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¿Crees que están siguiéndonos?

No lo sé, pero esto empieza a mosquearme demasiado.

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Hace dos lunas Granada perdió parte de su hermosura y parece que aún no se ha enterado. Hoy la ciudad ha amanecido como si nada hubiera pasado, como si el mismo sol bañara las fachadas y los tejados de sus edificios, como si las mismas aves anidaran en sus canalones y en las copas de sus árboles y como si el mismo río Darro discurriera, oculto, bajo su cemento. Todo permanece como si nada hubiera cambiado; no obstante, la ciudad que hoy despierta es muy diferente a la de ayer. Nada volverá a ser igual en ella tras la desaparición del mayor tesoro que Granada ha poseído y poseerá jamás: tu corazón.

Yo, que sí he sufrido tu ausencia, siento que he muerto en parte contigo. Mi libertad y mi ilusión por vivir, de golpe, han desaparecido para dar paso a una de las peores condenas que un hombre pueda padecer: la del peso de tu memoria, la de recordar todos y cada uno de los días que me quedan de vida que no pude mantener a salvo a la única mujer que he amado. Sé que me quemarán por siempre la huella del cándido contacto de tus manos y el sonido de tu voz, tan suave y tan cálido. Sin embargo, me enfrento con fuerzas a este primer día de tu ausencia, firmemente decidido a soportar el dolor de tu pérdida porque hay algo mucho más importante que tu muerte o que mis sentimientos: mantener fuerte y vivo tu legado.

Te prometo trabajar duro para devolver a Granada esa hermosura que ha perdido, la fortaleza al sol que baña las fachadas y los tejados de sus edificios, la gracia a las aves que anidan en sus canalones y en las copas de sus árboles y la pureza a las aguas del río Darro que discurre, oculto, bajo su cemento. Te prometo hacer todo lo posible para que, aunque la Granada que conociste y que adornaste no vuelva a ser la misma, pueda recuperar, al menos, algo de esa magia con la que la marcaste cuando posaste tus pies en la ciudad de la Alhambra.

DE F. C. PARA LA PEQUEÑA LULÚ

Viernes, a cuatro días de la muerte.

Confieso que cuando recibí la llamada de Flor, la noche anterior, avisándome de que alguien había dejado un nuevo paquete en la puerta de mi piso canté victoria durante un rato. Estuve completamente segura de que quienquiera que hubiera dejado aquel paquete (y el anterior) en la entrada de mi apartamento iba a haber quedado inmortalizado en alguna de las grabaciones de las cámaras. Imagina mi sorpresa cuando, antes incluso de haber abierto aquel sobre enorme, Enrico me explicó que lo habían lanzado desde la escalera.

—Nada. O sabían que habíamos instalado cámaras de vigilancia o lo sospechaban, porque se han asegurado de que no se vea lo más mínimo —dijo Enrico con fastidio.

—¿Crees que están siguiéndonos? —pregunté intranquila.

—No lo sé, pero esto comienza a mosquearme demasiado.

En aquel momento sonó el timbre del piso de Enrico.

—Debe de ser Andrea. Voy a abrir.

Me levanté y fui hacia la puerta.

Un minuto más tarde estábamos ubicados. Enrico a un lado de la barra de la cocina, Andrea y yo al otro, y un silencio sepulcral bañando la escena. El enorme sobre marrón descansaba sobre la superficie de madera, aguardando a que alguno de nosotros se decidiera a abrirlo.

—Hazlo tú —me dijo Andrea—. Conviene que los paquetes solo tengan tus huellas.

Le hice caso y lo sujeté con ambas manos. Tiré de la solapa adhesiva y la despegué sin obtener demasiada resistencia. Cuando introduje la mano noté el tacto inconfundible del papel de periódico… y algo más. Dentro del sobre había dos cosas: una nota hecha con recortes de prensa, similar a la primera que habíamos recibido, y un ejemplar de IDEAL Diario Regional de Andalucía en su tirada de Granada con fecha de 27 de septiembre de 1992. En esta ocasión, la nota era realmente escueta:

PÁGINA CENTRAL, IMPAR.

