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Aviso de llegada de correo. Colaborar, insistir, abrirlo. Hay un mensaje. «De mis cosas no me lamento, que he encontrado de baños otro establecimiento.» Adivina adivinanza. ¿Nadie responde? Sí, hombre, sí, es aquel poemilla de Cesare Colussi; él llegó aquí abajo a las antípodas con el San Giorgio, en 1952, un año después que yo, quiero decir ciento cuarenta y nueve años. De acuerdo, no es una poesía extraordinaria, no hace falta que nadie me lo diga a mí que, con toda modestia, de esas cosas algo entiendo. No en balde he escrito dos novelas, una tragedia y una comedia, además de varios ensayos, que sólo la envidia de la camarilla literaria londinense impidió que se publicasen. Lo mismo que el viaje a Islandia, por lo demás, que habría sido una bomba. Pero Colussi me cae bien, con su afición a los baños de mar, más contento que unas pascuas por haber encontrado una playa bien resguardada cerca de Melbourne donde poder recalar con su barca, así se le pasaba un poco su nostalgia de la Linterna de Trieste, del Pedocin, como llamábamos a aquel viejo establecimiento balneario al que iba yo también de muchacho, famoso porque los hombres y las mujeres están rigurosamente separados —todavía hoy, según he leído en II Piccolo, el periódico de Trieste que me dais a leer para hacerme creer que estoy allí arriba. Exacto, los hombres aquí y las mujeres allí, de ese modo se evitan complicaciones dolorosas, enredos, incordios, tragedias.
Pero no basta con separar a los hombres de las mujeres. También a los hombres, cada uno por su lado. No, ni siquiera así, ya estar con uno mismo es demasiado, le coge uno gusto a hacerse daño, es como hacerse bojkot. Qué alivio si estuviera solo, sin esta pantalla, sin esta cinta, sin mí. De incógnito, en privado. Un poco como en la Linterna, sin esas piernas de mujeres ahí tan cerca. Colussi fue hasta el último momento a la Linterna. Yo no, como se comprenderá, yo también iba, pero a otros baños, a los baños penales de Goli Otok. «Espléndidos baños de mar para turistas, reservas hoteleras en...» Si creéis que tiene alguna gracia enseñarme ese folleto ilustrado, distribuido el mes pasado por la Oficina de Turismo croata...
Colussi vino aquí abajo porque, a fuerza de no encontrar trabajo, los pantalones le venían cada vez más grandes y entonces emigró, como tantos otros. Yo no sé por qué vine aquí abajo. Abajo a la Bahía, se decía en tiempos del rey Jorge para referirse a la penitenciaría austral. ¿Pero qué es lo que hubiera podido hacer, cuando me soltó la bestia que me tenía en la boca y me había masticado ya de lo lindo? A mí todavía me fue bien, ni siquiera un año; otros, por ejemplo Adriano Dal Pont, permanecieron allí hasta el 56, tuvieron que esperar a que viniera el compañero Longo para convencer a Tito de que cerrara definitivamente aquel matadero y les diera a sus perros carne enlatada en lugar de carne viva. Y cuando dejé la isla de los muertos, ¿cómo iba a poder quedarme allí, en Trieste? ¿Encontrarme por la calle, como si nada, con el compañero profesor Blasich, o ir a la Linterna y mirar el mar donde todo desaparece, donde había desaparecido mi vida? Tenía ya más que suficiente con aquellos baños.
¿Cómo se llega Abajo a la Bahía? El tal Apolonio tendría que saberlo, ya que pretende contar la historia, ser Orfeo entre los argonautas. El Woodman zarpó de Sheerness hacia la desembocadura del Medway, la Nelly lo hizo de Bremerhaven, y el tren para Bremerhaven, donde nos embarcaron en la Nelly, de Roma y, antes aún, de Trieste. Y el vagón precintado para Dachau —no, de ése ni siquiera se puede hablar.
Los barcos, los trenes, los convoyes, los aeroplanos salen de muchos sitios, pero el punto de llegada es el mismo y se llega de noche. El ancla desciende hasta el fondo; más allá de las ventanillas, de los ojos de buey, está oscuro; quizás al otro lado de la tierra es de día, el largo día perpetuo del verano nórdico, y aquí, donde estamos nosotros, es la noche polar, seis larguísimos meses infinitos. En Port Arthur el castigo más duro era la reclusión durante semanas en un calabozo completamente oscuro. He dicho semanas, pero no sé si son meses, días, años, porque allí dentro, en aquella oscuridad, no sabes cuándo pasa el tiempo, si estás allí desde hace una hora o desde siempre, tal vez no pasa el tiempo. Eso es por lo menos lo que me han dicho, porque yo no he estado en esos calabozos. En otros sí, más tarde.
