59
Agarré la chaqueta,
saqué la navaja del bolsillo
y se la puse en el cuello.
*
*
Mi visita a Manuela surtió efecto antes de lo esperado. Lulú dio señales de vida al día siguiente y, pese a no explayarse en su mensaje, me proporcionó la satisfacción de haber acertado en mis razonamientos.
—Esta mañana he recibido noticias de Marga —dije a Enrico cuando llevábamos un rato caminando.
—¿Qué clase de noticias?
—Un correo electrónico, de un contacto desconocido.
—¿Estás segura de que es de ella?
—Segurísima. Venía a decir algo así como que estamos equivocados. Afirma que Gonzalo no ha podido matar a Beatriz Lorca y que el camino que estamos siguiendo es erróneo. Me pide que no me aleje del caso y se disculpa por haber provocado la muerte de una persona inocente.
—¿Puedo ver ese mensaje?
—Por supuesto.
Saqué el móvil, busqué el correo electrónico del que hablaba y se lo mostré.
Avanzábamos por Camino de Ronda en dirección a la Chana. Enrico se había propuesto que recuperara mis rutinas para alejar mi cabeza del caos en que se había sumido. Creo que se había tomado muy en serio lo de impedirme que volviera a hundirme en lo más profundo del pozo, en esa rutina carente de música.
—¿Se lo has hecho llegar a la inspectora?
—Sí. Está tratando de averiguar desde dónde ha sido enviado, pero no cree que saquemos nada en claro —le expliqué—. De todas formas, no he podido evitar volver a dar vueltas al tema. ¿No crees que todo lo que ha pasado es demasiado extraño? Muere la abogada, arrestan a Gonzalo y ¿lo damos todo por zanjado? ¿Qué hay del cadáver? ¿Y de los demás actores de esta historia? Joder, ¿es que de repente la viuda se ha convertido en una santa? Yo creo que esta muerte le ha venido muy bien a doña Mercedes. Manuela insinuó ayer varias veces que la viuda era la culpable de todo lo que estaba pasando y, sin embargo, lo que ha ocurrido le ha servido para que cesen las habladurías en torno a su familia y para recuperar el estatus que había perdido. —Hice una pausa para tratar de calmar mi cabreo creciente—. No me imagino a Marga como la mala de la peli, por mucho que haya cometido la barbaridad de robar el cuerpo de su padre —afirmé, cada vez más segura de ello— y de usarnos a su antojo. Lo siento, pero no puedo. No es eso lo que transmitían sus ojos.
—Eres una sentimental.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo.
Enrico y yo caminábamos cada vez con más brío, no sé si por la tensión que emanaba de mis palabras o por el frío creciente de aquellos primeros días de octubre. La mochila rebotaba en mi espalda siguiendo el ritmo de mis pasos y el viento hacía bailar, con su vaivén, las greñas canosas de mi compañero.
—¿Qué quieres que te diga? —me preguntó de pronto, sin añadir nada más.
—¿Cómo que qué quiero que me digas? —Me detuve en seco—. Quiero que me digas lo que piensas de todo esto.
Mi compañero echó a andar de nuevo, más despacio ahora, y paró en el paso de cebra que cruzaba Camino de Ronda hacia la gasolinera de Villarejo.
—Me fastidia admitirlo porque quiero verte fuera de todo esto, pero estoy de acuerdo contigo: detrás de la desaparición de Fernando Castellano hay mucho más de lo que parece. La muerte de la abogada ha puesto en el punto de mira a la novia de la inspectora y ha aligerado la carga de demasiadas personas. Hay algo que no cuadra.
—Llevo un par de días con un runrún en la cabeza. He estado pensando en la relación entre Marga y Gonzalo, y creo que ellos dos tuvieron que conocerse tiempo atrás. Tanto Manuela como Trinidad pertenecían al mismo mundo, incluso trabajaron en la misma casa de citas, aunque sus labores fueran distintas. Veintitantos años son muchos años, ambas mujeres pudieron pasar por momentos buenos y momentos malos, ¿y quién dice que no acudieran la una a la otra para compartir alegrías o desdichas? Puede que Marga y Gonzalo se conozcan desde niños y que no hayan sabido de su relación fraternal hasta hace poco —expliqué a Enrico—. Eso aclararía muchas cosas, sobre todo el modo en que Gonzalo la protege, por no hablar de la invención de la secretaria fantasma. Quizá incluso fueran al mismo jardín de infancia. No sé…
—Lo que cuentas tiene lógica, aunque no tiene por qué ser cierto. De cualquier modo, eso solo aclara comportamientos, pero sigue sin llevarnos a ningún lado.
