52
Lucía, una niña traumatizada.
Marga, un lobo con piel de cordero.
*
*
*
El peso de una muerte y una herida sangrante en lo más profundo de un vínculo amistoso…
No sé con cuál de los dos golpes sufrí más aquel fatídico martes. El de Beatriz Lorca no había sido mi primer cadáver desde que decidí convertirme en investigadora privada, pero quedaría alojado en lo más profundo de mi alma como el símbolo de una traición: la mía hacia mi amiga Andrea.
Supongo que, en el fondo, yo sabía que no había actuado mal. Por una vez en mi vida había seguido un buen consejo (el de Enrico) y había decidido no alarmar a la inspectora hasta haber encontrado el fundamento de mis sospechas hacia Marga. Sí. En el fondo tenía derecho a sentirme en paz conmigo misma. Había demostrado tener paciencia y no arriesgarme a hacer daño a Andrea sin necesidad. Claro que, en aquellos momentos en los que la inspectora permanecía de pie frente a mí en la fundación La Pequeña Lulú, a escasos cien metros del lugar en el que habían asesinado a la abogada, mi cabeza carente de equilibrio había sido incapaz de bucear hacia ese fondo. Se había empeñado en permanecer en la superficie, anclada a una pregunta insistente: ¿Qué habría ocurrido si hubiera contado a Andrea la verdad?
—Bien… Empecemos por el principio —propuso ella en un tono cercano—. ¿Por qué habías quedado con Beatriz a estas horas?
En ese momento lo tuve claro: había llegado el momento de ser totalmente sincera con ella.
—Ayer por la tarde te llamé varias para contarte que había recibido un nuevo paquete en casa. Supuse que necesitabas descansar, así que Enrico y yo nos encargamos de él.
Cogí la mochila, saqué el sobre con las fotos y la nota y se lo tendí. Andrea guardó silencio mientras inspeccionaba el interior. Cuando hubo terminado le pregunté por el objeto que estaba taladrándome el cráneo, el mismo al que se referían aquellas palabras.
—No me ha parecido ver ninguna caja en el despacho, pero vamos a asegurarnos —respondió Andrea muy seria.
Cogió el móvil e hizo una llamada.
—Reyes, te mando la foto de una caja. Buscadla por las instalaciones. Es importante.
Cuando colgó, guardó el teléfono y clavó sus ojos en los míos de un modo que no auguraba nada bueno.
—¿Lees esta nota y no insistes en localizarme?
Ya no quedaba nada de su talante comprensivo y de su aparente paciencia. «Esto va a ser aún más difícil de lo que había esperado», pensé mientras me enfrentaba directamente a su mirada.
—¿Lees esta nota y no se te ocurre ir a la comisaría a hablar con alguno de mis chicos? —insistió ella—. No me lo puedo creer, Ada. Beatriz Lorca podría estar viva en estos momentos de no ser por tu forma de hacer las cosas.
Me quedé muda ante sus palabras. No me atreví a defenderme porque, en aquel momento, sentí que Andrea tenía razón. Una leve sensación de ahogo seguía oprimiéndome el pecho y mi visión comenzaba a ser un poco borrosa. «No pierdas el control ahora», me ordené a mí misma. Respiré hondo, me froté los ojos con ambas manos e intenté tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que solo conseguí pegar la aridez de mi lengua a la superficie lisa del paladar.
Beatriz Lorca había perdido la vida por mi culpa y los efectos del peso de aquella muerte no habían hecho más que comenzar.
—Creo que va a ser mejor que nos sentemos —dije, pensando en lo que estaba a punto de contarle y dándome cuenta de que el tembleque de mis rodillas empezaba a dificultarme la verticalidad.
Hice un barrido visual a nuestro alrededor. A unos veinte metros localicé una pequeña isla ajardinada en cuyo centro reinaba un enorme ficus y que estaba delimitada en toda su periferia por bancos de mármol. Eché a andar hacia allí y la inspectora se limitó a seguir mis pasos en silencio.
Descolgué la mochila de mi espalda antes de comenzar a hablar.
—Cuando Enrico y yo vimos las fotos nos quedó claro que Manuela sabía muchísimo más de lo que nos había contado, por eso fuimos directos a su casa —comencé mi relato, a pesar de que no sabía aún cómo iba a contarle lo de Marga—. Todo este tiempo hemos estado equivocados. No se trataba de averiguar quién se había llevado el cadáver de Fernando Castellano, sino por qué. —Hice una pequeña pausa antes de continuar—. Ese bebé que aparece en las fotos es la pequeña Lulú, es ella quien ha montado todo esto con el objetivo de revelar un gran secreto y, según hemos podido averiguar, guarda relación con la muerte, en 1992, de su madre.
—¿Y qué tiene que ver esto con la abogada?
