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De nuevo en el cementerio.
No subía allí desde el entierro de Fernando Castellano.
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Tres meses después de la muerte de Marga, Granada ya la había olvidado. La prensa había dejado de hablar de la pobre mártir y ya no se oían cuchicheos de bar cuando la investigadora privada que se había visto envuelta en el proceso entraba. Era como si la historia de la pequeña Lulú y del famoso abogado jamás hubiera existido, igual que ocurrió con la muerte de Lucía Lugo en el año 1992.
La policía se planteaba archivar el caso, dado que la viuda y el detective no habían dejado rastro. Yo me los imaginaba a los dos tumbados en una hamaca en el Caribe, mientras la caja de escritura del zar ruso acababa en algún rincón de los archivos de la comisaría, muerta de risa. Dentro de ella quedarían también olvidadas para siempre las fotos de la Mexicana, los tres billetes de avión con destino México y las notas falsas de doña Mercedes que llevaron a Lucía a la perdición, las decenas de cartas de amenaza contra el fruto de su vientre y el manuscrito de Fernando Castellano en el que detallaba todas y cada una de las pruebas forenses que su suegro había hecho desaparecer. Aquella caja parecía estar destinada a guardar oscuros secretos, como la verdadera historia del abogado que tuvo la mala suerte de enamorarse de una joven mexicana o el supuesto mensaje cifrado que el zar Alejandro I de Rusia había dejado para su amigo Aleksandr Pushkin.
—¿Ya estás? —me preguntó Andrea cuando me vio salir de la cocina de La Napolitana.
La inspectora aún permanecería unos meses de baja. Estaba bastante más delgada y, desde lo ocurrido aquel día, una extraña sombra cubría su semblante. Aún llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, ese brazo que, según el cirujano, le había salvado la vida interponiéndose entre la bala y su tórax. De no haber ralentizado el impacto, el neumotórax habría sido el menor de sus problemas teniendo en cuenta el ángulo de entrada.
—Sí, ya estoy —respondí—. ¿Adónde vamos?
—Quiero que me lleves a un sitio.
Cuando salíamos del restaurante me despedí de Nicolás y de su hija. Estaban sentados a una mesa comiendo y disfrutando de los servicios de la nueva camarera de La Napolitana, Pilar, una mujer que, hasta hacía un par de meses, había tenido que vivir con su marido en una cueva, lejos de su pequeña. Los tres parecían realmente felices.
De nuevo en el cementerio.
No subía allí desde el entierro de Fernando Castellano y, para serte sincera, habría preferido no tener que volver.
—¿Dónde está? —quiso saber Andrea.
—Acompáñame.
El panteón de la familia Castellano Sáez-Castillo estaba en el patio segundo, más conocido como el patio de los Ángeles, muy cerca del famoso Señor del Cementerio. Era un edificio sencillo, carente de simbología religiosa. En la puerta maciza, un gran reloj de arena dejaba bien claro para quién había mandado construir el abogado aquella tumba: para Lucía… Su Lucía. Yo estaba segura de que sus restos descansaban allí abajo desde hacía años.
—Creo que Marga sí que me quería —dijo de repente Andrea, y tuve la sensación de que respondía a aquellas palabras que, tres meses atrás, yo le había dicho cuando estaba inconsciente—. Es solo que me quería a su manera.
La inspectora no añadió nada más, y me negué a romper la extraña magia de aquel momento contradiciéndola. Tras varios minutos de silencio frente al panteón mi amiga sacó algo del bolsillo. Sostuvo unos instantes en la mano el pequeño sobre que Marga había dejado para ella y, a continuación, se agachó para deslizarlo bajo la puerta.
—Te perdono —dijo antes de dar media vuelta.
Mientras nos alejábamos no pude quitarme de la cabeza lo ocurrido aquel día. Andrea no había querido hablar de la muerte de Marga ni tampoco me había contado cómo había acabado ella en el Realejo, con una bala en un pulmón y el cuerpo de la mujer a la que amaba en su regazo. Ignoro si Marga la llamó para pedirle ayuda o si la inspectora conocía qué era lo que planeaba. Y supongo que jamás lo sabré porque, si hay algo capaz de guardar mejor un secreto que la caja de escritura que tantos quebraderos de cabeza nos dio en su momento, ese algo es la cabeza de mi amiga la inspectora.
Dos horas más tarde estábamos de vuelta en La Napolitana. El restaurante cerraba sus puertas por algo muy especial: la aparente recuperación de Cristina. Aún era demasiado pronto para cantar victoria, pero las últimas pruebas (en las que las células tumorales parecían haber desaparecido) y la inminente marcha de mi padre fueron la excusa perfecta para permitirnos un pequeño respiro. Vale que los daños en los centros motores del lenguaje no desaparecerían jamás y que no volveríamos a oír la dulce voz de mi amiga, pero al menos nos quedaba su reluciente sonrisa.
Aquella noche me sentí la mujer más afortunada del mundo por tener en mi vida justo lo que quería. Enrico, mi napolitano gruñón, y su sobrina; Flor, la mejor vecina sobre la faz de la tierra; Cristina, con sus ganas de vivir a tope y estrechando distancias con un Bruno especialmente sonriente; Andrea, jodida, pero decidida a recuperar su fuerza y su vida… y mi madre, esa mujer que me conocía como nadie y que parecía haber recuperado su característica locura.
Allí sentada en una banqueta de La Napolitana, mirando a mi alrededor, me di cuenta de que había pasado demasiado tiempo encerrada en mi propia música y que la vida era mucho más divertida cuando aceptabas la música de los demás.