—Ya…
El silencio se apoderó de ambos durante unos minutos. Nos limitamos a avanzar uno al lado del otro sumidos en nuestros pensamientos y manteniéndonos al margen del resto del mundo. Cuando pasábamos por la acera soterrada que desemboca en el barrio de la Chana me dio por mirar atrás un instante y me sentí algo incómoda de pronto.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —pregunté a mi compañero en voz baja.
—Lleva pegado a nosotros desde que salimos a Camino de Ronda —respondió él con voz calmada—. Y no es la primera vez que le veo.
¿Has tenido en alguna ocasión uno de esos momentos en los que, de repente, dejas de sentirte a salvo? Un ruido inesperado cuando estás a solas en casa, un paseo solitario por un callejón oscuro y apartado… Un simple detalle que provoca que todo tu cuerpo se tense y tus sentidos comiencen a funcionar a mil por hora. Tus oídos se agudizan, tus pupilas se dilatan, tu boca se seca y tu piel… tu piel vibra al son de los latidos de tu corazón. Eso fue lo que sentí al ser consciente de que estaban siguiéndonos.
—Nos separamos en la siguiente bocacalle. Despídete con naturalidad y continúa hasta el gimnasio como si no pasara nada. Si no he regresado cuando termines de entrenar, pide a algún compañero que te acompañe a casa. Que no se te ocurra volver sola, ¿me oyes?
Las instrucciones de Enrico me pusieron aún más nerviosa, pero no quise que se me notara. Aquella no era la primera vez que alguien me seguía y no pude evitar pensar en las posibles consecuencias.
—Enrico…
Antes de que me diera tiempo a decir nada más mi compañero se separó de mí y se adentró en la primera perpendicular que encontramos.
—¡Luego te veo, jefe! —exclamé, tratando de dar la mayor normalidad posible a mi voz y sintiendo un fuerte pinchazo en la barriga.
Continué caminando tal como mi socio me había indicado, a velocidad media, sin volver la cabeza a pesar de la extraña sensación que se había apoderado de mi nuca.
«¿Aún estará ahí o habrá ido tras Enrico?», me pregunté. De repente caí en la cuenta de lo bien que podría venirnos una imagen del tipo, así que saqué el móvil y fingí hablar por teléfono con alguien. «A ver, cómo narices se hacía lo de las fotos instantáneas», pensé mientras daba toquecitos con la yema del dedo gordo en las teclas laterales del volumen y del encendido. Enrico me había explicado mil veces que podía hacer una foto con mi móvil sin necesidad de encender la pantalla, simplemente tocando varias veces una tecla. Pero ¿qué tecla?
—¡No, mujer! No hace falta que vengas tú. Ya me paso luego por tu casa —disimulaba yo en voz un poco más alta de lo normal mientras acertaba con los malditos botoncitos.
Dos pulsaciones a la tecla pequeña y… nada. Seguía sin oír el sonido característico de la cámara (aunque quizá fuera porque ese sonido estaba silenciado). Luego probé con dos toques al aumento de volumen, sin obtener resultado.
—De verdad que no hace falta. Me paso yo, y así nos tomamos unas cañas.
Un toquecito largo al botón del volumen y… tampoco.
—¡Me cago en la puta! —Se me escapó en voz alta y, para disimular, fingí seguir con la conversación—. Deja de insistir. ¡Que me paso yo y punto!
E hice como que colgaba justo cuando estaba llegando a la puerta del Shito Ryu donde ya esperaban Pablo, Paco y Gustavo.
—¿Te has perdido o es que te ha dado por venir a entrenar? —Me daban la bienvenida echándome en cara las ausencias.
—¿Me sigue alguien? —pregunté en un susurro y sin darme la vuelta aún.
—¿Qué dices, loca? —respondió Pablo echando la vista al camino que acababa de recorrer.
Al ver que ellos le quitaban importancia, me volví y comprobé que la calle estaba desierta.
