¿Sigues trabajando en El Ideal? —pregunté. No iba a renunciar a obtener aquella información por muy hija de puta que hubiera sido en el pasado—. Tengo un artículo de 1992, y me gustaría saber si guarda relación con alguna muerte inesperada.
Le di todos los datos sobre el artículo. Por suerte, Rafa no era un tipo rencoroso y prometió enviarme un e-mail en cuanto hubiera averiguado algo.
Mi siguiente llamada fue mucho más delicada que la anterior.
—Carmina, ¿estás sola? —pregunté a la sobrina de Enrico.
—Sí. Voy de camino al cole para recoger a las niñas, hoy no podía hacerlo Sebastián —me explicó ella.
—Tengo que comentarte algo importante. He estado hablando con Óscar y ambos pensamos que estaría bien darle una sorpresa a Enrico incluyendo nuevos postres en la carta.
—¡Ni hablar! Sé por dónde vas, y por ahí sí que no paso —me soltó con su contundente tono de voz sin permitirme que le explicara lo que tenía que decirle.
La conversación se prolongó un buen rato, en el que pude comprobar lo tremendamente inflexible que podía llegar a ser la sobrina de Enrico. Por suerte, Carmina tenía una gran debilidad: sus niñas.
—Ni siquiera has querido escuchar la idea que ha tenido Óscar. Estoy segura de que te va a encantar —lo intenté una última vez—. Y a las mellizas mucho más.
Cuando colgué el teléfono estaba agotada. ¿Cómo era posible que incluir unas simples tortitas en el menú de La Napolitana estuviera resultando una tarea tan difícil?
—Óscar, prueba superada. Damos por buena la nueva carta y la enviamos a imprenta. Habría que recogerla mañana por la mañana… ¿Podrás?
—Sin problema.
Óscar y su parquedad en palabras. Si, por avatares del destino, aquel chico soltara más de veinte polisílabos al día, probablemente acabaría teniendo agujetas en las cuerdas vocales.
Aquella tarde los habitantes de la colina del Palomo no fueron más amables que en mi primera visita.
—Creo haberte dicho que te largaras de nuestras casas.
«Mierda de mala suerte», pensé cuando me di cuenta de que había ido a dar con el hombre que llevaba un mono de mecánico la vez anterior. Aunque su aspecto era algo diferente, pues vestía ropa limpia y desprendía cierto aroma a colonia.
—Le aseguro que no pretendo molestar, solo quiero saber si notaron algo extraño los días previos a la desaparición del cadáver. Prometo no hablar de esto con la policía.
Me acababa de salir el tiro por la culata. Con la frase «Prometo no hablar de esto con la policía», lo único que había pretendido era calmar los humos de aquel hombre y, para mi sorpresa, lo que conseguí fue que saltara como un resorte.
—¡Que te largues, hostias! —gritó.
—Papi, dice mamá que…
¿Cómo explicarte la escena? Una mujer intimidada (yo) y un hombre con muy malos humos (él) en medio del campo, junto a la entrada de una casa-cueva protegida por una cortina de rayas marrones. El viento meciendo mi flequillo y las hojas de las tomateras y los pimientos del pequeño huerto que había a escasos metros de la entrada. Cubos apilados a un lado, una pequeña carretilla y numerosas botellas de agua, cubiertas de polvo, al otro. Un podenco lamiendo sus partes pudendas en la puerta de una caseta destartalada. Y suciedad, mucha suciedad. Lo normal en mitad del campo.
Lo último que habría esperado encontrar allí era a aquella niña pequeña, con sus tirabuzones castaños recogidos en dos coletas y con su cara redonda salpicada de pecas.
—Araceli, ve adentro con mamá. Yo voy enseguida —ordenó con cariño aquel hombre.
La pequeña hizo caso y regresó sobre sus pasos al interior de la cueva.
—Solo ha venido a pasar el día de hoy con nosotros, lo juro —dijo aquel hombre con la voz cargada de miedo—. Te juro que el resto del tiempo vive con su abuela, pero la niña nos echa de menos y tenía muchas ganas de venir aquí. Ni siquiera sabe que esta es ahora nuestra casa. Ella piensa que estamos trabajando en Francia y que hemos venido a pasar unos días.
