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¿Demasiadas horas de trabajo?
Lo digo por sus pies. No lleva zapatos.
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La fundación La Pequeña Lulú estaba situada en el campus de la Salud, muy cerca del centro comercial Nevada. Era un pequeño complejo que destacaba enormemente en aquel lugar por sus formas redondeadas y sus colores. Una pequeña isla infantil entre tanta mole recargada de seriedad.
Aparqué junto a la puerta, al lado de la enorme Lulú que daba la bienvenida a los visitantes con un gigantesco cartel en el que podía leerse: «Fundación La Pequeña Lulú: CARIÑO, ALIMENTO Y CONOCIMIENTO». Subí la escalera rememorando la primera vez que mi compañero y yo habíamos acudido juntos a hablar con la abogada. Fue al día siguiente de la aparición del paquete. Una visita mucho más formal, nada de avisos a última hora. Al llegar a la puerta principal saludé al segurata y le indiqué que Beatriz Lorca me esperaba. Él me hizo una tarjeta de visitante y me pidió que esperara en el vestíbulo, un lugar amplio, lleno de viñetas del cómic tanto en las paredes como en algunas zonas del suelo y con multitud de murales infantiles completando la estampa.
—Buenas tardes, detective.
Había dedicado aquellos minutos de espera a comprobar el correo y las redes sociales, y la voz de la abogada me pilló desprevenida. Aunque he de reconocer que el modo en que se dirigía a mí me gustó bastante.
—Hola, Beatriz. Ya sé que es un poco tarde, pero creemos haber hecho un avance importante en el caso y quería hacerle unas preguntas —le expliqué.
—Acompáñeme.
Aún no me había acostumbrado a que la gente me tratara de usted.
—Estaremos más cómodas en mi despacho. Por cierto, ¿se ha dado cuenta de que le sangra una ceja?
De nuevo sentí que se resentía mi orgullo. La herida debía de haberse abierto con el roce del casco. Saqué un pañuelo limpio para contener la pequeña hemorragia y le expliqué que me había dado un golpe con una puerta.
—Debería ponerse hielo o mañana amanecerá con el ojo morado —me advirtió.
Mientras la seguía me di cuenta de por qué no la había oído llegar. Caminaba descalza por aquellos suelos de mármol. Su cuerpo, largo y delgado, me recordaba a un tallarín. Siempre me había hecho gracia esa palabra, esbelta y grácil. Tallarín.
—¿Demasiadas horas de trabajo? —pregunté.
—¿Cómo?
—Lo digo por sus pies. No lleva zapatos.
—Ah, sí. Demasiadas horas y demasiados centímetros de tacón —me explicó—. Suelo llevar unas babuchas dentro del maletín para ponérmelas en el despacho, pero he debido de dejármelas en casa o en el coche.
De pronto un recuerdo caprichoso me llevó a mi pasado con Hugo. Al primer (y único) aniversario que habíamos celebrado juntos. Una noche muy especial, con una cena romántica con vistas a la Alhambra en el restaurante El Agua y unos zapatos con tacón de aguja nada acertados para pasear por las calles del Albaicín. Acabé caminando descalza por la calle Elvira, notando el cálido empedrado bajo los pies y el alma llena de vida.
«Estos recuerdos no me hacen ningún bien», pensé, sintiendo por dentro un aplastante quiero-recuperarlo-pero-no-puedo.
—Pase, por favor —me indicó Beatriz.
—Sí, gracias —dije toda vez que regresaba del interior de mi cabeza—. Una cosa… ¿cree que podríamos tutearnos? Siempre he pensado que el usted y el respeto no tienen por qué ser sinónimos —propuse copiando las palabras de José Antonio, el gerente del cementerio.
—Pues pasa y toma asiento —me invitó de nuevo con una sonrisa cercana.
El despacho de aquella abogada reflejaba, en cierto sentido, su energía. No es que fuese un lugar demasiado especial; de hecho, su mobiliario era de lo más frío e impersonal. Sin embargo, ella se las había apañado para imprimir su marca en la estancia. Varios ramos de flores en llamativos jarrones, arte abstracto y colorido en las paredes, un pequeño mural con fotos familiares, varios bolígrafos de gama media con interesantes estampados y una agenda con un diseño muy alejado de lo que habría imaginado para una abogada. Unos pocos detalles que hacían que el lugar también me recordara a un tallarín.