Aquí está oscuro, doctor, debe de ser el fondo en el que se ha encallado el ancla. También el dormitorio del campo de refugiados es oscuro, los pisos inferiores están inmersos en la oscuridad; entrar en el Silo, el viejo depósito de cereales triestino construido en tiempos del imperio austrohúngaro donde nos habían instalado con los demás emigrados antes de la salida para Australia, era entrar en un nocturno y brumoso purgatorio —era Maria quien lo decía así, años después, cuando a ella también le tocó transitar por aquel purgatorio para pechar por mis pecados. Su voz, en los umbrales de la sombra, aclara cada uno de los recodos de aquellos meandros. El tétrico granero se abre como una corola; no hay más que un enorme cielo azul, lleno de viento.
Maria había abierto la jaula, pero el pájaro de las patas atadas no levantó el vuelo y de esa forma también ella se perdió para nada... Ni siquiera recuerdo bien cómo he acabado aquí con ustedes, doctor, con qué barco he llegado, o mejor, he vuelto aquí abajo. Qué palabra más rara, volver... Regresar con el vellocino de oro, sin que importe después de qué circunnavegaciones. Quizás la vuelta al mundo, como aquella vez con el Alexander desde Hobart Town a Londres, quinientos ochenta y siete días, intentando una y otra vez en vano doblar el Cabo de Hornos y arrojados de aquí para allí por las tempestades, desde Otaheiti a Santa Elena, adonde acababa de llegar la noticia de la batalla de Austerlitz —una vez más admirables simetrías, llegar a saber del apogeo de la gloria del Empereur precisamente allí donde éste acabará poco después como exiliado y prisionero.
Quinientos ochenta y siete días son muchos días, pero valdría la pena, si llevasen de vuelta a casa. Volverás contento de tu misión, ya lo verás, Tore, me decía el compañero Blasich, te mandamos con los bárbaros cólquidos eslavos, a los confines del mundo, pero tú volverás cuando hayas concluido tu misión, paz entre los pueblos y entre los compañeros, la bandera roja iluminada por el sol que se pone en el mar resplandece como un vellocino de oro.
En el fondo, me iba sólo a Fiume, a setenta kilómetros de Trieste. ¿Por qué el viaje de vuelta ha sido tan largo? El compañero profesor Blasich diría que a los argonautas les toca siempre hacer mucho camino, según algunos remontan incluso el Danubio, o quizás el Don, atraviesan la Sarmacia y el mar Cronio, bajan de nuevo por el océano para volver a entrar por las columnas de Hércules —mare tenebrarum, la inmensidad de las aguas de occidente, el crepúsculo dorado como el vellocino—, una antigua moneda encontrada en Ribadeo, en Galicia, presenta la efigie de un carnero con el pelo de oro. Él, Jasón, vuelve con el vellocino, pero yo, si me hurgo en los bolsillos, no encuentro nada, como mucho esta oblea amarilla suya, doctor, una moneda de oro que se disuelve en la boca y hace que te quedes dormido; el dragón se adormece, como cuando bebe las pócimas mágicas de Medea, y cuando se despierta el tesoro ya no está allí. ¿Dónde está la bandera roja?, ¿quién la ha robado?
Ningún viaje es demasiado largo y peligroso, si te devuelve a casa. ¿Pero existen todavía casas a las que volver?, ¿han existido alguna vez? Yo creía que una de ellas era la calle Madonnina, pero después de Goli Otok se convirtió en la puerta de las tinieblas. Y el compañero profesor Blasich —el empresario de Caronte y de aquellos abarrotados transbordos— si está vivo es porque se bajó a tiempo de la barca y quién sabe si estará releyendo y comentando todavía sus Argonautas. Tenía naturalmente otro ejemplar, además del que me regaló. Pero se reía sarcásticamente, cuando le hablaba de mis lecturas —él, que había estudiado filología clásica en la Universidad Normal de Pisa. Comunista con denominación de origen controlado, intelectual burgués del movimiento obrero. Pero algunas lecturas las había hecho yo también, en el instituto y, antes, gracias a la biblioteca de mi padre, en la trastienda de su almacén, y a su amigo Valdieri, también él arrastrado a aquella escurridera del mundo por las fuerzas de Coriolis, que había estudiado en la universidad y luego había tenido problemas con la policía, en Nápoles, porque militaba con los anarquistas. Y le escuchaba cuando le decía a mi padre, por la noche en la mesa, que los griegos habían sido la infancia y la perenne juventud de la humanidad, una época insuperada, y que sólo la revolución podía restituir la humanidad liberada a aquella grandeza.
