18

¿Esa sangre es suya o de su amiga?

Es mía… Me corté al entrar.

*

*

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¿Cómo lo haces? ¿Cómo logras sacar jugo a siete días de ocio con tu mejor amiga cuando sabes que, pasado ese tiempo, ella ya no estará?

¿Cómo lo haces? ¿Cómo consigues no pensar en el final?

«Esto no va a ser nada fácil», me dije cuando dejé a Cristina instalándose en mi dormitorio. Quise darle un rato a solas, para ayudarla a recuperar parte de la intimidad que había perdido en el hospital, y fui directa a la cocina, a mi rinconcito de paz.

—Hola, bicho —saludé a Clemente, mi pez negro y horroroso, nada más entrar en la estancia—. ¿Cómo te ha tratado Flor? ¿Has comido bien?

Interpreté el movimiento de sus mofletes como un sí y me acerqué a mi diminuta despensa para coger un cartón de leche. Me preparé un exquisito café y me senté a la mesa, frente a mi pez.

—¿Cómo voy a hacerlo, Clemente? ¿Cómo voy a fingir que esto no se acaba?

Mi bichejo de ojos saltones se limitó a nadar en su pecera y a regalarme, de vez en cuando, alguna que otra topadita contra el cristal.

—Oh, por favor, tanto apoyo y comprensión por tu parte me abruma —le dije golpeando con la uña del dedo índice la superficie del acuario.

No sé si fue el sonido o el movimiento de las aletas de Clemente, pero el caso es que algún detalle acabó despertando mi memoria. Viajé unos veinticinco años atrás, a otro paseo con mi madre. Yo tenía unos seis o siete años y caminaba excitada por aquella feria de pueblo, con luces, música y gente por todos lados. Aquel fue uno de nuestros primeros intentos de escapada y yo aún era lo suficientemente inocente para creer que no habría marcha atrás.

«¿Luego subiremos otra vez? ¿Eh, mamá? ¿Subiremos otra vez?», le preguntaba yo insistentemente a una madre dolorida a causa de, según ella, una caída por la escalera. «Es que va a ser muy corto y vamos a querer más».

¿Qué clase de persona que acaba de sufrir una paliza descomunal decide subirse en los coches de choque de una feria? La respuesta es sencilla: una madre desesperada, que necesita hacer ver a su hija que se encuentra bien. Una madre empeñada en que la infancia de su pequeña comience a parecerse a eso, a una infancia.

«Ada, ¿por qué no dejas de pensar en el después y disfrutas del ahora? Si solo te concentras en lo poco que durará la atracción, por muchas veces que repitas no la disfrutarás nunca».

En aquel momento no entendí las palabras de mi madre, supongo que porque no estaba preparada para entenderlas, y por eso no disfruté de mis cuatro viajes en la atracción. Del mismo modo que tampoco supe ver los gestos de dolor que pintaban su rostro cada vez que impactábamos contra otro coche. Sin embargo, un montón de años después la semillita de aquella enseñanza maternal pareció germinar de pronto.

—Te quiero, mamá —susurré.

Di un sorbo a mi café y me levanté para acercarme al estante de las legumbres. Cogí el tarro de vidrio en el que guardaba los garbanzos y lo vacié en una bolsa con cierre hermético. Luego enjuagué el tarro, lo sequé con papel de cocina y lo puse sobre la mesa. Volví a sentarme y me quedé mirándolo fijamente mientras el sonido de la cisterna llegaba hasta mis oídos. Cristina debía de estar en el servicio.

Abandoné la silla de nuevo y fui hacia el salón sin hacer demasiado ruido. Regresé a la cocina con un folio y un bolígrafo en una mano. Doblé el folio repetidas veces y lo corté en ocho trozos. A continuación cogí uno de esos trozos y lo acaricié con la punta del boli: «Aroma a colonia de bebé. Sus sonrisas después de nuestra charla».

Doblé varias veces aquella pequeña nota, la metí en el tarro y lo cerré. Me había propuesto disfrutar de mi presente con Cristina, fraccionar aquellos siete días en miles de momentos especiales para guardarlos en un tarro de garbanzos. Sonrisas, miradas de complicidad, charlas, palabras, bromas…, cualquier detalle que pudiera llevar la etiqueta «los recuerdos de Cristina» acabaría tatuado en un diminuto papel. De ese modo, cuando ella hubiera desaparecido podría usar aquel cofre de recuerdos improvisado para enfrentarme a su pérdida, para atravesarla y, con el tiempo, superarla.

