8
¿Cómo que por dónde íbamos?
¿Por dónde vas tú?
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—¿Qué os hizo sospechar que el cadáver llegó a salir del cementerio? —pregunté a la inspectora cuando nos quedamos a solas.
Andrea me miró fijamente. No encontré sorpresa o rechazo en sus ojos; parecía estar planteándoselo en serio.
—Bueno… El cementerio permanece cerrado por las noches —me explicó—. Aun así, peinamos todo el recinto en busca de algún rastro.
Sus escasas explicaciones me dieron que pensar. Tuve la sensación de que el interior del cementerio había sido descartado casi desde el primer momento. De hecho, parecía ser lo más lógico.
No obstante, y dada mi reciente experiencia con los camposantos, me dio por preguntarme algo: ¿Qué mejor lugar para esconder un cadáver que aquel en el que se guarda la muerte?
Nuestra conversación se prolongó un rato más en la cafetería del tanatorio y mis conclusiones en torno a todo lo que había averiguado aquel día acabaron llevándome a una idea recurrente: me había caído encima un buen marronazo.
Fuera como fuese, por mucho que paladeara esa certeza, traté de borrarla de mi mente. Enrico y yo habíamos aceptado encargarnos del caso y no iba a darlo por perdido nada más empezar con él.
—Tengo la incómoda sensación de que este fiambre me dará algún que otro quebradero de cabeza —concluí.
—Te ayudaré en lo que pueda —me dijo Andrea—. De hecho, esta misma noche te envío un listado con las personas autorizadas a moverse por el interior de las instalaciones y otro con las que estaban trabajando cuando ocurrió todo. Y puede que también te venga bien conocer el entorno del abogado, tanto el laboral como el familiar. Eso te ahorrará tiempo.
Toda aquella información iba a venirme muy bien, sí. Quizá la investigación de Andrea y de su equipo no hubiera dado frutos, pero si tenía la oportunidad de conocerla a fondo, y la usaba como punto de partida, podría proporcionarme las alternativas que necesitaba para ir avanzando hacia buen puerto.
—Muchas gracias, de verdad —le dije—. Por suerte cuento con el apoyo de Enrico. Él se centrará en Fernando y su entorno, y yo me ocuparé del cadáver.
También le expliqué a Andrea que pretendía entrar en el cementerio para buscar posibles vías de escape. Solo como una posibilidad más y hasta que mi socio averiguara algo.
—De todas formas, voy a tener que tomármelo con calma, al menos por unos días. No quiero apartarme demasiado de Cristina… Y nuestro abogado ya está muerto —le expliqué, bromeando un poco para quitar hierro al asunto.
—Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, incluso si necesitas desahogo.
Respiré hondo porque me había negado a venirme abajo.
—Gracias, nena. Es solo que, en este momento, no estoy preparada —le expliqué—. Todo esto ha despertado viejos fantasmas y tengo la sensación de que ahora me vendrá mejor el ímpetu que el llanto.
—Te entiendo —dijo.
Nos interrumpió la vibración de su móvil sobre la mesa.
Cuando comprobó de qué se trataba, Andrea no pudo evitar sonreír con carita de boba. Conservó la huella de aquella sonrisa mientras escribía un mensaje de whatsapp.
—Perdona, ¿por dónde íbamos? —trató de disimular.
—¿Cómo que por dónde íbamos? ¿Por dónde vas tú? —le pregunté en tono burlón.
El rubor conquistó su rostro en cuestión de segundos. Jamás había visto a Andrea en aquel estado tan cercano a…
—¡A ti te gusta alguien! —exclamé—. Confiesa —le pedí en voz baja al ser consciente del lugar en el que estábamos.
Tuve que insistir mucho, tanto que acabé pensando que no iba a soltar prenda, pero al fin me habló de Marga. Una chica de apenas treinta años, pelo castaño claro muy corto, carita de muñeca e inmensos ojos de color caramelo (inaudito oír a Andrea describir a alguien de aquella forma).
—Tiene una de esas caras que no olvidas jamás. Sus ojos siempre sonríen —me dijo, y tuve la sensación de que estaba robándome algunas frases; como si su forma (racional, concisa y escueta) de hablar no fuese suficiente para describir a Marga.
Me contó que la había conocido en una cafetería del centro y que llevaban viéndose varias semanas. Aún no había ocurrido nada entre ellas, más allá de unos «simples besos», recalcó, pero Andrea estaba segura de que la atracción era mutua.
—Me siento extraña, ¿sabes? Sus ojos, su cara… Toda Marga es magnética. ¡No puedo dejar de pensar en ella!
«Y tan extraña», cavilé yo. Aquella era la primera vez que Andrea dejaba que una pelota de emoción abandonase su pecho para brotar cariñosamente de su boca.
Me alegró saber que la vida de mi inspectora favorita estaba normalizándose lo suficiente para haberse abierto a conocer a una chica nueva. Aquello era un síntoma inequívoco de que el peso del pasado había ido disminuyendo en su interior para acabar perdiendo la batalla frente a un presente lleno de posibilidades.
—Anda, márchate —la animé—. Es tu día libre y lo estás perdiendo en el cementerio en compañía de una colgada. Además, yo también tengo que irme.
No tuve que repetirlo. Se levantó de la silla, cogió su bolso y se dispuso a salir de allí.
—Por cierto… —Se volvió a un par de metros de mí—. Ojalá todas las colgadas fueran como tú, amiga.
Me encantaron sus palabras, sobre todo porque Andrea no solía ser así de cercana.
Permanecí unos minutos sentada a la mesa de aquella cafetería, rodeada de caras cargadas de congoja y de cansancio, tratando de poner un poco de orden en los apuntes de mi libreta y preparándome mentalmente para mi visita diaria a casa de Cristina.