La revolución, pensaba, era por lo tanto un retorno a casa. En cambio los griegos habían dicho y entendido otra cosa, terrible, la tragedia y el sinsentido del mundo. El hedor de Filoctetes, Jasón que lleva la luz de la civilización a la barbarie de la Cólquide y lleva a la vez nueva barbarie. Gloria e infamia del progreso, la burguesía que destruye las sirenas con una póliza de seguros sobre el barco de Ulises; para los marineros, oídos tapados, y para los señores oídos abiertos a ese canto inaudito, pero brazos y piernas atadas como es debido, de esa forma el canto que trastorna al mundo se hace inocuo.
Aquel canto tenía que aniquilar todo poder; en cambio, quien muere y se disuelve en la nada, es quien lo entona, la sirena de la revolución. Acabada ya entonces, en sus albores, un descubrimiento que desquicia la mente y el corazón, Ayax que arremete contra manadas y rebaños. Un espejismo de los dioses para cegar a los hombres y hacerles culpables... Claro, también yo soy culpable, de la sangre vertida por mi mano y de la vertida de mis venas, de la muerte dada y recibida, de todo; incluso de existir, de perder. Especialmente de perder; es una culpa grave, cuando se combate por la revolución. Esta retirada nuestra... «Retirarse, avanzar..., la historia no es lineal, amigo mío, zigzaguea, por lo menos desde hace mucho tiempo; se agita pero está parada, una muchedumbre que empuja forcejea se palpa en un concierto de rock en una plaza, ninguna Larga Marcha porque ya hemos llegado, desde siempre, y el mundo no es infinito, infinita es sólo la red, la realidad que no existe. Ganar, perder, es lo mismo; un juego. La culpa es no haberlo entendido a tiempo —pero además no hablemos de culpa, por favor, hay un límite hasta para la moda retro, hace mucho tiempo que ya no hay culpa.» Y en cambio cunde por todas partes, aunque te hagas el desentendido como todos, me parece que veo tu sonrisilla... Está en todas partes, nuestra culpa por haber perdido la batalla de Gog y Magog, por no saber ya dar sentido a la historia del hombre... El único consuelo es que por lo menos nosotros lo sabemos, mientras que ellos creen haber ganado; caminan muy ufanos por la pasarela entre los aplausos y no se han dado cuenta de que abajo no hay ninguna red y de que desde allí se cae derecho a la cloaca hirviendo.
«De mis cosas no me lamento, que he encontrado de baños otro establecimiento.» Goli Otok, baño penitenciario para refrescar la memoria de los de Port Arthur y Dachau. ¿Cómo continuaba aquel folleto que alguien, con ganas de bromas de mal gusto, había sacado a colación? «Mar extraordinariamente limpio, ambiente inmaculado, inmerso en el silencio», inmenso silencio del mundo acerca del dolor y la infamia. «Goli Otok, isla de paz, isla de absoluta libertad.» La agencia turística habla como el Comité Central y la fotografía, con esas aguas azules y esas rocas blancas, es igual de convincente. Nosotros, pijeskari, cavadores de arena, teníamos que estar metidos en ese mar hasta el pecho, incluso en invierno, rascando el fondo con la pala para coger arena y cargar aquellas angarillas, venga arriba y abajo con la pala, en el agua helada. Al cabo de un rato ya no sientes ni siquiera el hielo; la pala va arriba y abajo, si no la sacas rápido llena de arena te llevas un palo, a uno le rompieron la nariz y él continuó allí, a remojo hasta el pecho, con la cara rota, la sangre y el moco helados. La pala se levanta, se ahonda, ya no sientes las manos. La sal las despelleja más que el viento, no hay nada de extraño en ello. El mar no tiene piedad, ¿y por qué tendría que tenerla sólo él?
