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«Extranjero, ¿por qué, quedándoos por un tiempo, estáis fuera de las murallas?» Para el compañero profesor Blasich era fácil tomarme el pelo, antes de mandarme a morir o aun peor, cuando le hablé de Maria, de aquel encuentro, allí en Fiume, aquel día de verano. Un verano bituminoso, el calor se derretía en el cielo velado que se reblandecía como el alquitrán en las carreteras. Yo acababa de llegar de Australia, miraba alrededor bajo un sol opaco, ojo torvo de un cielo tuerto; veía los barcos inmóviles delante de los amazacotados edificios eclécticos de la orilla, construcciones enfoscadas de barro panonio frente al mar aceitoso que se extendía hasta las lindes del mundo. No sabía adonde ir y fue Maria, que bajaba por la calle, la que me preguntó, al verme tan indeciso, adonde quería ir y la que me indicó por dónde se iba a la calle Angheben.

Me sonrió, una sonrisa más fuerte que el destino. Había llegado. Aquella sonrisa derretía como si fuera el viento el aire lleno de escamas, una blanca margarita se abría en el prado todavía descolorido. «Extranjero, ¿por qué, quedándoos por un tiempo, estáis fuera de las murallas?», me hacía eco Blasich, declamando sus amadas Argonáuticas. En los poemas, Tore, me decía, el extranjero siempre tiene suerte; cuando el mar lo arroja sobre una orilla desconocida y hostil siempre hay una Nausícaa o una Hipsípila o una Medea para el Ulises o para el Jasón de turno. En Lemnos, Jasón, como de costumbre, no sabe qué hacer, permanece irresoluto a las puertas de la ciudad y es Hipsípila la que, poniéndose colorada, lo apostrofa y lo conduce al palacio, como Maria a ti en la calle, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, Angheben, quién sabe cómo se llama hoy. A lo mejor ahora que vuelves a Fiume te encuentras a tu Maria, que dejarías plantada aquella vez, como suele ocurrir. Será una buena madre de familia y una buena madre de familia, recuerda las palabras de Lenin, vale lo que una comisaria del pueblo. Quién sabe cómo te sonreirá esa Maria tuya, qué acogida te dará. «Por tanto, venid vosotros y asentaos en nuestro pueblo. Si aquí quisieras establecerte y te gustara, tendrías el cargo de mi padre. No creo que hicieras ningún reproche a la tierra, pues es superior por su abundante mies a todas las islas cuantas se habitan en el mar Egeo.»

No, no la dejé plantada, no me escapé. No sé quién insinúa, dentro de mí, esa historia cobarde de que me eché atrás —esa odiosa voz que hace eco a lo que digo, como si saliese de mi boca, pero sólo para falsificar mi vida. Si pudiera hacerla callar... ¿No será por casualidad usted, doctor? A lo mejor usted es un ventrílocuo, y toda esta historia que me engulle en su vórtice es suya, es usted quien la cuenta, de todas formas usted debe de ser muy bueno para hacer decir a los demás lo que quiere, sin que se den cuenta siquiera. Un viejo truco de los policías; ellos hablan, hacen que repitas y transcriben, luego firmas y aquellas palabras suyas resulta que han salido de tu boca...

No me escapé. Y cómo habría podido ocurrírseme semejante cosa, después de que Maria y yo hubiéramos ido a zambullirnos a aquellas bahías, a Icici a Ika a Laurana o a las islas del Cuarnero, Cherso, Canidole, la Levrera, San Pietro in Nembi con su mar encrespado tan declamado por mi padre, la playa de Miholascica —olor a salvia, a mirto y a pino, el fuego de las adelfas, el incesante chirriar de las cigarras, horas lentas como mareas, zarza ardiente del verano del amor. En Oriule, grandes arañas pardas y doradas tejen enormes telas, gráciles e inmortales. Maria sale del agua una vez, muchas veces; el pie se imprime sobre la arena y la resaca borra su horma.

Había regresado a Europa hacía poco, expulsado de Australia —eso es, sí, en 1932, por haber participado, junto a Frank Carmagnola y Tom Saviane, en la manifestación contra el cónsul italiano en Townsville, Mario Melano, un fascista al que, como a sus acólitos, se las hicimos pasar canutas. Y entonces el gobierno australiano cerró nuestros dos periódicos, La Riscossa y LAvanguardia Libertaria, y expulsó a algunos de los nuestros, entre los cuales estaba yo. Y así es como volví. Desembarqué en Fiume, donde una prima de mi padre me había ofrecido hospitalidad en su casa, en la calle Angheben —en el 47, cuando volví con los otros monfalconeses, se llamaba Zagrebacka Ulica, y a aquella prima segunda mía se le habían llevado todo y la habían echado de casa; así que se había ido ella también a Trieste, como miles de italianos más de Istria y Dalmacia, y estaba en el campo de refugiados del Silo junto a la estación, donde —¿pero quién hubiera podido imaginarlo entonces?— acabaría yo también, tras muchos naufragios y descarrilamientos.