—¿Pasa algo, Ada? —quiso saber Gustavo, que sí estaba más al tanto de los líos en los que solía andar metida.
—Nada, tío. Ha debido de ser una falsa alarma —contesté toqueteando el móvil y consiguiendo hacer, al fin, la foto espontánea.
«Menuda cara de gilipollas», pensé al ver mi rostro inmortalizado en la pantalla.
—Tengo que volver pronto a casa, no quiero que Enrico se preocupe —dije al oído a Mario, casi sin aliento, mientras empujaba con fuerza entre mis piernas.
—No me hables de tu socio mientras follamos —respondió él antes de clavarme los dientes en el cuello—. Te he echado de menos, ¿o es que no te das cuenta?
Aquella noche el boxeador de la nariz rota estaba de lo más posesivo. Nos habíamos encontrado en el dojo, se había metido en la clase para entrenar conmigo y no había permitido en ningún momento que otro de los compañeros se me acercara. Lo encontré especialmente violento y creo que, de no ser por mí, habría dado rienda suelta a la energía salvaje que inundaba sus venas. «¿Qué coño te pasa?», le había preguntado después de haber logrado esquivar un directo. «Perdona, hoy no tengo un buen día», había sido su respuesta. ¡Y tanto que no tenía un buen día! No se lio a hostias con alguno de los chicos porque me tuvo cerca en todo momento.
Más tarde, cuando nos quedamos solos, me llevó a su discoteca y volcó toda su ansiedad sobre mi cuerpo.
—Si me empleo a fondo, ¿vas a contarme qué te pasa? —le pregunté con una sonrisa lasciva mientras detenía el movimiento de sus caderas.
Estaba tratando de disimular, pero lo cierto es que me estaba hartando de follar con un tío que ni siquiera se dignaba mirarme a los ojos.
—No me jodas, Ada. Lo único que necesito ahora es que sigas con las piernas abiertas.
Me sujetó las manos y siguió empujando, con tanto ímpetu que estaba empezando a hacerme daño.
—Para —le dije en voz baja y apoyando las manos en su pecho, pero no quiso hacerme caso y continuó clavándome su cuerpo sin importarle el estado en que me encontraba—. Te he dicho que pares, Mario.
La segunda vez intenté desembarazarme de él, pero tensó aún más los músculos y comenzó a caer a plomo sobre mí, dejándome cada vez más aprisionada. Volví la cabeza y localicé mi chaqueta a menos de un metro.
—Te has equivocado de tía.
Antes de haber acabado mi frase le di un cabezazo en la nariz con toda la potencia de mi cuello y, cuando se llevó las manos a la cara gritando, empujé una de sus rodillas con el talón y aproveché su desequilibrio para ponerme sobre él. Agarré la chaqueta, saqué la navaja del bolsillo y, por puro instinto, se la puse en el cuello. Hervía de rabia y, si me hubiera dejado llevar, le habría reventado la cara a hostias.
Él se quedó quieto, tratando de contener la hemorragia nasal y mirándome como si no entendiera lo que acaba de ocurrir.
—Te has equivocado de tía, Mario —le dije. Plegué la hoja de la navaja y me levanté lentamente—. No sé qué cojones te ha pasado hoy, pero para hacer lo que estabas haciendo conmigo, mejor te lo montas con una almohada.
—Ada… Ada, yo…
—Que te jodan, Mario.
Cogí mi ropa y salí desnuda de su despacho. Por suerte, la discoteca estaba cerrada y pude vestirme a solas en uno de los servicios. Tuve que limpiarme con agua algún que otro resto de sangre.
Cuando me miré en el espejo no logré reconocerme en la imagen que me mostraba. Mi cara estaba llena de ira y mi cuerpo temblaba bajo la piel a causa de la adrenalina. «¿Qué coño ha pasado ahí dentro?», me pregunté sin dar crédito a la escena que acababa de vivir. ¿Mario había intentado forzarme o había sido yo quien, después de decenas de veces, no había querido seguir el juego? ¿Cómo cojones había sido capaz de comportarme de aquel modo? Le había dado un cabezazo en la nariz sin pensarlo y… ¿y cómo había sido capaz de coger con tanta rapidez la navaja?
No logré encontrar respuesta a ninguna de aquellas cuestiones, pero lo que sí tuve claro cuando me largué de aquel lugar fue que, si Mario hubiera querido hacerme daño, nada me habría salvado de sus manos.