Si aquella indicación nos había parecido imprecisa, muy pronto nos dimos cuenta de que nada más lejos de la realidad. Los tres localizamos con un simple golpe de vista el motivo por el que teníamos entre manos aquel periódico. «DE F. C. PARA LA PEQUEÑA LULÚ», pudimos leer en la parte inferior de uno de los artículos que, más que un artículo, parecía un pequeño relato de despedida.

Si las miradas desgastaran, nuestros ojos habrían terminado borrando aquellas palabras dedicadas a «la pequeña Lulú». Cada vez teníamos más claro que el camino que debíamos seguir era el que nos estaba brindando aquel personaje de tebeo americano. Sin embargo, el relato del periódico acabó abriendo una nueva esfera que no nos habíamos planteado aún: «la pequeña Lulú» no era un simple dibujo de cómic ni tampoco una fundación. «La pequeña Lulú» representaba a alguien de carne y hueso, alguien cuya pérdida debió de haber marcado mucho a Fernando Castellano y que, tras la muerte del abogado, seguía marcando a alguien más.

—¿Crees que podrías averiguar si el 26 de septiembre de 1992 murió alguien en Granada de un modo violento o inesperado? —pregunté a Andrea después de pasar un buen rato en silencio.

Me levanté a por un vaso de agua. Cuando cerré el grifo sus últimas gotas hicieron un sonido agradable al caer sobre la taza medio llena que descasaba en el fregadero.

—Si hubo investigación policial, no creo que sea complicado —respondió Andrea.

—De acuerdo. Yo tengo una visita pendiente al cementerio. —Omití decir lo de las casas-cueva porque, por el momento, quería evitar que Andrea y su gente acabaran poniéndolas en el punto de mira—. También voy a hablar con un amigo que trabaja en El Ideal, por si puede localizarme en los archivos alguna noticia que guarde relación con esto y, sobre todo, intentaré corroborar que las iniciales con las que está firmado el artículo corresponden a Fernando Castellano —dije, notando que mi cabeza funcionaba a mil por hora—. Tampoco sería mala idea hablar con Beatriz Lorca por si tuvo constancia en su momento de esto y… —Cogí mi Moleskine para buscar algo que había anotado hacía días. Al no encontrarlo, decidí preguntar a Enrico—. ¿No fue la madre de Jacinto la que te contó que Fernando había pasado por una mala racha? ¿Crees que sería capaz de especificar en qué fecha fue? Puede que guardara relación con esto.

—Sí, fue ella —corroboró mi compañero—. La llamo y te cuento. Yo, por mi parte, sigo pendiente de Manuela, a ver si averiguo algo más.

—¿Qué sabemos del reloj de arena? —preguntó Andrea.

—Hemos dado con su creador gracias a una diminuta marca con forma de granada que había en el interior de la estrechez del reloj. Ha sido otro joyero el que me ha mandado a visitar a Miguel Luque, un orfebre retirado que solo acepta encargos esporádicos y muy bien pagados. El hombre vive en una cueva en el Sacromonte y trabaja en una de sus galerías subterráneas, en la que tiene una especie de chimenea natural que le permite hacer fundiciones de metales a pequeña escala. Tiene pinta de alquimista chiflado, pero inofensivo, con su barba larga y sus anteojos más propios de principios de siglo. Si hubieras visto aquello te habrías quedado pasmada. No te puedes imaginar…

—El abogado le encargó el reloj de arena hace cosa de un año —dijo Enrico cuando no soportó más el exagerado preámbulo al que los estaba sometiendo—. Fernando le pidió que realizara una joya que representara el paso del tiempo y el efecto que este tiene sobre los recuerdos. Según el joyero, Castellano solía hablar mucho de un pasado del que no daba detalles.

—O sí que se los dio, pero el señor Luque, fiel a los secretos que su cliente compartió con él, no ha querido compartirlos con nosotros —añadí en un tono de misterio.

Enrico me miró como si fuera tonta mientras Andrea asistía con atención a la explicación sobre el joyero.

