34
Reparé en que tenía la cabeza en otra parte.
¿Enrico?
Esto es un maldito queso de Gruyère.
*
*
—Buenos días, Chiquitina. ¿Te apetece salir a hacer unas curvas?
Eran las siete de la mañana de un lunes que acababa de empezar para mí. Tras un despertar en soledad (Mario se había marchado la noche anterior) y un buen café para terminar de espabilar el alma y el espíritu, lo primero que me vino a la mente fue mi preciosa motocicleta.
¿Cuánto tiempo llevaba sin salir con ella, simplemente a disfrutar? De pronto eché de menos el impacto del aire en mi pecho y el sonido del viento colándose, caprichoso, por los escasos recovecos de mi casco. Extrañé los bailes íntimos con mi pequeña sobre el asfalto y el sonido de su motor, reaccionando al contacto entre su puño y mi mano.
—Tenemos dos horas antes de ir a ver a Enrico —dije a mi preciosa montura de color burdeos.
Me subí a su lomo, giré la llave en el contacto y, al arrancar, su sonido juvenil penetró en mi cuerpo a través de los oídos.
Recorrí las calles del centro de la ciudad con el maxilar del casco levantado, disfrutando del frescor de la mañana y del escaso ajetreo que inundaba a aquellas horas las calles de Granada. En menos de cinco minutos me encontré en la autovía en dirección a Motril, pero me mantuve en ella tan solo unos kilómetros. Me dirigía hacia una de mis zonas preferidas de la provincia, una franja de terreno bien regado y salpicado de aldeas situada en las faldas de la ladera sur de Sierra Nevada: la Alpujarra granadina. Adoraba danzar con Chiquitina por sus serpientes de asfalto, atravesar sus pueblos y derramar la mirada sobre su historia. Una tierra que, en pleno siglo XXI, seguía anclada a mediados del siglo XX en muchos de sus rincones. La tierra que enamoró a Gerald Brenan con su folclore y su espontaneidad.
Dos horas de ruta con la mejor compañera del mundo: mi moto. Dos horas que se me hicieron cortas, pero en las que no faltó un buen desayuno en la venta El Buñuelo junto a un gran tipo: Antonio, un motero de Granada con el que había coincidido varias veces en salidas grupales y que no concebía la vida sin un fin de semana lleno de carreteras y paisajes. Apareció solo, subido a su espectacular R1200GS Adventure amarilla y preparado para meterse seiscientos kilómetros de ruta después de unos ricos buñuelos o unos churros. Me despedí de él tras media hora de charla y envidiándole por el día de curvas que le aguardaba.
—Tenemos que regresar, pequeña —dije a Chiquitina cuando estaba poniéndome de nuevo el casco—. Hoy no tenemos más tiempo, pero te prometo que la próxima vez te llevo hasta Trevélez.
Me fui directa a La Qarmita sin pasar por casa para quitarme el equipo de la moto. Enrico me esperaba sentado a una de las mesas más discretas leyendo un periódico.
—Buenos días, jefe —le saludé.
—Que no me llames «jefe», niña. —Soltó el periódico y se me quedó mirando fijamente—. Tienes mejor cara —me dijo.
—Te he hecho caso y he descansado.
—¿Y por qué llevas el equipo de la moto?
Le expliqué que había madrugado y que me había apetecido salir a dar una vuelta antes de que nos viéramos. Él me dedicó una leve sonrisa y, acto seguido, se volvió hacia la camarera.
—Sigues estando muy flaca, así que vamos a desayunar antes de empezar con el muerto.
Después de los tres buñuelos de la ruta y de la tostada con tomate acompañada de dos cafés que me pidió Enrico no fui capaz de almorzar a mediodía.
—¿Sabemos algo del paquete que dejaron en tu puerta? —me preguntó cuando dio por concluido el desayuno.
—Estoy esperando a que Andrea me diga si ha encontrado huellas, aparte de las mías —le expliqué—. La llave sí parece estar dando frutos. Por lo visto es muy peculiar, y tenemos a una especialista tratando de averiguar a qué puede pertenecer. Pero el colgante es actual, y sin una firma o algo que lo identifique va a ser un trabajo complicado localizar a quien lo hizo. Lo que sí tenemos más o menos claro es que fue un encargo porque la llave encaja a la perfección en el hueco de la base.
