31

A veces no te toco porque tengo temo quemarte.

¿Y por qué no dejas que sea yo quien asuma ese riesgo?

*

*

*

Tras la metafórica y placentera muerte de mi padre me sentí liberada. Fue como si, después de años acarreando una mochila llena de piedras, hubiera logrado desprenderme de ella para siempre. Sabía que mis heridas no se habían curado de golpe y porrazo, pero algo en mi interior me decía que, después de aquella noche, todo iba a cambiar.

Para empezar, tras ocho horas de sueño, desperté como si hubiera estado durmiendo durante días enteros. Mis ojeras habían desaparecido, mi cuerpo estaba más liviano que en jornadas anteriores y, toda una novedad, mis tripas tronaron exigiendo un desayuno abundante.

Sonreí al espejo del cuarto de baño y al del salón. Antes de entrar en la cocina, también dije «hola» al del recibidor.

—¡Buenos días, Clemente! ¿Cómo te encuentras esta mañana? —pregunté a mi pez negro y horroroso—. Ya veo que estás bien.

Mientras se calentaba la leche para el café fui al salón para poner un CD de Wynton Marsalis que aún no había escuchado. Antes de que me hubiera dado tiempo a regresar a la cocina, un piano, un contrabajo, una batería y una trompeta (la de Wynton) comenzaron a sonar y a hacer de las suyas. Un fantástico ritmo que acabó contagiando mi cuerpo y regalándome un estupendo desayuno en compañía de Clemente.

—Hoy me siento muy bien, bichejo. Pienso dedicar todo el día a hacer lo que me apetezca —explicaba yo a mi pez mientras contemplaba la rapidez con la que engullía su comida—. Para empezar, voy a llamar a Flor para dar un paseo por Granada. Luego telefonearé a mi madre porque hace varias semanas que no sé nada de ella —añadí, aunque esta parte no me convenció del todo—. Y… ¡Ay! ¡Casi se me olvida avisar a Bruno para lo de esta noche!

Cogí el teléfono y le mandé varios mensajes.

YO: ¡Buenos días!

YO: ¿Te apetece venir conmigo y con unas amigas a un concierto de fado esta noche?

Adjunté una imagen con el cartel.

YO: La cena está incluida en el precio y me han dicho que el lugar está genial.

Bruno tardó un rato en responder.

BRUNO: Si tú me acompañas antes al cine, trato hecho.

BRUNO: Reponen Cristal oscuro y hoy es el último día. No me gustaría perdérmela. Ya sabes que es mi peli favorita.

YO: ¿Dónde y cuándo?

BRUNO: 18.30 h.

BRUNO: Kinépolis.

—¿Has oído, Clemente? Ya tengo plan a partir de las seis de la tarde. Ahora solo me falta rellenar el resto del día.

Ritmo, ritmo, ritmo… Mi vida de nuevo estaba llena de ritmo y yo me sentía genial. Claro que quizá lo de recuperar ese ritmo de sopetón no era lo más aconsejable para una mente desordenada e impulsiva como la mía. Para mí siempre ha sido demasiado fácil acabar metiendo la pata.

—¿Qué tienen en común El Cristal oscuro, Dentro del laberinto, El último mohicano y En el nombre del padre? —me preguntó Bruno antes de entrar al cine.

—¡Sorpréndeme!

Sonreí al ver su entusiasmo.

—A Trevor Jones, el compositor de sus bandas sonoras —me explicó—. Se hizo famoso gracias a El último mohicano, pero ya tenía una larga trayectoria. La de Dentro del laberinto la compuso junto con David Bowie.

Bruno era una fuente inagotable de conocimiento. Siempre que nos veíamos acababa aprendiendo muchísimas cosas nuevas, y aquella tarde no fue una excepción.

—Es curioso —dije—, estos días he tenido muy presente la peli del rey de los goblins.

—¿Y eso?

—Por el caso en el que estoy trabajando. A veces pienso que aún no he conseguido entrar en el laberinto —le expliqué—. Y ni siquiera sé si lograré hacerlo alguna vez.