Estaba de espaldas a la entrada de la cocina, guardando en un rinconcito mi tarro de los garbanzos, cuando sentí la vibración del móvil sobre la mesa. Al darme la vuelta para cogerlo me encontré a Cristina, apoyada en el marco de la puerta con su Smartphone en la mano. Parecía haberse vuelto más sigilosa desde que había perdido la capacidad de hablar, como si estuviera aprendiendo a explotar su silencio.

—¿Ya estás lista? —le pregunté al verla allí plantada.

Sentí una alegría fugaz en el pecho al darme cuenta de que tenía otro bonito recuerdo para guardar en mi tarro: «Cristina, tan preciosa como siempre, apoyada en el marco de la puerta de mi cocina».

Hizo un tímido sonido gutural y señaló con el dedo mi móvil. Quería que habláramos.

CRISTINA: ¿Podríamos hacer algo con mi pelo? No quiero parecer una enferma estos días.

Al leer aquello la miré y caí en la cuenta de que esa semana no habría ciclos de quimioterapia ni tampoco radioterapia. Nos dedicaríamos a disfrutar en cuerpo y alma de la vida que le quedaba y, desde luego, estar guapa era una condición necesaria.

YO: ¡Por supuesto!

YO: ¿Quieres que lo cortemos o que intentemos que recupere algo de volumen? A lo mejor pueden ponerte unas extensiones.

CRISTINA: Lo que sea, mientras me quede bien.

Me acerqué a ella para inspeccionarle la melena. Parecía carente de vida, a punto de desprenderse de su nacimiento. Sin embargo, no tenía demasiadas calvas aún, supuse que porque no había avanzado en el tratamiento hasta esa fase y porque, además, Cristina siempre había tenido una buena mata de pelo. Cogí de nuevo el móvil para darle mi opinión. No sé por qué, pero me había acostumbrado a hablar con ella de esa forma.

YO: Creo que sería mejor cortarlo.

Tras leer mi mensaje Cristina echó mano de su rubio y largo cabello. Llevaba años sin contárselo y siempre lo había tenido sano y voluminoso.

CRISTINA: ¿No se notarán las calvas?

YO: Aún tienes muchísimo pelo. Casi no se notará.

—Y si alguien comenta algo, podemos decir que estás mudando como los gatos —solté de propia voz.

—Jajajajaja…

Me encantó aquella risa espontánea. Llevaba días sin oírla y ya había comenzado a pensar que había desaparecido junto con su capacidad para hablar.

Una hora y media después de nuestra conversación en la cocina estaba dejando a Cristina en Silvia Ruiz, el centro de belleza al que yo solía acudir, entre otras cosas, para cortarme mi diminuto flequillo. Acababan de cancelarles una cita y no tuvimos que esperar.

Mientras atendían a mi amiga (corte de pelo, manicura, pedicura y no sé qué más) me acerqué en coche hasta su casa. Llevaba una pequeña lista en el bolsillo con las cosas que Cristina estaba echando en falta: prendas de ropa, abalorios, bolsa de aseo, maquillaje y, lo más importante de todo, el ejemplar de A través del espejo y lo que Alicia encontró allí que su padre le había regalado poco antes de que su madre falleciera. Para hacer más llevaderos los últimos momentos, Cristina solía imaginar que vivía en el mundo al otro lado del espejo, un lugar en el que no existían ni la enfermedad ni la muerte y todo era rematadamente loco y divertido.

«Ojalá existiera un lugar así», pensé cuando tuve el libro entre las manos.

Subiendo la escalera hacia la planta de arriba recibí una llamada de Enrico.

—He estado hablando con Beatriz Lorca —me dijo, y durante un segundo no tuve la menor idea de a quién se refería—. Niña, ¿me escuchas? —agregó elevando el tono.

—Sí, perdona, es que estoy… —Por fin me vino a la mente—. ¿Me hablas de la abogada que estaba llevando el tema de la paternidad de Gonzalo y Jacinto?