—A lo mejor tenemos que recorrer las joyerías de Granada hasta dar con el joyero que realizó ese colgante —opinó Enrico—. Si fue un encargo de Fernando, es muy probable que se hiciera aquí y, si no, puede que alguno de los orfebres identifique al artesano.
—No es mala idea. Cuando Andrea me lo devuelva nos ponemos manos a la obra —dije mientras observaba a mi compañero sacar su libreta cochambrosa—. Enrico, antes de que continuemos, me gustaría contarte algo a lo que le he estado dando vueltas.
Pasé a explicarle la hipótesis en la que había trabajado el día anterior: la posibilidad de que el tema de la herencia y los hijos bastardos fuera una maniobra de distracción y cómo, eliminando ese factor, todo acababa derivando en el mismo punto en común: la fundación.
—¿Y si hacemos caso de las siglas que aparecen en la nota? ¿Y si nos centramos en La Pequeña Lulú? Puede que empecemos a avanzar por fin —propuse—. Eso, y averiguar cómo se llevaron el cuerpo del cementerio.
—El club de los poetas muertos —soltó Enrico de pronto.
—¿Qué dices, jefe? —Le miré como si se hubiera vuelto loco.
—El club de los poetas muertos, niña —insistió—. «Me he subido a la mesa para recordarme que debemos mirar constantemente las cosas de un modo diferente».
Yo no había leído El club de los poetas muertos, y la película quedaba muy lejana en mi memoria, así que aquello me sonó un poco raro. En lugar de decir cualquier tontería, decidí aguardar a que Enrico completara la enseñanza de su joven padawan.
—«Cuando creamos que sabemos algo debemos mirarlo de un modo distinto» —añadió, citando de nuevo al rebelde profesor de literatura—. Por eso te elegí a ti, Ada, porque siempre lo miras todo desde distintas perspectivas. Estos meses atrás parecías un poco dormida, pero por lo que se ve estás recuperando esa cabecita que tanto me gusta.
—¿Quiere decir eso que tengo que subirme a la mesa? —No pude evitar soltar aquella broma acordándome de la única imagen que asociaba al largometraje.
—¡Pero mira que eres tonta, niña!
Enrico me dio la razón con el tema de la fundación. Coincidía conmigo en que necesitábamos cambiar de perspectiva para poder avanzar en el caso y, desde aquel momento, La Pequeña Lulú pasó a ser uno de nuestros principales objetivos. Bueno, La Pequeña Lulú y todo lo que giraba en torno a ella: la llave y la nota, la viuda y sus hijos, la abogada, los miembros del bufete…
Mismos personajes, diferente trama.
—Y hay algo más… —Quise volver a lo del cementerio porque parecía que no me había prestado atención la primera vez—. Creo que pudieron llevarse el cuerpo arrojándolo desde uno de los miradores del camposanto. Si te fijas en estas fotos…
Cogí la tablet y le mostré algunas capturas de imagen que había hecho con la aplicación Google Maps.
—Desde este mirador se ve la Lancha de Cenes. —Señalé con el dedo—. Y, fíjate, podrían haber arrojado el cuerpo y haber salido directamente hacia la carretera por esta zona.
—Descártalo —me dijo enseguida.
—¿Por qué?
Me había quedado planchada con su respuesta. ¿Qué había sido del profesor interpretado por Robin Williams y de sus distintas perspectivas?
Le di numerosas razones que apoyaban mi teoría, incluyendo algunas imágenes más en las que había marcado el posible itinerario y las zonas en las que podrían haber aparcado un vehículo. Y creo que me vio tan obcecada con el tema que prefirió demostrarme que me equivocaba llevando a la práctica todo lo que le estaba contando.
—Vete a casa y ponte ropa cómoda. Te recojo en una hora.
Enrico no solía usar su coche. De hecho, hasta hacía muy pocos meses yo había supuesto que ni siquiera poseía uno. Siempre se movía por Granada caminando o en autobús, y cuando tenía que ir al aeropuerto se desplazaba en taxi o me pedía que lo llevara.
—¿Para qué has sacado el trasto? —le pregunté en tono cómico.
Cuando le veía al volante de su viejo Alfa Spider de 1966 no podía evitar recordar la imagen de Dustin Hoffman en la peli El graduado. He de reconocer que el coche era una monería, pero estaba tan maltrecho por el paso de los años que, más que rugir, tosía.
