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Parece que aquí hay algo.

Sujetó la lupa de nuevo y miró con atención.

¿Una granada?

*

*

Miércoles, a seis días de la muerte.

—¿Nos vemos a las once y media en La Qarmita? —pregunté mientras me colgaba la mochila a la espalda.

—Perfecto. Y no llegues tarde, que hay cosas que aún no sabes sobre la tal Manuela, la asistenta de los Castellano Sáez-Castillo.

Se me hizo rara aquella escena: Enrico y yo saliendo del mismo domicilio por la mañana temprano. Él, con aroma a aftershave y el pelo aún húmedo después de la ducha, encaminándose hacia mi piso para infestarlo de cámaras por si a alguien se le ocurría volver a entrar o dejar en la puerta un nuevo paquete. Yo, llevando en el bolsillo de la chaqueta un listado con las joyerías de Granada, dispuesta a darme un buen paseo en busca del orfebre que había realizado aquel bonito colgante con forma de reloj de arena.

Unos minutos antes habíamos disfrutado de un curioso café (recién molido y filtrado a mano) sentados a la barra de aquella amplia cocina, que desprendía el mismo aire que la de La Napolitana. «¿Sueles guisar mucho aquí?», le había preguntado mientras recorría con la mirada los relucientes fogones y las decenas de frascos de especias que descansaban sobre un pequeño estante justo a la derecha. Él me había explicado que no había vuelto a hacerlo en casa desde que Carmina se marchó a vivir con Sebastián. Desde entonces, únicamente había cocinado en el restaurante, y en los últimos tiempos ni eso ya que Óscar parecía desenvolverse muy bien él solo. También me había dicho que echaba de menos las risas de su sobrina en aquel piso y que las mellizas no solían visitarle a menudo allí porque siempre se veían en La Napolitana o en la casa de Carmina.

—Hasta luego, jefe —me despedí cuando salimos a Camino de Ronda.

—Que no me llames «jefe» —me gruñó él.

Eché a andar hacia la calle Recogidas con una bonita idea en la cabeza: la fiesta de cumpleaños de mi compañero tres días más tarde.

Cuando llegué a mi parada inicial en la calle Puentezuelas me topé con el primer obstáculo de la jornada: el tiempo. Aún eran las ocho y media de la mañana, y aquella joyería, como la gran mayoría de los comercios del centro, no abriría sus puertas hasta las diez.

«Mierda», pensé.

Solo dispondría de hora y media para llevar a cabo la misión «encontrar al joyero del reloj de arena antes de reunirme con Enrico a las once y media», de modo que el poco margen me obligó a sacar mi lista y a trazar un itinerario desde el punto más alejado posible hasta el más cercano a La Qarmita. Tras unos minutos de reorganización decidí comenzar el barrido en la calle Ganivet para tratar de hacer el mayor número de visitas hasta diez minutos antes de mi cita con mi socio, momento en el que sonaría una alarma en mi móvil y, estuviera donde estuviese, iría directa hacia la cafetería.

—Bien. Ya estamos, y todavía me queda una hora de tiempo muerto —dije cuando, después de un buen paseo, llegué a aquella calle flanqueada por algunas de las tiendas más lujosas (y caras) de Granada.

Opté por entrar en un café a desayunar para pasar el rato y, mientras tanto, realizar una llamada que llevaba varias semanas eludiendo.

—Hola, mami —la saludé en cuanto obtuve respuesta.

—¡Hola, cariño! ¿Dónde te metes? Un par de días más y se me olvida que tengo una hija.

—No es que tú seas muy dada a llamar —bromeé.

Lo cierto es que ambas, madre e hija, éramos bastante descastadas. Tanto que a veces nos pasábamos de independientes y podíamos estar sin hablarnos un mes entero. Sin embargo, tengo que reconocer que, en aquella ocasión, había necesitado más de una vez oír su voz, pero no me había puesto en contacto con ella por temor a que percibiera mis inquietudes. Mi madre me conocía demasiado bien, tanto que quizá no debí haber hecho aquella llamada; tenía que haber supuesto que iba a notar enseguida que algo no marchaba bien en mi vida.

—A ti te pasa algo —afirmó con toda la seguridad del mundo.

Yo enmudecí al oír aquello. ¿Cómo era posible, si apenas llevábamos hablando un minuto? «Actúa con normalidad. No te demores en contestar y no titubees», me ordené para mis adentros. Pero todo fue en vano. Me demoré en contestar y titubeé cuando al fin fui capaz de hacerlo.

—Ehm… ¿A mí? No. No me pasa nada en absoluto.

—Venga, Ada, que nos conocemos.