—La misma. Lo que cuentan esos chavales es cierto. Esa mujer es especialista en temas de familia y ella misma me ha confirmado que está llevando el caso por petición expresa de nuestro muerto —me explicó Enrico—. Parece que eran buenos amigos además de jefe y empleada y, aunque ella nunca supo nada de esos chicos, cuando Fernando le habló de ellos, de su intención de reconocer su paternidad y ayudarlos en lo que pudiera, Beatriz se puso manos a la obra. De no haber muerto Fernando, Gonzalo y Jacinto habrían estrenado ya el apellido Castellano.

Desde mi punto de vista, y gracias a todas las series americanas y novelas policíacas que habían pasado por el filtro de mis ojos, aquello tenía toda la pinta de ser un buen móvil para un asesinato: el de Fernando Castellano por parte de alguien de su familia. Sin embargo, Andrea había insistido mucho en que el médico forense había dictaminado que el abogado había muerto de forma natural.

—¿Crees que el fallecimiento de ese hombre fue un simple golpe de suerte para la familia? ¿Y si encontraron la forma de cargárselo sin que se notara? —pregunté, más para mí que para Enrico—. Se lo cargan pensando que así lograrán quitarse de encima a los hijos bastardos y se dan toda la prisa del mundo para incinerarlo, pero, como acaban paralizando la cremación, deciden robar el cuerpo a fin de ocultarlo.

—Si suprimimos lo del asesinato, acabas de describir la hipótesis de la policía, tal cual —me soltó Enrico, y yo me sentí estúpida por habérmelo tomado como todo un descubrimiento—. No es una mala deducción, pero ahora hay que probarlo. Y a nosotros nos han contratado para encontrar el cuerpo; no nos valdría de nada demostrar quién se lo ha llevado si no logramos averiguar dónde está.

Enrico tenía toda la razón del mundo.

—Bueno, y… ¿te ha dicho algo más esa mujer? —quise saber.

—Sí, me ha dicho algo que empieza a ser mosqueante.

—¿Qué te ha contado?

—Que a ella no le consta que la secretaria de Fernando estuviera al tanto. Es más, he conocido a la verdadera secretaria de Fernando Castellano, que ahora es la de Beatriz, y ella jura que jamás ha hablado con los supuestos hijos de su difunto jefe —me explicó—. No sabía nada del asunto. Así que parece que tenemos un fantasma… Y quiero averiguar quién es.

Cuando colgué el teléfono estaba sentada en el último peldaño de la escalera, ya en la planta de arriba. Dediqué unos segundos a pensar en ese fantasma del que hablaba Enrico, pero pronto me embargó la prisa y quise salir de allí lo antes posible.

Mi socio deseaba que nos viéramos esa misma mañana para establecer un plan de acción y le pedí el favor de postergar el encuentro. Le expliqué con más detalle lo de Cristina (omitiendo el desenlace que tendría lugar al cabo de una semana) para que no se figurara que estaba escurriendo el bulto con el caso y Enrico, para mi sorpresa, se ofreció a encargarse de la mayor parte del trabajo aquellos siete días. Cada noche, cuando Cristina se metiera en la cama, él vendría a casa y hablaríamos de nuestro muerto.

—Tiene muy mala leche, pero es un trozo de pan —dije en voz alta refiriéndome a Enrico cuando me dirigía hacia el dormitorio de mi amiga.

Cogí todo lo que me había encargado excepto la bolsa de aseo y el maquillaje porque, sencillamente, no pude hacerlo.

Al entrar en el cuarto de baño me reencontré con aquella escena dantesca en la que el cuerpo de Cristina había yacido, lacio y deslavazado, sobre mi propio cuerpo. Las toallas y los blísteres de pastillas seguían desperdigados por el suelo, tal como los habíamos dejado al salir de allí con los sanitarios. Todo permanecía igual, salvo por un detalle, una nimiedad en la que en aquellos momentos de confusión no había reparado. El cuarto de baño estaba lleno de rastros de mi propia sangre. Sentí una punzada en la mano derecha.

«¿Esa sangre es suya o de su amiga?», me había preguntado alguien aquella noche.

«Es mía… Me corté al entrar», había sido mi respuesta.

El agua estancada de la bañera, los azulejos, el lavabo, las toallas y el váter. Todo había quedado impregnado con mi sangre. Se me revolvieron las tripas al regresar a aquellos momentos con el factor hemorragia incluido en la ecuación. Así que di media vuelta y me marché.

Salí de la casa de Cristina llevando casi todo lo que había apuntado en la lista. El resto lo conseguí en el supermercado más cercano.