—Cállate y entra, niña —me ordenó Enrico.
—¿Qué llevas ahí detrás? —pregunté al ver un bulto enorme en el estrecho asiento trasero.
—Un muerto.
Mi compañero no dijo más hasta que llegamos al aparcamiento del cementerio.
—Anda, ve a buscar tu cubo de la basura.
Salí corriendo a por él y me lo encontré tal cual lo había dejado, con su envoltorio de papel higiénico y su cinta adhesiva.
De vuelta en el Spider, Enrico señaló el bulto del asiento y me ordenó que probara a meterlo yo sola en el bidón. Cuando lo agarré, me di cuenta de que eran un montón de kilos de patatas enclaustradas en la funda de un edredón. Tenía cierta forma humana porque mi compañero había usado varias cuerdas para estilizar el improvisado saco de tubérculos. Comencé a tirar y enseguida fui consciente de lo complicado que iba a ser manejar aquel peso inerte.
—Podrías echarme una mano —me quejé.
Incluso con la ayuda de Enrico, la tarea no fue nada fácil. Eso sí, una vez que nuestro muerto ficticio estuvo dentro del cubo fue mucho más sencillo manejarlo. Caminamos con soltura con él hacia la cancela, y fue allí donde lo vi claro. Resultó ser un auténtico suplicio pasar el cubo de un lado a otro de la reja metálica. Demasiado tiempo y demasiado ruido. Aquella vía de escape no era nada discreta.
—Venga, ahora vamos al mirador —me dijo Enrico, que resoplaba tras el último esfuerzo.
—Jefe, creo que me ha quedado claro —reconocí sin nada de aliento.
—No, mujer —objetó él—. Imagina que hubieran tenido la llave del candado. Abren la cancela, la cierran y, como tú proponías, se dirigen a un mirador para arrojar el cadáver y escapar por un lugar mucho menos concurrido.
Me castigaba.
Estaba segura de que habíamos llegado a un punto en el que Enrico me las hacía pagar por haber sido tan cabezota, por haberle obligado a sacar su viejo Spider y tener que convertir en un muerto setenta kilos de patatas.
Atravesamos el cementerio con el cubo de la basura y, al llegar al mirador, le dije que ya había sido suficiente. Observé la enorme distancia que separaba el punto en el que nos encontrábamos de la carretera. Alrededor de un kilómetro a campo través y un buen trecho de asfalto hasta llegar a una zona en la que aparcar un vehículo sin llamar la atención.
—Venga, va —claudiqué—. Tienes razón. No me hagas caminar por ahí con el cubo a cuestas.
Estaba entre avergonzada y enfadada. O sea, que a la vez que reconocía que me había equivocado estaban entrándome unas ganas terribles de darle a Enrico con un palo en la cabeza. «Jodido napolitano», maldije para mis adentros.
Cuando fui a reconocerle de nuevo que él ganaba en aquella ocasión, reparé en que tenía la cabeza en otra parte.
—¿Enrico?
Le di un toque en el hombro para hacerlo regresar.
—Esto es un maldito queso de Gruyère —sentenció.
Seguí con los ojos la línea de su mirada y fui consciente enseguida de a qué se refería: las cuevas. Decenas de oquedades que convertían aquel terreno en el gran queso de Gruyère del que hablaba mi compañero.
—¿Y si está escondido en una de estas cuevas? —preguntó en voz alta, transformando en sonido una reflexión interna.
—¡Zas! ¡En toda la boca! —exclamé, orgullosa de que aquella lección que pretendía darme se hubiera vuelto contra él.
—Pero mira que eres tonta, niña.
Caminábamos de regreso hacia los aparcamientos cuando me detuve en seco.
—Creo que podríamos aprovechar esta visita para matar dos pájaros de un tiro —propuse.
—Tú dirás.
—Me gustaría que habláramos con Gervasio y con Conchi para conocer su versión de los hechos de primera mano.