No dije nada. Tenía un nudo en la garganta que me lo impedía. ¿No habían pasado ya los años malos?
—Por favor, no nos denuncies. Ni siquiera íbamos a quedarnos aquí. Nos vamos a pasar el día por el centro… —Su tono rozaba la súplica.
—Tranquilo —dije al fin—. Si es cierto que la niña no vive aquí, no tengo por qué decir nada. Pero ¿cómo habéis acabado en este lugar?
Puede que mi pregunta fuera un tanto indiscreta. De hecho, tras haberla formulado tuve la certeza de que aquel hombre no iba a darme ninguna respuesta. ¿Quién era yo para meterme en sus vidas? ¿Quién era yo para hurgar en aquella dura realidad en la que estaban sumidos?
—Pasa, será mejor que no te vean los vecinos.
Supongo que la de Nicolás y su familia era una más de las miles de historias de lucha y búsqueda por recuperar la dignidad que había dejado la crisis económica. Una crisis que, según los medios nacionales y europeos, ya había quedado atrás, pero que para algunas familias no había hecho más que empezar. Nicolás (aparejador) y su mujer (antigua dueña de una tienda de ropa) habían ido capeando el temporal hasta que, cuando no pudieron hacer frente a sus pagos, asistieron impotentes al crecimiento de una gran bola en forma de deuda que les llevó a perder la tienda de ella y la casa de ambos. El primero en acabar en el paro había sido Nicolás y, pese a haber disminuido muchísimo sus ingresos, pensaron que podrían salvarse gracias a lo que se vendía en la tienda, un establecimiento con ropa de marcas intermedias para gente acomodada de clase media. Pero, claro, la crisis acabó llegando a esa clase media y, como consecuencia, dejó de comprar en las tiendas de marcas intermedias en las que solía comprar, con lo que los ingresos de la familia de Nicolás terminaron por desaparecer. Se comieron los ahorros pagando las hipotecas y, cuando no pudieron más, dejaron de pagar. Muy pronto se vieron en la calle con una cría de cuatro años y sin más lugar al que acudir que el diminuto piso de la madre de ella, una mujer con una pensión de cuatrocientos euros que apenas tenía para salir sola adelante. La casa-cueva apareció por casualidad. Un conocido de un conocido que había vivido allí durante años y que iba a pasar una temporada fuera de Granada. Necesitaba que alguien le cuidara la vivienda para evitar el derrumbe de la que consideraba su casa, una oquedad de piedra y tierra sin luz ni agua corriente. «Algo temporal», me había explicado Nicolás mientras su mujer salía con su hija a llenar unas garrafas a la fuente.
Lo más curioso de todo era que Nicolás había encontrado trabajo como mecánico, de ahí la indumentaria con la que le había visto la primera vez. Pero el dueño del taller se negaba a darle de alta hasta que la situación hubiera mejorado, y el matrimonio prefería ahorrar su escaso sueldo hasta que pudieran alquilar algo decente y a buen precio.
Yo, por supuesto, no le confesé que hasta hacía unos minutos había creído que en aquellas cuevas solo vivía gente sin intención de integrarse en la sociedad. Almas libres que buscaban una forma de vida diferente, alejada de los convencionalismos y las obligaciones de nuestro mundo capitalista. No fui capaz de explicarle que, en mi caso, había preferido tener un velo en los ojos para evitar ver la realidad que me rodeaba. Me limité a escucharle, a simpatizar con su situación y a desear con el alma desgarrada por dentro que aquella niña con tirabuzones y con pecas pudiera volver a disfrutar, como se merecía, del cariño y de la cercanía de sus padres.
—Prometo no volver a molestaros, Nicolás —le dije cuando me despedía de él en la puerta de su «casa»—. Te dejo mi tarjeta por si en algún momento necesitaras cualquier cosa.
—Necesitar, necesitamos un buen trabajo, así que, si te enteras de algo, ya sabes —me contestó aquel hombre con el rostro agotado. Aun así, añadió—: Yo voy a intentar enterarme de si hubo algo raro por aquellas fechas.
Agradecí a la familia su hospitalidad y me apresuré a abandonar aquel páramo lleno de vidas y de historias que el resto del mundo (como yo unos minutos antes) parecía no querer conocer.