—Lo realmente importante es que ha corroborado que la caja que buscamos es la de las fotos que te envió la tal Victoria Álvarez —prosiguió Enrico—. Nos ha contado que Fernando se la dejó unos días, antes de llevarle la llave, para que la restaurara y le diera un baño de rodio que evitara que el paso del tiempo volviese a oscurecerla. Cuando se llevó la caja le entregó la llave para que diseñara el colgante.

—¿Y ya está? —preguntó Andrea.

—Ya está —respondí—. Al menos ahora sabemos a ciencia cierta que estamos buscando la caja del zar Alejandro I.

—Bueno… —dijo Andrea sin demasiado entusiasmo.

De nuevo nos sumimos en un ajetreado silencio. Nuestras cabezas eran como piróscafos con las calderas hasta arriba de carbón, relacionando datos del caso e intentando trazar un plan de acción que pudiera llevarnos cuanto antes a buen puerto. Cuando no soporté más el estatismo físico en el que nos habíamos quedado anclados volví a levantarme y comencé a deambular por el salón. Mi mente siempre había funcionado mucho mejor en movimiento.

—¡Casi se me olvida! —exclamó Andrea de pronto—. Ya sé por qué la fundación está en manos de la firma Castellano Sáez-Castillo. Resulta que La Pequeña Lulú es una especie de sucursal de una fundación mexicana que lleva el mismo nombre y que nació un año antes que la de Granada. José Luís Lugo es el nombre que figura en los registros y la persona que, al parecer, dirige la sede granadina a través de la firma de abogados. Fue él mismo quien solicitó que Beatriz Lorca se encargara de gestionarla hasta que todo el tema del difunto se hubiera solucionado.

—¡Madre mía! Esto es cada vez más complicado. Partimos de un abogado que después de muerto desaparece del cementerio y nos topamos con un hombre que, en vida, fue tan aficionado a los objetos raros que acabó comprando una caja, según él, con una historia muy parecida a la suya propia y que, además, para cuidar de la infancia decide vender parte de sus acciones para abrir una fundación en Granada dependiente de otra mexicana. Espero que esto empiece a tener algún sentido pronto porque voy a acabar pensando que Fernando Castellano ha fingido su muerte como el zar ese de Rusia para poder largarse a México —solté de forma espontánea.

Lo curioso es que ninguno de los tres fuimos capaces de desdeñar instantáneamente mis palabras. Pero aquello era imposible. A todas luces era una ocurrencia descabellada, sobre todo porque, pese a existir sustancias químicas capaces de inducir estados similares a la muerte, había quedado probado que el cadáver del abogado había permanecido en las cámaras frigoríficas la friolera de tres días.

Claro que…

Seguí paseando por el piso de Enrico. Del salón a la cocina y de la cocina al salón. Del revistero en el que había descubierto que mi compañero compraba todos los números de Moter@s hasta el amplio estante atestado de especias en la cocina. Mirándolo todo. Tocándolo todo. Mientras mi motorcillo interno seguía funcionando.

—¿Alguien vio el cadáver después del primer día? —solté al fin, incapaz de eliminar aquella bobada de mi cabeza.

Andrea se quedó muda, con un rictus de irrealidad en el rostro que resaltaba con fuerza sobre sus serias facciones.

—Eso que insinúas es una barbaridad y lo sabes —dijo.

—Coincido con la inspectora —añadió Enrico.

—Sí, es una barbaridad, pero ¿no os parece tan probable como cualquiera de nuestras hipótesis? Teniendo en cuenta que aún no tenemos ninguna hipótesis, por supuesto.

Después de un pequeño tira y afloja en el que Enrico y Andrea insistían en lo descabellado de que Fernando hubiera fingido su muerte y en el que yo me aferraba a esa estrambótica hipótesis por pura necesidad de dar una explicación a todo aquello, terminamos por cambiar de tema, no sin antes tener la promesa por parte de la inspectora de que comprobaría que el tal José Luís Lugo era un hombre de verdad y no el pseudónimo con el que nuestro abogado había decidido comenzar una nueva vida tras fingir su muerte.