En cualquier caso, siempre el mar. El mar es como el Partido —son otros los que saben adonde hay que ir; la corriente y las mareas no las decides tú, las sigues. «Mi nombre era William Kidd, cuando zarpé, contra la ley de Dios yo pequé, cuando zarpé, cuando zarpé.» La voz de los copleros trataba de sobresalir por encima de los gritos de los vendedores de naranjas y de los borrachos de St. Giles’s, cuando la Jane atracaba para algunos días en Londres, en aquellos cuatro primeros años de mar. Contra la ley de Dios también yo pequé, cuando zarpé —intentaba fingir conmoción, aquel día en Nyhavn, ante la despedida de mis padres, la reprimida tristeza de mi padre, las lágrimas de mi madre, el abrazo de mis hermanos.
Quizá lloraba en serio, tenía catorce años. La melena de mi hermana Trine, que le llegaba hasta los hombros, me envuelve como una ola mientras me echa los brazos al cuello. Una página conmovedora, vayan a leerla en la autobiografía. Me conmoví sinceramente yo también al escribirla y me conmuevo cuando la releo, pero en aquel momento, lo sé, la única emoción era el alivio de la marcha, el barco que se desliza, hacia los negros horizontes azotados por los vientos, la estela que se borra detrás. Incluso el cetro de Islandia, más tarde, lo dejé igual que se deja un cabo cuando se va mar adentro, y así a mi padre, a mi madre, todas las cosas. Luego en cambio, más tarde todavía, di en llevarme todo conmigo, mi corazón, los corazones de los demás, las banderas..., una carga pesada, que aplasta. Espalda rota. Pero recta. Figúrese qué satisfacción.
Es el mar lo que me llevó a Goli Otok, mucho tiempo antes de que me llevara allí de nuevo la Punat, aquella tartana de Caronte, después de que la Udba, la policía de Tito, me arrestara en lo más profundo de la noche y me arrojara a su bodega, encima de un montón de compañeros encadenados. Muchos de ellos ni siquiera sabían que existiera Goli Otok antes de que los llevaran a enloquecer y morir en aquel trozo de luna árida y ardiente y a convertirse acaso en verdugos peores que los verdugos —sucede a veces, lo vi también en Port Arthur, el compañero de celda que te atormenta para caerle bien al guardia y sacar como premio una hora de descanso o un trago de ron.
Pero eso sucedió sólo con pocos de los nuestros. Casi todos seguimos siendo más duros que las piedras que teníamos que partir con el martillo y llevar todo el día arriba y abajo. De vez en cuando nos daban a uno u otro de nosotros como carnaza a aquellos ustasha, encerrados allí al final de la guerra, que le cogían gusto a atormentar, una vez más, a sus odiados comunistas, pero esta vez por orden de otros comunistas, y había quien no lo soportaba. Antonio De Pol, por ejemplo, había sido capitán del Quinto Regimiento en España y allí había perdido un brazo sin flaquear, pero cuando en Goli Otok dos ex ustacha le rompieron el otro y se le mearon en la boca ya no lo soportó, se encaramó a una roca y se tiró abajo, haciéndose papilla contra los escollos.
Como ya he dicho, yo conocía las dos islas de la muerte ya antes de Goli Otok y Sveti Grgur. Había pasado cerca de ellas alguna vez de muchacho, después de haber vuelto a Italia, con la barca de mi padre, que no se cansaba nunca de ver aquellos lugares de su infancia, aquellos mares de los que tanto había alardeado en su tienda de Hobart Town mostrando el cuadro de Brun. Volvíamos con la barca llena de dentones, de cabrachos y también de doradas, que son las más astutas, hasta que no entran en celo y entonces pican a la primera, como si no tuvieran ganas más que de ensartarse y acabar de una vez por todas. Empezaba a ver las dos islas, primero Sveti Grgur y luego Goli Otok, cuando salíamos de la bahía de Lopar, en Arbe, con viento de mistral. Veía alejarse la isla de Arbe —no sabía, no podía saber, entonces, que al alejarnos en el aire azul garzo se adentraba uno en el futuro, un horrible futuro en el que también ella se convertiría en un infierno como las otras dos islas, en el Lager donde los italianos aniquilarían a eslovenos, croatas, judíos, antifascistas, partisanos e incluso a niños. En Hobart Town, tío Jure, que había emigrado un poco antes que mi padre, me hacía el juego del ángel-diablo, una hoja de papel con un cielo azul en una cara y un infierno rojo y negro en la otra, crees que tienes un hermoso azul celeste y te encuentras en cambio de golpe con aquellas llamas oscuras... Pero cuando salíamos de Lopar, no pensaba que se le pudiera dar la vuelta al papel. La vela blanca estaba desplegada al viento que me daba en la cara, miraba la estela en la popa, en el azul sin fin, y me quedaba dormido.