Por algún tiempo, con Maria, creí haber llegado a casa. Pero cuando el Partido me pidió que fuera a Turín para reorganizar una célula que se encargaba de las redes de contacto en las escuelas y había sido poco menos que desmantelada por una serie de detenciones, ni siquiera llegué a pensar en decir que no, porque no habría podido amar a Maria con la vergüenza y la vileza en el corazón. Hubiera preferido trabajar allí, en defensa de los eslavos de mi tierra, eslovenos y croatas que veía indignamente pisoteados por los fascistas y mirados por encima del hombro también por muchos italianos tal vez antifascistas pero llenos de prejuicios, sin embargo el Partido pensaba que por allí era demasiado conocido.

El empleo en la Sidarma, tras mi primera detención, si bien breve, por actividades antifascistas, lo había perdido ya. De modo que me fui a Turín. El amor no puede vivir en la esclavitud, ni en la propia ni en la ajena. Y Maria pensaba y sentía igual que yo: es más, fue ella quien me lo enseñó, fue entre sus brazos donde me hice un hombre. ¿Cómo hubiera podido besar aquella sonrisa y doblar la cerviz? Me marché muy apenado pero no envilecido. Sabía que no haríamos el amor durante quién sabía cuánto tiempo, quizás nunca más, pero cuando se ha hecho muchas veces con plenitud y abandono, y se es el uno del otro, una sola carne, ya no se teme nada para el propio cuerpo ni para el del amado y justamente porque se desea tanto hacer el amor se puede renunciar a ello, si te lo pide el buen combate.

Era del padre Callaghan, en Hobart Town, de quien había aprendido palabras tales como una sola carne o el buen combate. Como buen católico irlandés que era, estaba siempre de parte de los oprimidos, igual que aquellos sacerdotes que habían organizado intrépida y vanamente la revuelta de los galeotes en Nueva Gales del Sur, el Rising of the People que tenía que estallar con la contraseña de «San Pedro» y condujo a los rebeldes a la horca. Sí, doctor, ya lo sé, ciento veinte años antes, pero qué más da. Antes o después es lo mismo, cuando uno se encuentra la cuerda al cuello. Nada nuevo bajo el sol. No, tronaba en cambio el padre Callaghan, todo es nuevo y sucede por primera vez; todo pecado está eternamente ante Dios y el príncipe de este mundo, tu verdugo, ya está juzgado. Enseñaba como es debido el catecismo y a ayudar a Misa, pero también a luchar por la libertad y la dignidad —un cristiano es un hombre libre entre hombres libres, decía, que no sosiega mientras exista un hermano suyo en Cristo injustamente encadenado y el amor no fortalezca los músculos capaces de romper esas cadenas.

No, no abandoné a Maria, doctor, compañero Blasich y demás compañía. En Turín estuve en la calle Ormea, con el nombre de Flavio Tiboldi y todos mis papeles falsos en orden; el Partido estaba bien organizado, tanto es así que me avisaron a tiempo de que la policía me seguía el rastro y me escabullí antes de que me echaran el guante. En cambio a Claudio Vincenzi, que militaba conmigo, lo pillaron y salió mal parado y a su familia le tocó también pagar los platos rotos. Y así, no tuve valor para arrastrar a Maria a quién sabe qué travesías y desgracias. No le escribí, no le puse al corriente de nada, desaparecí, pero para protegerla, para preservarla.

Quizá había aprendido demasiado a depender del arbitrio del Partido, que decide por el bien de los demás, incluso cuando los manda a morir. ¿Cómo hice para no comprender que el amor es subir a la barca del otro y hacerle subir a la propia, hacerse a la mar aunque esté enfurecida por la bora que sopla en el Cuarnero, y que dejarlo en tierra es una vileza más infame que dejarlo zarpar solo?

La dejé en tierra, perdí su rostro. Desaparece en el mar de los años y los acontecimientos y junto al rostro que se abisma en el oleaje me hundo y me pierdo yo también; ya no soy nadie, pero eso no me ayuda a escapar del cíclope, su ojo negro cegado me apunta con fijeza.

No veo nada, Maria desaparece y el mundo está a oscuras. Tras el naufragio el mar restituye el mascarón de proa gastado y corroído por el agua, los rasgos borrados vuelven a ser casi sólo madera, los pliegues de su indumentaria surcos de un tronco, la boca la nariz y los ojos resquebrajaduras o nudos de un árbol. ¡Ayúdeme a encontrarla, doctor! Usted sabe dónde está, si no cómo ha hecho para obtener esas fotografías suyas. Sí, es ella, mire el calendario, pase las hojas, los meses. ¿Qué? De acuerdo, no es un calendario; lo decía porque con esas figuras de mujeres semidesnudas me recordaba los calendarios de los barberos de antes. Bueno, un catálogo, un libro, qué más da. Lo que cuenta es que dentro está ella, su imagen. Vuelva las páginas..., ahí está, quién sabe cómo ha ido a parar a ese Museo de Ringkobing en Dinamarca... Mire qué cabeza más hermosa, sí, las arrugas de la cara, hendiduras en la madera, la piel que se seca y se llena de pliegues, ya se sabe, los años pasan para todos, pero se ve enseguida que es ella, debe ser ella, bajo esas escoriaciones del tiempo. Pase las hojas del calendario, así, con discreción, sin decir que se trata de una fotografía de reconocimiento, a lo mejor alguien la ha visto y me puede dar alguna pista.

A ciegas
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