Al salir del cine comprendí por qué aquella película era la preferida de Bruno. No solo se trataba de la historia. Jim Henson había hecho una obra de arte, un largometraje construido íntegramente con marionetas y con un montón de curiosidades escondidas tras cada detalle. Por ejemplo, algo que me pareció especialmente bonito fue que Brian Froud, diseñador artístico de Cristal oscuro (y de Dentro del laberinto) conoció a su futura esposa durante el rodaje de la película. Lo curioso es que ella era la diseñadora de las marionetas y que, a partir de ahí, compartieron tanto su profesión como su amor.

—Aún es temprano —comentó Bruno mirando el reloj—. ¿Quieres que tomemos algo?

Me pareció buena idea. Como íbamos en vehículos distintos, le pedí que eligiera él un destino y yo me limité a seguirle. Escogió el Faragüit, no sé si por casualidad o porque quería llevarme al lugar en el que nos habíamos liado por primera vez hacía algunos años.

Entramos en el local y, aprovechando que la planta superior estaba abierta, fuimos a nuestro rincón favorito. Siempre solíamos quedarnos arriba cuando salíamos en grupo.

—Antes veníamos mucho por aquí —dije, y tuve que elevar la voz para que me oyera; la música estaba anormalmente alta.

—Echo de menos aquellos tiempos —comentó él mirándome fijamente a los ojos—. Han cambiado demasiadas cosas.

De pronto, y sin venir a cuento, recordé lo gustosa que era su boca.

Tenía razón, habían cambiado demasiadas cosas. A raíz de la muerte de Susana (y de la llegada de Hugo a mi vida, no puedo negarlo), el grupo había acabado por romperse. Nunca había querido detenerme a pensarlo, pero, en gran parte, aquella ruptura había sido por mi culpa, por no haber cuidado de Susana, por no haberme enfrentado a su muerte del modo más sano posible, por no responder a las llamadas de Magda y de los demás, por haber metido la pata con Bruno…

—¿Por qué sigues estando conmigo? —le pregunté de forma espontánea, aunque consciente de que no había escogido bien mis palabras.

Bruno acercó su banqueta a la mía, tanto que, al sentarse, pude notar el cálido contacto de su cuerpo. Acercó sus labios a mi oído y me dijo:

—Estás muy equivocada. No estoy contigo porque tú no me dejas.

Sorprendida, volví la cabeza para mirarle y nuestras bocas se quedaron a unos centímetros de distancia.

Le habría besado si él no se hubiera retirado a tiempo.

—Va en serio, Bruno —carraspeé tratando de disimular—. No soy la mejor de las compañías. La mayor parte del tiempo me comporto como una cabra loca y el resto desaparezco. Entendería que no quisieras cogerme el teléfono.

—Supongo que ninguno de los dos somos perfectos —dijo—. Tú siempre dando tumbos y yo siempre con la careta puesta.

Me gustó aquella forma de describirnos a ambos. Yo caminando a trompicones por el mundo y él fingiendo ser alguien que no era. Muy pocos lo sabían, pero Bruno era un tipo de lo más normal. Un hombre muy cercano, de sonrisa fácil y siempre dispuesto a darte un abrazo. Lo que más me gustaba de él era su capacidad de ilusionarse con pequeñas cosas y lo que más gracia me hacía de su carácter era la necesidad que tenía de tocarlo todo, de sentirlo. Siempre había supuesto que esto último era por su profesión, la escultura, que requería mucho contacto. Adoraba pasar las horas encerrado en casa acariciando distintos materiales con las manos y dando a luz obras inimaginables. El mundo superficial y grotesco por el que se movía a veces no era realmente su mundo, pero, si quería seguir viviendo de su arte, aquello era imprescindible. Yo intuía que al verdadero Bruno le caía mal el Bruno de las fiestas y las galerías de arte; allí siempre iba con careta porque sabía que si se la quitaba, que si dejaba de ser el excéntrico escultor, el bicho raro que con tan solo veinte años había logrado exponer en el MoMa de Nueva York, muchos de sus compradores acabarían buscando a otro que les permitiera seguir contando en sus altas esferas lo extravagante y tremendamente maniático que es el mundo del arte contemporáneo.

—¿En qué piensas? —me preguntó.

—En nada en particular —respondí.

—Pues si no piensas en nada en particular, ¿por qué no regresas aquí y me cuentas qué te ha pasado estos últimos meses? Volviste a desaparecer.