Me ha servido de poco navegar de bolina. Habría sido mejor si hubiera aprendido a barruntar el mal tiempo antes de que fuera demasiado tarde para amarrar la barca, de esa forma no hubiera acabado en las manos de Ante Rastegorac que, con su único ojo, enseguida veía dónde hacían más daño los golpes. Mejor vivir para el mar que para el Partido. Es que se parecen —algo grande en lo que todo se sostiene y que sabe siempre lo que hay que hacer, incluso cuando caes al agua en invierno y la bora te ciega y te ahoga con la jumarea, esa especie de humareda de agua y viento que se levanta del mar. El Partido me parecía también una de esas grandes marejadas que traen el buen tiempo al día siguiente, y entonces paciencia si uno se cae o lo tiran al agua. Pero luego un día el Partido desapareció, de golpe, como si de sopetón una esponja hubiese absorbido todo el mar, el adriático y el austral, no dejando más que porquerías y un fanguillo con grumos y todas las barcas encalladas en los bajíos.
¿Cómo puede uno volver a casa, si el mar ha sido absorbido por el gran sumidero que se ha abierto debajo de él y lo desagua no se sabe dónde, en el vacío? La tierra está seca y muerta, pero no habrá ninguna otra nueva ni un nuevo cielo. ¿Dónde, cómo volver? Argo, huyendo de la Cólquide con el vellocino robado, acaba en el golfo de Sirtis, desde donde ya no puede regresar. Por todas partes se extienden los pantanos, el fango y las algas sobre los que afluye la espuma del mar. Argo ha encallado, el vellocino pende desvaído; los héroes en la cubierta, derrumbados también ellos como la vieja nave. Jasón guarda silencio, como siempre, ya ni siquiera puede fijar la vista extraviada en el mar, porque ya no hay mar.
«Y la angustia los dominó al contemplar sólo el aire y el lomo de la tierra inmensa, extendiéndose a lo lejos monótonamente igual al cielo.»4 ¿Oye qué traducción más hermosa? Sí, me ha gustado siempre leer en voz alta, ya desde la escuela, cuando me preparaba por si el maestro me preguntaba. Todos me han interrogado siempre. «Todo estaba dominado por una calma silenciosa», el viento remitía y en el corazón de los argonautas remitía quizás también el deseo de regresar. ¿Cómo, dónde regresar de Goli Otok? «Pues sin duda», dice Jasón empantanado en la arena, «hubiera sido mejor perecer intentando algo grande.» Sí, morir en Guadalajara, en Dachau, en la Cólquide combatiendo contra los guerreros nacidos de los dientes del dragón, no en Goli Otok, estrangulados por el pañuelo rojo que nos pusimos al cuello. Por mucho que oteo el mar a lo lejos, yo tampoco veo otra cosa que fango por todas partes.
Sí, carguemos el barco en vilo con obstinado vigor y hombros infatigables aunque estén descarnados hasta el hueso por el látigo de los verdugos que nunca se cansan. «He oído exactamente esta divina voz. Con qué vigor, con qué valentía, vosotros, ¡oh muy nobilísimos hijos de reyes!, llevasteis por las desiertas costas de Libia la nave y toda la carga de la nave durante largo tiempo, acarreándola sobre los hombros para llevarla durante doce días y doce noches enteras!» Argo, llevada a hombros, atraviesa el desierto y al final llega de nuevo al mar, vuelve a encontrar el camino del regreso. A nosotros nuestro barco se nos derrumbó sin embargo encima; acabamos aplastados bajo la quilla. «¡Quién podrá contar la aflicción e infortunio con que ellos llevaron a término sus fatigas! ¡De cierto que eran de la sangre de los inmortales! ¡Qué trabajo realizaron obligados por la necesidad!» ¡Ah, usted también conoce y ama ese fragmento...! Sí, ¿pero quién podrá contarlo? No por cierto un mitómano alucinado con tendencia a exagerar sus propias travesías, como decís vosotros, aquí se trata de otra cosa muy distinta a un Historial Nosológico...