Gervasio era el vigilante de seguridad que afirmaba haber permanecido en su puesto mientras sus compañeros se encargaban de sofocar el incendio. Según nos habían contado, él estaba convencido de que no había entrado ni salido nadie de las instalaciones en todo aquel rato. Conchi, la tanatopractora, sí que había acudido a la parte delantera para ayudar a calmar los nervios de los asistentes; sin embargo, sus compañeros no pudieron asegurar que estuviera todo el tiempo en aquella zona. Una parte importante de nuestras pesquisas dependía de si el robo del cadáver había contado con ayuda por parte de los trabajadores del cementerio o no, y no podríamos descartar esa posibilidad hasta haber hablado personalmente con ellos dos.
—Buenas tardes —saludé cuando llegamos al puesto de vigilancia de la parte trasera—. Supongo que José Antonio ya les habrá hablado de nosotros…
Podría haberme ahorrado las presentaciones y los formalismos, sobre todo porque ya conocía a uno de los vigilantes (era el que me había ayudado a envolver con papel higiénico el cubo de la basura), pero quería hacer hincapié en que el gerente del cementerio nos había dado carta blanca para deambular a nuestras anchas por el recinto y, en especial, para hablar con los empleados.
—¿Gervasio está trabajando hoy? —pregunté, y crucé los dedos para que fuese aquel hombre cuya fisonomía corporal se parecía más a la de un palomo (hombros y pecho anchos, cadera estrecha y piernas largas y delgadas) que a la de un guarda de seguridad.
—Sí, señorita. Gervasio soy yo. —La frase quedó adornada con una sonrisa de dientes blancos perfectos.
Favorecida por la suerte, detuve la mirada en el rostro de aquel hombre que rondaría la cuarentena. Cabello ondulado y peinado hacia atrás con gomina, ojos oscuros (a caballo entre el marrón y el negro), nariz recta y labios carnosos. Rasgos angulosos y barbilla con un pequeño hoyuelo. Gervasio era lo que yo llamo «un intento de hombre guapo», es decir, con todos los ingredientes para serlo pero sin esa chispa que hace falta para que el conjunto sea perfecto.
—Gervasio, ¿podrías responder a las preguntas de mi compañero? No va a robarte demasiado tiempo —le dije mientras me dirigía al ascensor para bajar al sótano—. Hoy trabaja Conchi, ¿verdad? —pregunté a la vez que pulsaba el botón.
—Sí… Creo que sí.
Su respuesta no verbal fue mucho más esclarecedora que sus palabras. Al oír el nombre de Conchi se había puesto nervioso y eso, a mi entender, solo podía significar una cosa: ambos nos ocultaban algo.
—¿A ti te daría morbo follar a escondidas en un cementerio? —le pregunté a Enrico cuando nos subíamos en el coche para regresar a casa.
—Joder, Ada, ¿por qué tienes que hacerme esas preguntas?
—No sé… Supongo que por curiosidad.
Una sonrisa atravesó el semblante de mi compañero.
—Lo cierto es que, una vez, mi ángel y yo lo hicimos en un cementerio —me contó de pronto y soltó una breve risotada—. Fue en la época en la que estaba infiltrado. Necesitaba verla, estar cerca de ella aunque solo fuera un rato, y no se me ocurrió un lugar más discreto que un cementerio.
Me habría gustado que continuara con aquella historia. Me habría encantado saber en qué cementerio se encontraron y si el rato que pasaron juntos fue largo. Enrico solía hablar muy poco de su esposa muerta y, últimamente, cuando lo hacía siempre eran anécdotas bonitas que le iluminaban los ojos. Pero no duraban demasiado. Pronto dejaba de hablar y se lo tragaba todo de nuevo, como queriendo saborearlo a solas, sin nadie más que participara de sus momentos mágicos.
—Lo que está claro es que estos dos no son cómplices de la desaparición de nuestro muerto —concluyó Enrico dándome una palmadita en el hombro.
Me carcajeé y asentí con la cabeza.
—Tienes toda la razón del mundo, aunque sí que fueron cómplices involuntarios. Mientras ellos lo hacían entre los ataúdes dejaron vía libre al ladrón de cadáveres.
Conchi y Gervasio no habían tardado demasiado en confesar. Un «estamos enamorados» de boca de la tanatopractora y un «nos lo hacemos de cuando en cuando» por parte del vigilante. En definitiva, la madrugada en la que el cuerpo de Fernando Castellano desapareció, Conchi y Gervasio estuvieron alimentando en la distancia, con su pasión furtiva y su amor sesgado, las llamas de la distracción.