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«Hola qtl.» Vaya tonterías. Ahora entendéis por qué prefiero la grabadora. De todas formas, esa ventanita que se abre me gusta realmente mucho, felicidades, próspero año nuevo. Aquí está la lista de los trabajos con la madera, casi terminados. Espero que se vea que éste es el mascarón de proa de Ljubo, el dálmata. Navegó toda su vida con esa figura, dice el libro, hasta que, entrado en años, lo desembarcaron y lo llevaron a hacer de vigilante en un faro. Sentía nostalgia de ella, pero no estaba triste, porque la veía llegar y marcharse, y pasar por debajo de él, enhiesta en la proa de su viejo barco. Pero un día la vio llorar, porque habían vendido el barco a un armador que lo iba a destinar a otras costas, de modo que ya no se verían nunca más. Pero durante el último viaje por la vieja ruta el barco naufragó y las olas trajeron el mascarón de proa a las rocas del islote donde estaba su faro; así que recogió la figura y se la llevó a casa, a su habitación de lo alto del faro. Y cuando años después decidieron que el viejo faro tenía que ser clausurado y el viejo Ljubo metido en un asilo —¿no será por casualidad esto una casa de reposo, un asilo para ancianos? No me había dado por pensarlo, aunque...—, de todas formas tenían que separarse de nuevo, pero ella le cogió de la mano y se lo llevó a un reino encantado del fondo del mar, aquí abajo. Yo hundí a Maria en las aguas negras de la muerte, incluso le até una piedra a los pies, y ella en cambio me cogió de la mano y me llevó a un país feliz, donde estamos por fin juntos. Mire lo bien que me ha salido, lo contenta que está ella también. Habéis tenido una buena idea poniéndome a hacer este trabajo, Arbeit macht frei.

¿Pero es verdad que ya no se hacen más mascarones de proa, como dice el prospecto? Así que a lo mejor soy el último. ¿Pero existe un último, en cualquier ámbito? Aquí está escrito que en 1907, cuando la Marina americana decidió retirar los mascarones de las proas, un oficial compuso una poesía en la que añoraba su navegación en los viejos tiempos desde la Tierra de Fuego a la bahía de Baffin y se apenaba porque hubieran desaparecido para siempre. Los aedos, ya se sabe, aman los adioses y los lamentos fúnebres; la Musa se despide de los héroes difuntos del tiempo pretérito.

Se quiere encontrar al último creador de mascarones de proa, más glorioso que el primero, porque el final es más majestuoso que el principio y le hace palpitar más al corazón. Pero pocas páginas después, he ahí a otro último, un tal William Rumney, que tenía a su hija como modelo y murió en 1927, cuando su arte estaba ya «casi olvidado». Pero se vuelve la página y he ahí como por ensalmo a otro aún más postrero, Jack Whitehead, isla de Wight, 1972.

No me echéis a mí la culpa, que no he sido yo el que ha escrito nada de eso; es vuestro libro, con todas esas hermosas figuras y esos nombres, el que está hecho un lío. Me da pena, esa carrera por el farolillo rojo, ese afán por ser el glorioso último superviviente de una estirpe. Los últimos ya no existen; nada desaparece y en nadie reverbera el rojo de la tarde, la gloria de lo que se apaga.

No hay ningún último, el gran teatro desempaca las tumbas y vuelve a poner a todo el mundo en pie; se alzan los muertos y las pastas de la abuela en Semana Santa, que nadie sabía hacer como ella, están ahí de nuevo sobre la mesa, elaboradas por la conocida Panadería y Pastelería de la Abuela. Clonación universal, ya no habrá más muertos; siempre las mismas caras por la calle, ninguna historia de amor perdida en el pasado, sino cada una de ellas repetida tal cual, oh muerte, ¿dónde está tu aguijón? Y sin embargo a veces se necesitaría, se querría poder desaparecer y dejar de existir, haber sido y no ser ya...

Lujos de antaño, hoy día la vida eterna es obligatoria. No es nada raro leer que en 1972 el joven Bernd Alm, que había ido a echar un vistazo a la exposición de Whitehead y Gachés, pensara que también él podría ganarse la vida restaurando o construyendo esas figuras fatales o bien, todavía mejor, haciendo copias de las que se habían perdido. Otros siguieron enseguida su ejemplo. Y la nostalgia de los mascarones de proa de antaño enseguida puso manos a la obra a los impostores, que empezaron a reproducir, copiándolos de las ilustraciones, los más famosos haciéndolos pasar por verdaderos y luego, poco después, vendiéndolos como falsos pero falsos de autor, que precisamente en cuanto tales interesan al alma kitsch de la humanidad. Justo destino, por lo demás, para una figura surgida de las aguas, reino de la mentira y de lo engañoso.

Estas que estoy haciendo aquí —hay ya un buen número, casi he llenado el almacén— son también una serie de falsos, pero de falsos auténticos. De autor, si puedo decirlo sin pecar de inmodestia. Están todas, nunca tan claras y reconocibles como ahora: ésta es Maria, ésa es Marie, aquélla Mariza, y luego están Márja y Norah y Mangawana; también está la revolución, con un gorro frigio y una bandera roja. Reencontradas todas ellas de nuevo, ya no se escapan, tan compuestas y rígidas y llenas de dignidad, y yo ya no las vuelvo a perder; monto la guardia en torno a ellas, las cuido, les quito el polvo, las limpio, por fin en paz conmigo mismo, inocente. No es que yo sea tan presuntuoso como para creerme el verdadero último, hasta ahí podíamos llegar, el próximo impostor tal vez esté ya ahí a la puerta, nadie es nunca el último en el corazón de una mujer.

A ciegas
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