6
Aprender de los errores.
Empezar a crecer.
Comenzar a vivir.
*
*
—Sentaos, por favor —dije al entrar en la sala de reuniones.
Yo permanecí en pie, aguardando la llegada de mi compañero y aprovechando para analizar a aquellos dos jóvenes que acudían a contratar nuestros servicios. Parecían la noche y el día. Uno de ellos tenía aspecto de ser inocente y cercano; el otro, vanidoso y engreído.
—Que conste que no me apetece mucho estar aquí —me soltó Jacinto.
Antes de poder elaborar una respuesta, entró Enrico en la sala con actitud de pa’ chulo tú, chulo yo.
—Si no le apetece estar aquí, ya sabe dónde está la puerta. Mi socia y yo somos personas muy ocupadas, de modo que le agradecería que no nos hiciera perder el tiempo.
—No, no se ofendan —medió Gonzalo con la voz temblorosa—. Lo que Jacinto quiere decir es que él está aquí por mí.
Enrico y yo permanecimos junto a la entrada de la sala. La situación me pilló a trasmano y decidí limitarme a emular el comportamiento de mi compañero.
—¿Verdad, Jacinto? —insistió Gonzalo, que miraba a su acompañante en actitud de súplica.
—Algo así —respondió al fin el recién catalogado como «cliente problemático».
Yo no daba crédito. Aquel chaval tendría poco más de veinte años y nos miraba como si nos estuviera regalando la vida. Alto y de aspecto desgarbado, con el pelo castaño perfectamente peinado hacia un lado y vestido con prendas que, seguro, superaban con creces lo que una servidora podía llegar a ingresar en uno de mis meses buenos de trabajo.
«Menudo bicho», pensé.
El aspecto de Gonzalo era mucho más cordial y desenfadado. Tras un vistazo rápido, solo encontrabas a una persona afable y algo inquieta. Analizándolo en detalle, las pelotillas de su polo burdeos y el desgaste de sus zapatos, los tics que alteraban instantáneamente la expresión de su rostro y la leve descamación de su joven piel mostraban a alguien que había sido capaz de mantener una bonita sonrisa en una cara con reminiscencias adolescentes pero castigada por la vida que le había tocado llevar. Gonzalo era, pues, un manojo de nervios contenido en una carcasa de aparente tranquilidad.
Enrico rehusó sentarse. Permaneció apoyado en la pared, manteniendo el contacto visual con su nueva presa, Jacinto. El pobre parecía comenzar a incomodarse.
Yo tomé asiento cerca de Gonzalo y me dirigí a él obviando al resto.
—¿A qué te dedicas, Gonzalo? —le pregunté interesada.
Los tres hombres que me acompañaban me miraron fijamente. Yo sujetaba mi libreta dispuesta a anotar cualquier información relevante.
—Eh… Trabajo por las noches en el McDonald’s de Armilla. Pero estoy preparando oposiciones, soy maestro de educación especial —puntualizó, y una sonrisa fresca acompañó a su verdadera profesión.
—¿Cómo te enteraste de que Fernando Castellano era tu padre?
—Fue en casa. Llegué una tarde de clase y me encontré a mi madre y a Fernando en el salón. —Gonzalo guardó silencio un instante—. No me lo tomé a bien del todo. Para mí había sido muy duro tener que encargarme de mi madre, de pagar las facturas y, a la vez, seguir estudiando. Siempre habíamos estado solos, sin recibir ayuda de ningún tipo y, de repente, apareció él.
—Peor fue lo mío —interrumpió Jacinto—. La zorra de mi madre no dijo ni mu porque estaba casada con un hombre con más pasta que su compañero de trabajo.
Me satisfizo comprobar lo rápido que había surtido efecto mi atención exclusiva a Gonzalo.
—¿Tu madre y Fernando eran compañeros de trabajo? —preguntó Enrico.
—Lo fueron. Cuando la preñó, ella decidió que no volvería a dar un palo al agua.
«Vaya, la sequedad de Jacinto logra rajar los oídos de cualquiera», pensé.
La reunión se prolongó cerca de hora y media.
No conseguimos muchos más datos de los que ya nos había adelantado Andrea, pero sí reparamos en un detalle del que no habíamos tenido constancia hasta aquel momento.
—A ver si lo he entendido bien —interrumpí uno de los monólogos rencorosos de Jacinto—. Fernando Castellano aparece en vuestra vida de repente para reconocer su paternidad y compensaros por todos los años de ausencia y, antes de que pudierais haceros las pruebas, él muere.
—Exacto —corroboró Jacinto.
—Y vosotros no hacéis nada hasta que os llama su secretaria animándoos a interponer una demanda…
Me limitaba a leer las notas que había ido tomando.
—Exacto —afirmó Gonzalo.