—Pues yo creía que nada, pero al parecer me equivoqué —admití—. Ayer por la tarde, después de hablar con Manuela, vine a visitarla para contárselo todo con la esperanza de que me ayudara a identificar a la hija secreta del abogado. Me dijo que jamás había oído hablar de Lulú y que no tenía ni idea de quién podía ser. Sin embargo, hace unas horas se puso en contacto conmigo y me dijo que sabía a quién estábamos buscando y que intuía dónde podía estar oculto el cadáver de Fernando Castellano.
—¿Te contó algo por teléfono?
—No. Me hablaba en voz baja, como si hubiera alguien cerca que pudiera oírla. Le pedí en varias ocasiones que me lo aclarara por teléfono, pero acabó colgándome con el pretexto de que no podía atenderme en aquel momento —le expliqué—. No le di mayor importancia y me limité a esperar a la hora de nuestra cita.
La mirada de Andrea seguía sin dulcificarse. De hecho, cada vez parecía más severa.
—¿Tú eres consciente de que has estado jugando a un juego que no te corresponde? —me soltó de pronto.
—De lo único que soy consciente es de que estábamos colaborando en el caso y que, como no atendías mis llamadas y no quería dejarte en evidencia en la comisaría, decidí continuar adelante hasta que pudieras llamarme. No pretendía que esto pasara, y lo sabes. Como también sabes perfectamente que me he limitado a hacer mi trabajo; recuerda que me contrataron para localizar un cadáver desaparecido —me defendí como pude, a pesar de que mi cabeza estaba más inclinada a acusarme que a disculparme.
—¿De dónde sacaste la taza? —Pregunta incómoda a bocajarro.
—¿Has encontrado alguna coincidencia?
El momento más delicado se acercaba, y yo apenas había podido disimular la ansiedad de mi voz.
—¿De dónde sacaste la puta taza, Ada? —insistió Andrea con la voz cargada de agresividad.
—De las manos de Marga.
Las palabras salieron con fuerza de mi boca y, como saetas veloces y afiladas, atravesaron el cuerpo de Andrea y le desgarraron irremediablemente el alma. Tardó unos instantes en reaccionar, segundos interminables en los que yo no sabía qué añadir y ella no terminaba de encajar el golpe que acababa de recibir.
—No quería contarte nada hasta estar segura de que mis sospechas eran ciertas —dije. Buscaba alguna excusa, algo que pudiera suavizar el momento—. Y aún no estoy segura de que Marga sea la persona a quien buscamos.
—Hija de puta —masculló Andrea—. ¡Hija de puta! —gritó con los ojos cargados de ira.
La inspectora se alteró tanto que, por un instante, temí que la emprendiera a golpes conmigo. Incluso se acercaron un par de compañeros suyos para comprobar que todo marchaba bien.
Cuando conseguí calmarla un poco me pidió que le contara cómo había llegado a descubrir aquello. Al parecer, las huellas extraídas de la taza casaban con las del despacho de Fernando Castellano, así que ya no había lugar a dudas. Frente a nosotras, un tremendo sentimiento de rabia y la certeza de que habíamos sido manipuladas a su antojo.
Mientras avanzaba en mi relato tuve la sensación de que, para ella, todo aquello había sido un juego. Marjorie Henderson Buell, más conocida como Marge, la creadora de la tira cómica estadounidense, una auténtica luchadora que logró alzar la voz de La Pequeña Lulú hasta hacerla llegar a millones de hogares fuera de las fronteras de su país. Lucía, una niña traumatizada, conocedora de un profundo secreto que, siendo consciente de su escasa voz, había decidido convertirse en Marga, un lobo con piel de cordero, capaz de moverse con sigilo entre sus fuentes de información y, así, ir marcándonos su propio camino. Marga no era más que su alter ego, un reflejo de la fortaleza que una madre, la prostituta mexicana, había querido inculcar en su hija a través de las historias de un tebeo.
—Lo siento mucho, Andrea —le dije cuando hube terminado mi relato—. Te juro que no sabía que iba a pasar esto.
Al mirarla tuve la sensación de que mi amiga se había quedado rota en dos enormes fragmentos. El dolor por un lado. La ira por otro. De hecho, a día de hoy creo que ella no me culpaba directamente de lo sucedido. Simplemente no supo…, no pudo reaccionar de otra forma.
Me castigó.
Reaccionó poniéndose a la defensiva y colocándose frente a mí la máscara de inspectora autoritaria. Me trató como una sospechosa más, con todas sus consecuencias.
—Te vienes conmigo a comisaría. Se te tomará declaración y te serán requisadas todas las pruebas relacionadas con el caso. ¡Ya está bien de andar dando por culo!
¿Qué hice yo? Pues lo que consideré que tenía que hacer: callar, escuchar y obedecer. Claro que, si Andrea se había propuesto jugar conmigo a policías y ladrones, yo no estaba dispuesta a comportarme como una ladrona de pacotilla. Cuando nos levantábamos aproveché un instante de distracción de la inspectora para esconder el reloj de arena que pendía de mi cuello en una zona frondosa cercana al ficus.