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«Pero la luna, hermanos», cacareaba Blunt, «que desciende zambulléndose en la oscuridad de la noche, es el símbolo del hombre, que no brilla con luz propia, pues por sí solo sería engullido por las tinieblas, sino que la recibe de Dios, igual que la luna del sol. El hombre debe morir, como la luna que desaparece, para volver a nacer en la eterna aurora del sol de Dios. Jericó fue destruida por siete toques de trompeta; de la misma forma nosotros, cuando Dios nos diga, con una voz más resonante que siete trompetas, que la hora ha llegado, seremos destruidos igual que Jericó. ¡Como la luna necios, como la luna sabios, aquellos por los que la campana está a punto de tocar! ¡Por qué el Señor ha vuelto estulta la sabiduría y sabia la estulticia! Alguno de vosotros estará pronto en la casa del Padre —de nada sirve que gruñáis allí en el fondo, canallas, pensad más bien que ni siquiera la horca os ahorrará alguna que otra buena tunda en la espalda hasta pocas horas antes—; alguno de vosotros, decía, estará pronto en casa, que Dios lo asista en su última hora. Otros tendrán que navegar todavía mucho tiempo, antes de llegar a puerto. El mundo es un mar amargo, que sacude para aquí y para allá a la pequeña embarcación, y adondequiera que se dirija la vista, sobre la negra superficie del oleaje, no se divisan más que imágenes de muerte. »Ay aquel que se fía de su fuerza y de su habilidad de timonel, aunque haya navegado entre escollos y tempestades, aunque haya doblado el Cabo de Hornos con la furia de los vientos. Con el viento que viene de oriente tú destruyes, oh Señor, las naves de Tarsis. Tremenda es la tempestad del mar del mundo, mayor que cualquier huracán en el océano, pero si el árbol del barco es la madera de la cruz y vosotros lo abrazáis con fuerza, ninguno de los vientos infernales que surja de las aguas oscuras os podrá arrastrar al abismo. No temáis, agarraos fuerte a ese árbol, y el barco atravesará el furor de las aguas profundas como hizo el arca de Noé.

»Sí, naufragaréis, naufragaremos, hermanos. La verdad cristiana no es esa miel con la que las sirenas paganas aturden a los navegantes y les hacen perecer en los más profundos remolinos. La verdad cristiana es un fármaco que cura, pero es amargo como la muerte, como el mar: hace que escupáis el alma negra que tenéis hasta el último poso de bilis, igual que las marejadas os hacen vomitar por las bordas, pero sólo si vaciáis la bodega de vuestro corazón de toda podredumbre y todo veneno llegaréis a puerto. ¡Sí, naufragaréis! El puerto es la muerte —¡si no naufragáis en la fe, como dice el apóstol, no encontraréis salvación y tendréis un naufragio mucho más terrible, en las aguas de las eternas tinieblas!

»El viejo Adán tiene que morir para que nazca el nuevo, el marinero tiene que caer al mar para alcanzar la orilla beata. No os lamentéis de que sólo el Señor pueda recriminar a las olas; alegraos, el silbido del viento entre las velas es el anuncio del combate final y de la cercanía del puerto. Y si resulta que el mundo no guarda memoria vuestra, pues los barcos no dejan rastro tras ellos en el mar, el Salvador, el piloto que os conduce a puerto, no os olvida...»

Yo también los declamaba en voz alta, cuando dictaba los sermones que luego volvía a oír al día siguiente en la iglesia. A veces Blunt llegaba demasiado pronto y se sentaba, esperando a que yo acabara de escribir la homilía que necesitaba. Era pequeño, jadeaba sobre su barriga un poco prominente, labios delgados en una cara gruesa y sudada y matas de pelo que le salían de las orejas. Miraba embelesado por la ventana, humedeciéndose los labios con la lengua; de cuando en cuando guiñaba un ojo, no se sabía bien si por un tic o porque estaba siguiendo un razonamiento apicarado, como parloteando en su fuero interno. Una vez, al entrar en la cocina, lo vi de espaldas, enfundado en su gabán negro, con una mano metida bajo la falda de una criada. Ninguno de los dos decía una palabra —estaban allí, en la eternidad de aquel instante y de aquel flujo sanguíneo que encendía las mejillas del pastor. El reverendo no se movió. Cogí una hogaza de pan y salí sin decir esta boca es mía, tan silencioso como los otros dos. Media hora después, al recoger mi manuscrito, el reverendo no se inmutó. De profundis clamavi ad te, Domine. El cuerpo suda, se corrompe; la carne que acarreamos se estropea como la que se conserva mal en la despensa de la cárcel. ¿La mano bajo la falda de Marie? Todo es la mar de desagradable y de inocente.

Los sermones —debido también a que el pastor Blunt los alarga a más no poder y hasta a veces se hace un lío con las hojas— acaban incluso en verdaderos alborotos, un prisionero que se echa a reír a mandíbula batiente, otro, más conmovido, que la emprende a puñetazos con él para que se calle y otros más que entonan la canción de la hermosa Mary y de su Tom, al que sólo cuando le ponen la cuerda en el cuello se le empina por todo lo alto como es debido.

El tañido de la campana del Santo Sepulcro se oye a menudo; la hoja con los nombres de los condenados se hace publica por regla general los miércoles y al poco uno se acostumbra a leerla igual que los números de las carreras o de la lotería. Casi todos suben a la carreta por sí mismos; a algunos hay que empujarlos a la fuerza e incluso mantenerlos en pie, luego nada, el tiempo justo para una oración y todo se acaba a toda prisa.

Hasta el reverendo Blunt ha protestado, alegando que eran demasiados en una sola vez y que no le dejaban tiempo ni para decir la oración con la solemnidad requerida. ¿Cuántos hombres, en todo el mundo, mueren cada minuto?

Antaño el negro oleaje cubría el mundo, todo era sólo un agua inmensa y oscura en la noche. La tierra era una isla y de un momento a otro podía quedar sumergida por completo. Maravilloso e inmenso océano austral; mucho mar y poca tierra, como en los orígenes, islas que brotan como corales y pueden desaparecer de nuevo con toda facilidad, lluvias torrenciales que velan todas las cosas. El Juicio Universal tendrá lugar bajo el agua. El hombre es el anzuelo con el que el Señor atrapará al dragón, al Leviatán originario, de la misma forma que los marineros atrapan a los peces, echándoles en la boca trozos de carne con el gancho que se les clava en la garganta.

A ciegas
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