—¿Y bien? ¿Qué necesitas saber? —me preguntó en un tono cordial.
—Beatriz, ¿sabes si Fernando era aficionado a coleccionar antigüedades?
En esa ocasión no fue sorpresa ni rechazo lo que advertí en su rostro, sino más bien curiosidad.
—Yo no lo expresaría así —matizó—. Más que las antigüedades, a Fernando le gustaban los objetos con historia, y siempre que adquiría uno era porque tenía la sensación de que podía guardar algún tipo de paralelismo con su vida.
—Explícame eso —le pedí.
—Para que te hagas una idea, hay un vinilo de un grupo que nadie conoce enmarcado en su despacho porque, según me contó, la canción fue grabada el mismo día en que él se graduó. Le parecía mucho más interesante tener ese… singular cuadro en la pared en lugar de la orla de su promoción. —Beatriz parecía rebuscar con cariño en sus recuerdos—. Yo le llamaba el Basurillas. Compraba cualquier cosa con la que encajase a nivel emocional, ya costara una miseria o una fortuna. Para él era como contar su propia historia a través de los objetos de otros. Una extraña autobiografía.
Más allá de lo tremendamente interesante que parecía lo que la abogada me contaba, comencé a darme cuenta de algo que no había notado en mi primer encuentro con ella: aquella mujer parecía conocer a Fernando Castellano mucho mejor que su propia familia. Era como si hubieran estado unidos por una de esas amistades en las que ambas partes confían tanto la una en la otra como para compartir algún que otro secreto. O, al menos, eso era lo que Beatriz intentaba hacerme creer.
—Si te enseño la foto de un objeto, ¿me dirás, si lo sabes, si perteneció a Fernando? —pregunté.
—Puedo intentarlo.
Saqué el móvil con una sensación rara, con un pinchazo de recelo, como si estuviera a punto de entregarle un tesoro. Antes de dárselo me detuve a observar el rostro de aquella mujer de pelo corto que parecía haber esquivado, con cierta ayuda del bótox, las arrugas de la cincuentena. Llevaba las cejas perfectamente depiladas y el maquillaje tan impecable como lo habría lucido a primera hora de la mañana.
—¿Me dejas ver?
—Ah, sí, claro. —Me había pasado con el tiempo de duda y de observación—. ¿Te suena esta caja?
Le alargué el móvil con una de las imágenes en la pantalla.
Los ojos de Beatriz viajaron del móvil a mí y de mí al móvil. No supe descifrar el gesto de su cara y, para cuando me devolvió el teléfono, yo ya estaba en ascuas.
—Es una de sus piezas más caras —me dijo con seguridad en la voz—. Ni siquiera quiso contarme cuánto se había gastado en ella.
—¿Conoces la caja? —pregunté con una pizca de impaciencia—. ¿La has visto?
—Claro que la he visto. Está guardada en una vitrina de su despacho.
De pronto tuve la sensación de estar muy cerca del desenlace. La llave parecía palpitar en el interior del reloj de arena, clamando por su momento, por volver a acariciar la cerradura a la que pertenecía, por mostrarme todos y cada uno de sus secretos. Un instante después regresé a la realidad; me dije a mí misma que no estábamos viviendo El señor de los anillos versión llave y que lo único que sentía era una impaciencia brutal por acabar con todo aquello.
—¿Podría verla? —le pregunté tratando de mantener un tono contenido.
—Por supuesto. Pero antes tenemos que ir a recepción a pedirle a Martín las llaves del despacho.
Martín resultó ser el guarda de seguridad de la fundación. Por lo que pudimos ver, un guarda de seguridad muy angustiado, después de haberse dado cuenta de que la llave del despacho del difunto Fernando Castellano no estaba donde debía estar.
—No sé qué ha pasado —se excusó el hombre—. Lo juro, doña Beatriz. Yo no he tocado esas llaves y también pondría la mano en el fuego por mi compañera Toñi.
—Un momento, no nos apuremos —terció la abogada—. Puede que la haya cogido alguna de las mujeres de la limpieza y no la haya devuelto a su sitio —propuso ella.
—Imposible —objetó Martín—. Nadie tiene permiso para abrir ese despacho salvo usted y los jefes de Madrid.