Sabía que mentir iba a ser la peor de las opciones con mi madre, y no es que ella tuviera un radar especial para las trolas. No. El problema lo tenía yo, que nunca había sabido mentir. Así que decidí contarle medias verdades, parte de lo que me inquietaba sin profundizar en detalles insignificantes, como el hecho de que mi padre hubiera estado sentado en el sofá de mi salón y que, en aquellos momentos, estuviera tratando a mi mejor amiga por un cáncer terminal. Me limité a contarle lo preocupada que estaba por Cristina, lo de su intento de suicidio y, ya de paso, lo del caso que tenía entre manos (omitiendo el desaguisado de mi piso). Supuse que todo aquello constituiría motivo suficiente para explicar mi bajo estado de ánimo sin llegar a intranquilizar tanto a mi madre como para incitarla a coger un vuelo desde Londres hasta Granada.

—Bueno, cuéntame tú. ¿Alguna nueva aventura? —le pregunté, tratando de hacer más liviano el peso de aquella conversación.

—Poco que contar, la verdad. Llevo un par de meses con un apuesto caballero francés, pero la relación parece que hace aguas —me explicó ella sin demasiado entusiasmo.

—¿Y eso?

—Lo de siempre. Quiere más de mí y yo ya me estoy cansando.

«Está preocupada», concluí cuando colgué el teléfono. En otro momento mi madre me habría contado con pelos y señales cómo había conocido a su apuesto caballero francés, qué habían hecho juntos y, aunque parezca mentira, hasta las veces que se habían acostado. Me habría narrado una idílica historia de amor en la que la magia de repente había desaparecido hasta desembocar en un microtrauma en forma de ruptura para ella y en un corazón partido durante meses para él.

—Por favor, mamá, quédate allí y no vuelvas —deseé en voz baja cuando esperaba a que el camarero me trajera la cuenta.

Lástima que mi deseo, finalmente, no llegara a hacerse realidad.

A veinte minutos de que sonara la alarma, indicando que había llegado la hora de abandonar la búsqueda, y después de unas quince joyerías en las que no habían visto ni por asomo una pieza como aquella, tuve por fin un pequeño golpe de suerte. No recuerdo la calle, pero era una de la peatonales del centro. Entré en una joyería inmensa en la que, al contrario que en las anteriores, en las que había multitud de género precioso expuesto, tan solo encontré unas vitrinas en las paredes con unas pequeñas muestras y poco más. Las joyas estaban al resguardo de ojos indiscretos y solo eran accesibles para los clientes.

Pulsé el botón del timbre y, después de que una rubia despampanante me hubiera mirado de arriba abajo, la puerta se abrió para darme paso. Entré en aquel espacio tenuemente iluminado y lo primero en lo que me fijé fue en Fernando Alonso en una gran pantalla con un peluco de los buenos, de esos que se publicitan al lado de un McLaren y cuyo precio superaba con creces el valor de mi moto. Avancé unos pasos hacia el mostrador, dejando a ambos lados varias mesas con sillones cómodos en los que algunos empleados de la joyería enseñaban con excelencia lo que para mí no eran más que trozos de metales con minerales brillantes y caros por su escasez en la naturaleza.

La rubia me esperaba al fondo, en un mostrador inmenso, y mientras me acercaba a ella le dio tiempo a mirarme de nuevo de arriba abajo como tres o cuatro veces. Mi indumentaria no parecía encajar con aquel lugar: camiseta negra holgada (para que no se notara que llevaba el voluminoso reloj colgado del cuello), vaqueros desgastados, botines rojos veraniegos, lo suficientemente rígidos para ir en moto, y la mochila, como siempre, colgada a la espalda.

«¿Vas a dejar de mirarme con esa cara?», le pregunté en el silencio de mi cabeza, evitando que se me notara lo incómoda que me estaba haciendo sentir aquella mujer vestida de Prada con su mirada indiscreta.

—Buenos días. ¿Con quién podría hablar para saber si una joya ha sido realizada por ustedes? Es herencia de mi abuela, y me gustaría poder encargar una réplica para mi hermana. Tiene muchísimo valor sentimental para nosotras y ninguna quiere renunciar a llevarla puesta —pregunté, repitiendo la trola que había usado en las últimas paradas.

Mi escasa experiencia me había enseñado que era mucho más fácil conseguir información fingiendo ser una apenada nieta en pleno proceso de duelo que una investigadora privada preguntona.

Por suerte, me dijo que ella misma podría ayudarme, así que tiré del colgante que llevaba pendiendo del cuello y desabroché la cadena para dejarlo, con mimo, sobre su mano. Ella me miró sorprendida, como si aquel objeto fuese más especial de lo que yo creía. A continuación se puso a examinarlo con atención mientras yo permanecía atenta a todos y cada uno de sus movimientos. Un análisis previo a simple vista y uno más profundo con la ayuda de la lupa. No tardó ni un minuto en dar con la rosca que desvelaba el hueco destinado a la diminuta llave plegable.

—¿Conocías esto? —me preguntó ella con curiosidad—. Tiene un pequeño compartimento para guardar algo.

Por supuesto, yo me había encargado de que el «algo» no estuviera en su sitio. Llevaba la llave guardada en uno de los bolsillos del pantalón.