Llegué al piso de Enrico en torno a las doce y media de la noche, con la mente al borde del colapso. Me sentía desubicada y desquiciada, regresando cada noche a una casa que no era la mía y experimentando unos sentimientos que, pensaba yo, no me correspondían. Era pura rabia. Si te soy sincera, eran tantas las cosas que me preocupaban que ya todo había dejado de preocuparme. Giré la llave en la cerradura y, antes de haber abierto la puerta del todo, deshice el movimiento. No quería estar allí. De hecho, no quería estar en ningún sitio salvo en mi cama, en mi propio piso.
Antes de dar media vuelta y comenzar a bajar la escalera saqué el cuaderno de la mochila y escribí una nota para Enrico: «Necesito estar sola. Mañana nos vemos». Pasé el papel doblado bajo la puerta y me marché. Descendí de dos en dos los escalones y salí a la calle, al abrigo de las bajas temperaturas, la dureza del asfalto y la soledad de aquellas horas.
—¿Recuerdas aquel día, cuando aún estabas convaleciente a causa de la paliza y quisiste marcharte a hacer justicia?
Las palabras de Enrico me sobresaltaron. Yo ya caminaba a la altura de la plaza de Gracia y había comenzado a disfrutar del silencio de las calles tan típico de un martes cualquiera en la ciudad. Me volví y le vi plantado frente a mí a unos quince metros, con el rostro lleno de preocupación y preparado para no dejarme marchar.
—Aquello fue diferente, yo estaba malherida y pretendía salir a cazar a un asesino en serie.
El camión de la basura dobló la esquina e inició su lento recorrido por la calle en la que nos encontrábamos. Se detuvo un momento para que los operarios vaciaran los cubos en su interior y, segundos más tarde, continuó con su ruta dejando un tufillo desagradable a su paso.
—Sé que lo estás pasando mal, pequeña, pero debes tener un poco de paciencia. Mantente a mi lado solo unos días más. Te prometo que todo terminará pronto.
Por un instante me pareció que el «todo terminará pronto» no se limitaba al caso de Fernando Castellano. Enrico se estaba comportando de un modo demasiado protector conmigo y lo del abogado desaparecido no me parecía motivo suficiente.
—Te lo juro, no puedo más. Necesito volver a tener libertad. Necesito volver a ser yo. ¿Es que no lo entiendes?
Claro que lo entendía, por eso había salido a buscarme, porque sabía que una noche a solas en casa no iba a ayudarme a recuperar esa libertad que echaba tanto de menos. Se acercó a mí lentamente, como quien intenta aproximarse a un animal poco acostumbrado al contacto y que teme que, de un momento a otro, se asuste y desaparezca.
—¿Ha ocurrido algo esta noche? —preguntó mi compañero.
—No. No ha pasado nada —respondí al tiempo que me llevaba la mano al bolsillo en el que tenía la navaja y me preguntaba, una vez más, cómo había sido capaz de reaccionar de aquella manera.
«Una gata enjaulada», pensé.
«Soy una puta gata enjaulada».
—Estoy harta, Enrico. Estoy harta de todo esto. De lo de Cristina, de que mi madre y mi padre estén en la misma ciudad, del jodido muerto desaparecido, de ser la marioneta de Marga… —Hice una leve pausa antes de vomitar una gran verdad—. Estoy harta de no reconocerme.
Aún no sé por qué, pero mi última frase arrancó una carcajada a mi compañero.
—Jajajaja… ¿Harta de no reconocerte? —preguntó regalándome una de sus sonrisas—. Estás creciendo, Ada, lo que pasa es que aún no te has dado cuenta, pequeña. Anda, vamos a tu casa. Esta noche dormimos allí los dos y, de paso, hablamos del tipo que ha estado siguiéndonos. Parece que, como de costumbre, esa cabecita que tienes iba bien encaminada.
—¿Por qué? ¿Sabes quién es?
De pronto me olvidé de todo lo demás, igual que un gato cuando le enseñan un ovillo de lana.
—Aún no, pero he ido tras nuestro perseguidor y ¿adivinas con quién se ha encontrado en el parque García Lorca?
—¿Con la señora Mercedes?
—¡Bingo! Premio para la señorita.