—De no haber sido por esa llamada, tú, Gonzalo, habrías aceptado el dinero que la señora Mercedes te ofrecía a cambio de tu silencio. —Continué revisando mis notas—. Y, tú, Jacinto, sin Gonzalo no ibas a hacer nada.
Asintieron los dos a la vez, cada uno a su manera; Gonzalo con un lenguaje corporal ansioso, Jacinto con un gesto cercano al hastío.
—Fue también la secretaria de Fernando Castellano quien os hizo llegar las copias de todos los trámites previos a las pruebas de paternidad y el nombre de la persona a quien teníais que recurrir, una tal…
—Beatriz Lorca —me ayudó Gonzalo.
—Eso, Beatriz Lorca, especialista en este tipo de casos y socia de la firma del bufete de Fernando —dije guiándome por mis notas—. Lo que no me habéis facilitado ninguno de los dos es el nombre de la secretaria.
—No te lo hemos facilitado porque lo desconocemos —me espetó Jacinto como si fuese obvio.
Gonzalo pareció incómodo con la respuesta de su supuesto hermano.
—¿Podéis describirla, al menos? Sería interesante hablar con ella ya que, por lo visto, estaba al tanto de todo.
Respuesta negativa. Ninguno de los dos había visto a aquella mujer jamás. De hecho, ni siquiera conservaban un teléfono de contacto o un correo electrónico.
—Bueno… Pues habrá que pasar por el despacho de Fernando para intentar localizarla —concluí.
Cuando Enrico y yo nos quedamos solos en la oficina a los dos parecía rondarnos la misma pregunta: ¿Por qué había decidido Fernando Castellano reconocer a sus hijos después de más de veinte años sin haber querido saber nada de ellos?
—Tuvo que pasarle algo que le hiciera cambiar de opinión —deduje—. Pero ¿qué?
Después de un rato de dar vueltas al tema fuimos conscientes de que nos faltaba demasiada información. Un padre que nunca quiso ser padre y que de repente, a escasas semanas de su muerte, se arrepentía de sus actos. Una familia doliente que había ofrecido una gran suma de dinero a los hijos bastardos para evitar manchar el buen nombre del abogado Fernando Castellano. Unos hijos bastardos tan diferentes como el agua y el aceite, pero que, oh casualidad, decidían apoyarse en aquellos momentos.
Gonzalo, el pobre, confesaba avergonzado su motivación económica: toda una vida de dificultades cuando su verdadero padre podría haberlo sacado del lodo en el que había crecido.
Jacinto, el rico, recalcaba su deseo de venganza hacia una madre egoísta, amante del dinero y carente de sentimientos, y hacia un padre que siempre lo castigó por una verdad que él había desconocido hasta hacía poco tiempo.
Sí. Nos faltaba información. Sobre todo teniendo en cuenta que aún no nos habíamos centrado en el auténtico motivo de aquel encuentro: el cadáver desaparecido.
—Trata de averiguar cómo coño sacaron al muerto del cementerio mientras yo busco más información sobre la vida del abogado y de quienes le rodeaban. Por ahora estoy con la inspectora. Todo apunta a la familia. Es de idiotas sospechar de esos chicos a no ser que haya algo más de fondo. —Enrico mostraba un semblante serio—. ¡Y espabila, que esto es pan comido! —exclamó dando por zanjada aquella reunión.
«Pan comido…».
«Eso no te lo crees ni tú», pensé.
Desde mi primer encuentro con Gonzalo me quedó bien claro que aquel caso del muerto desaparecido no iba a ser, ni mucho menos, pan comido. Aun así, mientras bajaba la escalera del edificio hacia la calle algo comenzó a bullir en mi interior. Una sensación efervescente parecía recorrer mi cuerpo aletargado para hacerlo despertar ante la inminencia de un gran reto.
Me dio por pensar que eso era justo lo que mi vida necesitaba en aquel momento. Una aventura. Algo que me hiciera sacar del tiesto la cabeza y que la mantuviera ocupada, embriagada. Atrapada.
Sin embargo…
La nueva Ada…
—Mierda —susurré a mis zapatos.
Tuve que prometerme a mí misma que aquello solo sería trabajo. No convertiría el caso en una excusa para dar la espalda de nuevo a mi vida. El recuerdo de mi dulce Susana y lo ocurrido con Hugo habían acabado convirtiéndose en dos lastres demasiado pesados para mí. Y no quería más.
«Aprender de los errores».
«Empezar a crecer».
«Comenzar a vivir».
Ya ves, el proceso de configuración de la nueva Ada Levy estaba dando sus primeros frutos.
Llegué a la moto cargada de buenas sensaciones. Te parecerá extraño, pero me sentí bien al ser consciente de que lo que iba a hacer realmente era enfrentarme a esa mierda en la que se había convertido mi existencia.