—Sí, pero me extraña que no haya dentro ninguna marca que identifique a su creador.

—Dame unos segundos más —me pidió aquella mujer, que había resultado ser mucho más agradable de lo que parecía.

Despojó el colgante de su cadena y se dedicó un buen rato a mover el reloj de arena delante de los aumentos de aquella lupa de joyero.

—Lo que lleva dentro es arena de sílice, muy fina y muy limpia —comentó mientras la hacía decantar de un lado al otro de los senos del reloj.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues que este objeto ha sido diseñado y realizado cuidando hasta el más mínimo detalle. De hecho…

Lo puso sobre el mostrador y dejó que la arena se deslizase hasta el seno inferior para, a continuación, darle la vuelta, cronómetro en mano.

—Un minuto exacto —anunció al fin la joyera.

A mí ni siquiera se me había ocurrido hacer aquello y, pensándolo bien, no me pareció que pudiera tener algún significado, más allá de una buena dosis de perfeccionismo a la hora de crear una pieza como aquella.

—¡Ajá! —exclamó la mujer rubia—. Parece que aquí hay algo.

Sujetó la lupa de nuevo y miró con atención. Acto seguido me mostró lo que había encontrado: una marca apenas apreciable en la cara interna de la estrechez del reloj. ¿Acaso era una…?

—¿Una granada?

Eso era lo que parecía, una granada, idéntica a la del escudo de la provincia.

La mujer rubia me confesó que no reconocía aquel símbolo, pero que su abuelo, fundador de la joyería y uno de los maestros orfebres más antiguos de la ciudad, sí que podría identificarlo. Yo no quise dejar el reloj allí a la espera de que el abuelo lo viera y preferí concertar una cita al día siguiente.

Salí de la joyería unos minutos después de que sonara la alarma del móvil. Estaba muy cerca de La Qarmita y conseguí llegar a tiempo tras un trayecto de zancadas amplias y alegres.

Mi encuentro con Enrico fue el momento más esclarecedor de aquella jornada. Gracias a sus investigaciones me enteré de que Manuela, asistenta a la que había despedido doña Mercedes poco después de la muerte de su marido, llevaba trabajando para la familia desde la adopción de Fer. Merche, la hija del abogado, y ella parecían tener una relación muy especial. Según la chica, su tata siempre había estado cuando su propia madre le había fallado.

Manuela tenía una hija, más o menos de mi edad, que llevaba unos meses en el extranjero. Uno de esos talentos con expediente brillante cuya única salida profesional se encontraba fuera de las fronteras de nuestro país. Aparte de su hija, no parecía haber tenido más dedicación en la vida que la familia Castellano Sáez-Castillo y, en especial, la crianza y cuidado de sus hijos. Claro que, como pudimos comprobar más tarde, las apariencias siempre acaban escondiendo algún que otro detalle crucial.

—Tengo la sensación de que acabamos de perder una hora de nuestro tiempo —dije a Enrico cuando salimos del piso de Merche, después de nuestro encuentro con Manuela y la hija del abogado.

No nos había contado nada. Le habíamos preguntado por los motivos que habían llevado a la viuda a despedirla después de tanto tiempo y su respuesta había sido: «No tengo ni idea». También habíamos querido saber dónde había pasado los últimos dos meses y su respuesta había sido: «De vacaciones». Todas nuestras preguntas obtuvieron por contestación una evasiva o palabras vacías, y Merche no parecía dispuesta a hacer que su tata pasara un mal rato.

—Siento mucho que Manuela no os haya servido de gran ayuda. Lo pasó muy mal después de la muerte de mi padre y, tras la traición de mi madre, no ha querido hablar del tema. Creo que ni siquiera se lo ha contado a su hija para no preocuparla —se había disculpado Merche cuando nos acompañó a la puerta.

—Merche, ¿tienes idea de por qué tu madre y tu padre discutieron el día de su muerte? —la sondeé antes de salir de allí.

La joven se me quedó mirando impresionada. No esperaba aquella pregunta, y menos en un momento de despedida.

—Mi hermano ya os habrá contado que mis padres no se llevaban demasiado bien. De cara a la galería eran una pareja ejemplar, pero en la intimidad cada uno llevaba su propia vida. No era raro verles discutir, así que yo no daría demasiada importancia a ese detalle.

—Gracias —le dije—. No te entretenemos más.

Cuando Enrico y yo por fin salimos a la calle coincidimos en dos aspectos. En primer lugar, ambos compartíamos la impresión de que Merche y Fer no tenían nada que ver con el robo del cadáver de su padre. Su malestar parecía sincero y ambos se mostraban igualmente colaborativos con nosotros. En segundo lugar, estuvimos de acuerdo en que Manuela sabía muchísimo más de lo que había querido compartir con nosotros. De hecho, al cabo de los días acabaríamos descubriendo que lo sabía todo.