En aquel momento llegó el camarero con nuestros cafés. Aproveché aquellos segundos para tratar de cuadrar una respuesta. Tras la ruptura con Hugo mi relación con Bruno había ido fortaleciéndose poco a poco. Pese a haber metido la pata con él por culpa de mis malditos impulsos sexuales, Bruno parecía haberme dado otra oportunidad en el plano amistoso y no quise desaprovecharla. «Si tiene que pasar algo entre nosotros, el tiempo lo dirá», pensé por aquel entonces. Y parecía que el tiempo comenzaba a decirlo. Bruno y yo nos veíamos cada vez con más frecuencia y poco a poco esa atracción sexual que sentía hacia él fue adquiriendo nuevos significados. Me encantaba tenerle cerca, charlar durante horas, acudir a exposiciones a las que él solo iba a disfrutar… En definitiva, aquel hombre de mirada castaña había comenzado a ocupar un buen trozo de mi mente. Sin embargo, no sé si por miedo a volver a hacerle daño, si porque el recuerdo de Hugo aún estaba demasiado caliente o si porque, por aquella época, le diagnosticaron la enfermedad a Cristina, no sé exactamente por qué, pero acabé huyendo de nuevo. Y lo que más me jodía no era mi cobardía; lo que más culpable me hacía sentir era que, a pesar de mis ausencias, Bruno seguía estando ahí.

—No sé lo que me ha pasado —admití—. Lo único que sé es que a veces no te toco porque temo quemarte.

—¿Y por qué no dejas que sea yo quien asuma ese riesgo?

El poco espacio que nos separaba desapareció y, después de más de tres años rememorando lo gustosa que era su boca, volví a perderme en ella. Pero no me supo todo lo bien que había imaginado… Aquel contacto cálido y tierno tiró del recuerdo de los iris bicolores que echaba tanto de menos.

Me retiré como si hubiera sido yo quien había acabado quemándose.

—Lo siento —me disculpé sin saber muy bien qué más decir.

No podía contarle la verdad. No podía explicarle que aquel hombre al que había elegido en su lugar, hacía más de tres años, había vuelto a interponerse entre nosotros. ¿Cómo iba a confesarle aquella aplastante realidad que, incluso yo, me estaba negando a creer?

—Aún le quieres… —Su voz no sonó a su voz.

No fue un reproche ni un lamento. Fue una mera constatación. Una realidad que, al salir de su boca y golpear mis tímpanos, me abrumó.

—Supongo que sí —reconocí, y sentí un caluroso rubor inundando mis mejillas.

Bruno deslizó su banqueta y abrió espacio entre nosotros. Me sentí la mujer más imbécil del universo. Tanto tiempo guardando las distancias para acabar cagándola con un beso de mierda.

—No sé qué decirte. —Le fui sincera.

—No hace falta que digas nada. Ya te he dicho que era yo quien debía elegir si quemarme o no. —Un corto silencio y una leve sonrisa—. Aunque, la verdad, habría preferido quemarme después de haberte llevado a la cama un par de veces.

Aquello sí que no me lo esperaba. Estaba pasando por el momento más incómodo de mi vida, haciéndome a la idea de que Bruno iba a desaparecer para siempre cuando, de repente, va y me rompe los esquemas.

—Gracias —le dije al cabo de un rato.

—Gracias a ti —me respondió él.

—¿Por qué? —No tenía por qué agradecerme nada.

—Has crecido mucho, Ada. Hace algún tiempo habrías vuelto a romperme el corazón —me explicó—. Por fin me he dado cuenta de que contigo solo puedo seguir dos caminos: apartarte de mi vida o cultivar una amistad. Y lo tengo claro: me quedo con la segunda opción.

Nuestro café en el Faragüit se alargó un rato más y, del modo más distendido y relajado, asentamos las bases de esa amistad. Bruno me pidió un tiempo para hacerse a la idea de que debía cambiar su forma de sentirme, pero me prometió que muy pronto estaría de vuelta en mi vida, dispuesto a enseñarme a esculpir un terrón gigante de azúcar y a hacer curvas tras mi moto, conduciendo su precioso Lotus Elise. Me pidió que lo disculpara ante Marga y Andrea porque no iría a la cena y, ya en el aparcamiento, me dio un fuerte abrazo de despedida.

—Mándame un mensaje cuando sepas algo de Cristina.

Aquella fue su última frase. Pasarían unos cuantos meses antes de que volviéramos a tener una conversación espontánea y sin incomodidades.