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¿Muerto?
Otro muerto más.
Demasiadas muertes ya.
*
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Triscaidecafobia: fobia al número 13.
Friggaatriscaidecafobia: fobia al viernes 13.
Viernes 13.
Siempre me había preguntado por el origen de la superstición que marcaba a fuego estos escasos viernes del año. Hay quien dice que todo comenzó el 13 de octubre de 1307 (viernes, por supuesto), día en que la Santa Inquisición ordenó arrestar a todos los integrantes de la orden de los Caballeros Templarios para ser juzgados y castigados por sus delitos de herejía. El número de muertes fue brutal en toda Europa y por eso, desde entonces, el viernes 13 quedó marcado como el día de la mala suerte.
Otros van más atrás en el tiempo y anclan su origen a la Última Cena, aquella reunión de doce más uno que marcó el principio de un fin: la posterior crucifixión de Cristo… un viernes.
Se da tanta importancia a ese día que incluso se han hecho estudios comparativos para determinar si se trata de una fecha especialmente proclive para la mala suerte. Miles de personas (las friggaatriscaidecafóbicas, por supuesto) paralizan sus vidas ese día. Dejan de volar…, de viajar en general. Muchas ni siquiera salen de casa y, como era de esperar, no osan pasar por debajo de una escalera ni se arriesgan a romper un espejo en mil pedazos.
El viernes 13 ha llegado a provocar auténticos desplomes en las bolsas de todo el mundo motivados por el cambio radical en los hábitos de demasiados inversores en un día que, ni de lejos, es considerado un día cualquiera.
En mi caso, el origen de la superstición tiene fecha y hora: las 22.25 del 13 de octubre de 2017.
Viernes 13.
Un día maldito que no olvidaré jamás.
Un día que acabó como empezó.
Mal.
Viernes, 13 de octubre a las diez y cuarto de la mañana.
—Han encontrado muerto en su celda a Gonzalo.
Ni siquiera tuve tiempo de soltar un simple «hola». Las palabras de Andrea me golpearon los oídos con fuerza y provocaron un intenso terremoto en el interior de mi cabeza.
«¿Muerto?».
—¿Cómo que muerto? —pregunté al cabo de unos instantes.
«Otro muerto más».
—Lo ha encontrado un funcionario de prisiones en su ronda de las ocho. Según ha declarado, no apreció nada extraño en la de las seis. Parecía dormir tranquilo —me explicó la inspectora.
«Demasiadas muertes ya».
—¿Cómo ha sido? ¿Lo ha hecho él o…?
No podía evitar pensar en un nuevo asesinato.
—Se ha ahorcado con las sábanas. —Un breve silencio y un carraspeo de garganta—. Su abogada me ha contado que ayer mismo solicitó que lo incluyeran en el programa de prevención de suicidios.
—¿Quién lo solicitó? ¿Él o ella?
—Pues ella, ¿quién si no? Ada, alguien que desea morir no suele hacer peticiones de ese estilo —me aclaró, como si estuviera hablándole a una persona corta de entendederas.
—Joder… —No fui capaz de decir nada más.
La llamada de Andrea me había pillado saliendo de la ducha. Cuando me di cuenta de que tenía la piel de gallina y las piernas temblonas puse el manos libres del móvil y lo solté en la repisa del espejo. Me agencié una toalla y me la enrollé al cuerpo.
—Ada… ¿Ada? —Su voz sonaba rara por el altavoz.
—Yo… Solo estaba…
—Nosotros seguimos adelante con lo acordado —me especificó como si hubiera intuido en mí cierta duda al respecto.
Respiré hondo y volví a agarrar el móvil. Desactivé el manos libre antes de hablar.
—Por supuesto —dije a media voz—. Estaré a las seis en punto en mi puesto.