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Ella me miró con cara de desaprobación.

Salió del piso, cerrando la puerta a su espalda.

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Es curioso, pero con los años parece que comienzo a conocerme. Aunque, claro está, el hecho de que mi propia cabeza tenga cada vez menos secretos para mí no significa que esté más preparada para manejar determinadas emociones. Suele resultarme fácil seguir avanzando cuando tengo problemas, incluso cuando parece que el mundo se ha dado la vuelta. En los momentos complicados siempre logro mantener la sonrisa en la cara, aunque en la mayoría de los casos esté adornando mi rostro con un gesto de mentira. Sin embargo, hay algo que jamás he podido gestionar: la culpa. Cuando he hecho daño a alguien, cuando soy consciente de que mi comportamiento ha podido afectar a la gente que quiero, si no puedo arreglarlo me hundo en el más profundo de los abismos. Y eso fue exactamente lo que sucedió tras la muerte de Beatriz Lorca. Me desinflé, me convertí en un saco de carne y huesos, carente de energía, aposentado hora tras hora, día tras día, en el sofá de la casa de Enrico.

—¿Crees que te cansarás en algún momento de mirar al techo? —me preguntó mi madre al quinto día de encierro.

—No tengo ganas de hablar, mamá.

—Ya sé que no tienes ganas de hablar, te conozco como si te hubiera parido y sé que si te dejo ahí tumbada llegarás a criar malvas. ¿No hay ningún chico que pueda alegrarte el cuerpo?

Miré a mi santa madre de soslayo y no pude evitar pensar en la frase: «De casta le viene al galgo». Al igual que yo, mi madre lo solucionaba todo con sexo. ¿Te duele la cabeza? ¿Estás triste o tremendamente contenta? ¿Has pasado mala noche y tienes sueño? ¡No pasa nada! No hay nada que no solucione un buen orgasmo y, si es en buena compañía, mejor que mejor.

—Solo quiero estar sola —respondí.

—¿Y no te apetece coger la moto un rato y darte un paseo? —Nuevo intento por su parte.

—¡Joder, mamá! ¡Déjame en paz de una puta vez!

Le grité con toda la mala leche del mundo y, aunque me había arrepentido de ello antes de terminar de mandarla a tomar viento, no había podido evitarlo. Quise pedirle perdón, pero cuando fui a hacerlo ella ya estaba abriendo la puerta.

—Los demás no tenemos la culpa de tus equivocaciones —dijo—. Y recuerda que no estás en tu casa. Cabe pensar que Enrico ya esté un poco harto de tenerte hecha un despojo en su sofá.

—¡Estoy hecha un despojo en el sofá de Enrico porque no puedo estar en el mío! —exclamé indignada.

Ella me miró con cara de desaprobación.

—No te soporto cuando te comportas como una niña malcriada.

Y salió del piso, cerrando la puerta a su espalda.

«Una niña malcriada». ¡Eso había dicho! ¡Que me comportaba como una niña malcriada!

—No tiene ni puta idea —mascullé.

«Una niña malcriada…».

Aquellas palabras me escocieron más que si me hubiera dado una bofetada y creo que me molestaron tanto porque, en el fondo, tenía razón. ¿Qué mujer adulta permanecía tirada en el sofá durante cinco días sin hacer nada provechoso por su vida como, por ejemplo, darse una ducha?

—Ni puta idea tiene —dije de nuevo, ya sentada y con los codos apoyados en las rodillas.

«Huelo fatal», pensé cuando fui consciente de que el hedor que captaban mis fosas nasales emanaba de mi cuerpo. Entonces sonreí espontáneamente y caí en la cuenta del poder que tenía mi madre sobre mí. Siempre sabía qué tecla tenía que pulsar para hacerme reaccionar.

—Ni puta idea, ¿eh? —me burlé de mí misma y me levanté, embargada por el impulso repentino de darme un buen baño.

No salí del agua hasta que las yemas de mis dedos adquirieron aspecto de uvas pasas. Luego dediqué un buen rato a mi pelo, más del que me habría gustado. «Podría cortármelo como Cristina», me dije, imaginando lo fácil que sería manejarlo, sobre todo a la hora de viajar en moto.

Finalmente decidí dejar la decisión del corte de pelo para más adelante y me planteé qué me apetecía hacer aquella tarde. La respuesta llegó enseguida en forma de sonrisa. Cogí el casco, la mochila, la chaqueta de la moto y las llaves, y salí en busca de Chiquitina. Veinte minutos más tarde, y tras una parada en una pastelería, aguardaba frente a la puerta de mi vecina.

—¡Hola, bonita! —me saludó Flor con su agradable timbre de voz y su inconfundible aroma a colonia de bebé.

—Hola. He traído unos pasteles —le dije mostrándole la bolsa que llevaba en la mano.

—Vaya cara que traes. Anda, pasa, que voy a preparar té.

La seguí hasta la cocina y, al cabo de unos segundos, apareció Tulipán estirándose como una goma elástica.

—¿Estabas dormido, enano?

Cogí al minino y, cuando se hizo una pelota en mi regazo, me quedó claro que acababa de fastidiarle la siesta.

—Bueno, ¿vas a contarme qué te pasa o solo necesitas compañía?

«¿Qué necesitas, Ada?», me pregunté, y no fui capaz de hallar una respuesta.

—Pues no sé lo que necesito, la verdad. Creo que tengo uno de esos días en los que la cría que llevo dentro no me deja pensar.

—Entonces habrá que mimar a esa cría. Le daremos de comer pasteles, jugaremos con ella y, cuando llegue la hora de dormir, le contaremos un cuento.

La tarde con Flor, llena de azúcar, risas e historias, logró aplacar a la niña descontrolada que se había apoderado de mí y, gracias a ella, conseguí silenciar los gritos de la culpa y relativizar todo lo ocurrido.