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La caja.

¿Qué?

La caja… ¿Dónde está la caja?

*

*

Martes. Pocos minutos después de la muerte.

—¿Qué coño…?

No sé qué vino antes, si el pinchazo en la barriga o esa pregunta cortada. Lo cierto es que, para cuando aparqué la moto a unos metros de la entrada principal de la fundación y comencé a caminar hacia las luces, ya se había apoderado de mí la certeza de que había metido la pata.

Dos ambulancias, cuatro vehículos del Cuerpo Nacional de Policía y otros tantos de la local. Agentes con maletines accediendo al edificio y otros encargándose de acordonar la zona.

—No se puede pasar —me dijo una mujer vestida de uniforme y con el pelo recogido en una coleta.

—He venido a…

Me obligué a callar, deduciendo que iba a ser mejor averiguar qué había ocurrido antes de contar a nadie lo que había ido a hacer allí.

—¿Su nombre?

La agente acababa de sacar una libretilla y se disponía a anotar mis datos.

—Ada. Ada Levy. Soy…

—Voy a necesitar su documento nacional de identidad, Ada.

Una petición correcta cargada de autoridad.

No sabía si me interesaba o no que aquella policía me identificara.

—Si habla con la inspectora Andrea García…

—Si me deja su documento nacional de identidad todo será más fácil —me cortó ella tajantemente.

«Esta tía es idiota», pensé mientras me descolgaba la mochila para sacar la cartera. «¿Qué ha podido pasar?», me pregunté, consciente de que todo aquel despliegue no podía haberlo causado algo sin importancia. Mi instinto me decía que no era buena idea que aquella poli me identificara, pero no se me ocurría ninguna excusa con la que poder dar media vuelta, regresar a mi moto y desaparecer.

—¿Ada? ¿Qué estás haciendo aquí?

«Salvada por la campana», pensé.

Andrea caminaba hacia mí con el semblante serio.

—He quedado con Beatriz Lorca —respondí—. ¿Qué ha pasado?

La inspectora se dirigió a la agente que aguardaba mi DNI y le pidió que nos dejara a solas. Su tono fue grave y distante y, por el gesto de aquella mujer, no debió de sentarle demasiado bien.

Antes de que hubiera podido darme cuenta, Andrea había echado a andar en dirección a la entrada principal del edificio. Avancé a grandes zancadas para alcanzarla y, justo cuando comenzaba a subir los escalones, creí ver a Martín, el guarda de seguridad, tendido en una camilla. Me detuve en seco para cerciorarme de que era él.

Sí, lo era. Un par de profesionales del 061 le estaban atendiendo; parecía algo desorientado y en su camisa creí ver restos de sangre.

—¿Qué coño ha pasado? —pregunté en voz alta.

Pero Andrea no estaba cerca para oírme. En aquel instante empujaba la inmensa puerta de cristal de la entrada para acceder al interior.

Subí los escasos diez escalones de dos en dos y me puse a su lado justo cuando Andrea pisaba el suelo de mármol del vestíbulo.

—¿Vas a explicarme qué ha pasado o no? —le pregunté adelantándome a ella y frenando su avance.

La inspectora se detuvo y me miró a la cara muy seria.

—¿Para qué habíais quedado Beatriz y tú? —fue su respuesta.

Elevé los ojos hacia el lejano techo y respiré hondo.

—Vale, lo cojo —le dije—. Estás rollo inspectora tocapelotas y no me queda más remedio que seguirte el juego hasta que te dé por contarme lo que ha ocurrido.

—Ada…, Beatriz Lorca ha sido asesinada. Alguien ha burlado el control, se ha colado en las instalaciones, ha matado a la abogada y ha salido huyendo dejando malherido al guarda de seguridad, así que, como comprenderás, es mi obligación averiguar para qué habías quedado con ella y, por supuesto, qué has estado haciendo esta tarde.

«Beatriz Lorca ha sido asesinada».

—¿Cómo?

«Beatriz Lorca ha sido asesinada».

Aquellas palabras se clavaron repetidas veces en mi pecho, a modo de angustiosas punzadas que parecían querer impedirme respirar.

«Beatriz Lorca ha sido asesinada».

¿Cómo iba a ser cierto? ¿Era eso a lo que se refería la última nota? ¿Era necesaria una muerte para revelar los secretos que escondía la…?

—La caja —dije en voz alta.

—¿Qué?

—La caja… ¿Dónde está la caja? —pregunté a Andrea.

Creo que, por un momento, la inspectora llegó a pensar que había perdido el juicio. Di media vuelta y comencé a andar hacia el despacho de la abogada.

«Es culpa tuya», me echaba en cara la voz de mi conciencia.

—Ada.

«Ha muerto una persona por tu culpa», insistía mi maldita cabeza.

—Ada, detente.

Hice caso omiso a las palabras de Andrea. Solo era capaz de pensar en la pequeña Lulú y en la nota que había junto a las fotos, en los ojos sonrientes de Marga y en la taza metida en la bolsa de plástico, en el tebeo que palpitaba en mi mochila y en el maldito cadáver que nos había llevado a aquella jodida situación… ¡En la puta caja y en que había metido la pata hasta la ingle al no contar la verdad a Andrea!

—¡Ada! ¡Si no te paras, te juro que te detengo por un delito de desobediencia grave a la autoridad!

Frené de mala gana mi avance porque estaba segura de que Andrea decía la verdad. La miré a los ojos y toda mi irritación desapareció cuando me di cuenta de que la inspectora estaba más preocupada que enfadada.

—¿Estás bien? —me preguntó—. Pareces al borde de un ataque de nervios.

Me costó un esfuerzo tremendo mantenerle la mirada. Estaba avergonzada y cabreada conmigo misma. Me sentía responsable de la muerte de la abogada, y ese sentimiento estaba engullendo mis entrañas.

—Creo que todo esto es por mi culpa, Andrea.

—Explícame eso —me ordenó la inspectora, cambiando la comprensión de su rostro por un gesto de incredulidad.

Miró a su alrededor para asegurarse de que ninguno de sus compañeros había oído lo que acababa de decirle y, acto seguido, me indicó con un gesto de la cabeza que la siguiera. Respiré hondo para tratar de controlar la taquicardia que llevaba un rato castigando mi pecho y, cuando me sentí preparada para reanudar la marcha, seguí los pasos de Andrea. Nos dirigíamos a la otra ala del edificio, una zona con menos movimiento policial, con menos densidad de orejas al acecho. Una zona más apta para el tipo de conversación que estábamos a punto de mantener.

Cuando pasamos por delante del despacho de Beatriz Lorca no pude evitar que mis ojos se colaran furtivamente en él. Aún tengo grabada en la retina la imagen de sus babuchas de seda descolocadas en el suelo a escasos metros de sus pies. Tenía las uñas pintadas de rosa.

El cuerpo deslavazado de la abogada había dejado de parecerme un tallarín.