«Gracias por el dato», le dije mentalmente al apurado segurata.
—Vayamos a ver de todas formas —insistió Beatriz.
No tengo muy claro cuándo comencé a sospechar seriamente de la abogada: si fue en mi casa, cuando me planteé que la fundación podría ser la clave de todo; si en aquel mismo instante en el que, sin saber cómo, las llaves del despacho de Fernando Castellano habían desaparecido, o si la mosca empezó a volar detrás de mi oreja unos segundos más tarde cuando, al girar el pomo de la puerta, nos la encontramos abierta.
—Esto es raro —dijo Beatriz.
Entramos en el despacho en fila. Primero ella, luego yo y, por último, Martín.
—No puede ser —oí decir a la abogada.
—¿Qué es lo que no puede ser? —pregunté nerviosa.
—La caja… no está en la vitrina.
Unos minutos después, cuando hubimos comprobado que, efectivamente, la caja había desaparecido, un temor creciente me llevó a hacer otra pregunta.
—¿Vas a denunciar?
—Por supuesto —respondió Beatriz—. Es un objeto muy valioso.
«Menuda cagada», pensé. Con aquello tenía muchas posibilidades de perder el caso del muerto desaparecido.
Según mis cuentas, hasta aquel momento habían pasado unas tres horas y, además de una torta en la cara, estaba a punto de perder a mi muerto perdido, valga la redundancia. Los investigadores privados solo podemos ocuparnos de casos que, a priori, no sean constitutivos de delito y, cuando nos encargamos de uno que la policía ha archivado anteriormente por falta de pruebas, estamos obligados a poner en conocimiento de las autoridades cualquier indicio de delito que pueda guardar relación con el caso.
Eso era lo que acababa de ocurrir: la muerte de Fernando Castellano, más allá del robo del cadáver, no había tenido hasta aquel momento ningún delito asociado. Mi muerto era mi muerto únicamente porque no existía un buen motivo para que la policía se lo quedara. Hasta que apareció la caja en escena y se jodió todo.
—Ada, sabes que tenemos motivos más que suficientes para relacionar la desaparición del cadáver del abogado con el robo de la caja de escritura —me dijo Andrea cuando nos quedamos a solas en un lugar apartado—. Ya sabes lo que eso significa.
—No lo hagas. No me quites el caso, Andrea. —Sabía de antemano que aquella batalla estaba perdida—. He invertido mucho tiempo en esto y necesito solucionarlo.
La inspectora se sentía claramente incómoda ante aquella situación. Los de la científica pasaron a nuestro lado cuando iban de camino hacia el despacho de Fernando Castellano y mi amiga se tensó al verlos.
—Lo siento, Ada —susurró—. Ya sabes cómo funciona esto.
—Claro que lo sé, pero no vas a hacer daño a nadie trabajando en equipo conmigo. Recuerda el caso de las lápidas. Las dos acabamos llegando al mismo sitio. Puede que juntas lo hubiéramos conseguido mucho antes. Intentémoslo ahora, Andrea. Hagámoslo juntas —le propuse a la desesperada.
—Ada, entrégame el colgante, por favor —me pidió la inspectora.
—No lo tengo —le solté espontáneamente.
Ella me miró con cara de «eso no hay quien se lo crea» e insistió en su petición.
—Te lo juro, no lo tengo. Se lo he dado a Enrico antes de venir aquí. Iba a visitar un par de joyerías del centro —mentí como una bellaca.
Me parece que, en el fondo, Andrea no me creyó. Me da que estaba convencida de que el reloj de arena, la llave y la nota se encontraban en mi mochila, en el mismo lugar en el que los había guardado durante el almuerzo. Y lo habría tenido fácil para comprobarlo porque yo no habría podido negarme a un registro. Sin embargo, hubo algo que la disuadió. No sé si nuestro anterior caso en paralelo o si un pálpito.
—Luego hablamos —me dijo—. Vete a casa. Pasaré por allí cuando termine.
—¿Eso quiere decir que no me quitas al muerto? —pregunté, nerviosa.
—Eso quiere decir que tengo que tomar declaración a tres personas por el robo con fuerza de un objeto de valor incalculable y que no tengo tiempo de discutir con una amiga tan cabezona como tú —respondió ella con la voz crispada.
Le sonreí y salí corriendo de la fundación.