18

Perdóneme de nuevo, doctor, ha sido sólo un mareo, por un momento se me ha nublado la vista y no he visto ya nada más que un polvillo deslumbrante que me hería los ojos. Sucede a veces. Ahora ya se me ha pasado y todo vuelve a estar claro, como el rostro de Maria. La culpa fue de aquella puerta giratoria, de cristales, del café Lloyd, en Fiume, adonde íbamos alguna vez por la noche. Una vez la vi llegar; yo estaba ya dentro esperando, ella atravesó la calle, me sonrió desde el otro lado de la puerta acristalada y entró empujando los batientes; mientras pasaba entre ellos su figura y su rostro se reflejaron en los cristales que giraban y se quebraron en fulgores tornasolados, un puñado de esquirlas luminosas y disueltas. Así, entre una puerta giratoria y otra, desapareció.

Debo de haber estado mucho tiempo mirando el destello de aquellos batientes; años sentado allí dentro, mientras las puertas giran cada vez más lentamente y no entra nadie. Se comprende que a uno le dé vueltas también la cabeza y ya no recuerde siquiera bien quién desapareció entre un cristal y otro, de quién era aquella sonrisa. Por un momento, por ejemplo, creí, entreviéndola en la calle, que era Mangawana; que también ella había atravesado toda la vastedad del mar. Era yo quien la llamaba así, bajo los grandes eucaliptos que daban sombra a las aguas del Derwent, con ese antiguo nombre aborigen, para bromear sobre su piel morena como la de mi madre. Era en cambio Maria —sí, era también Mangawana, porque Maria era el mar en el que desembocaban todos los ríos. Amar a una mujer no quiere decir olvidar a todas las demás, sino amarlas y desearlas y tenerlas a todas en ella. Cuando hacíamos el amor en la playa solitaria de la Levrera o en aquella habitación de Miholascica, estaba allí también la selva austral de las orillas del océano, Terra Australis incógnita.

En cambio en Fiume, aquel día... Cuando Maria, viéndome incapaz de marcharme, me cogió la mano, se la pasó por el pecho y me guió hacia la puerta, en la fragancia del amanecer, ayudándome a marcharme —el viaje es el comienzo del regreso, me sonrió, pero yo sabía, al menos eso creo, que no habría ningún regreso, por decreto de los dioses que yo, con el albedrío morboso del corazón, había elevado y hecho grandes por encima de mi corazón y de aquella sonrisa.

Acaso nunca la amé como entonces, cuando mentía sobre el regreso y me embarcaba a la búsqueda del vellocino; mientras ella me cogía todavía un instante las manos y a la vez me ayudaba, dulce e indomable, a desprender las mías, Hipsípila que se despide de Jasón: «¡Marcha, y ojalá que los dioses te traigan de nuevo con tus compañeros sanos y salvos, llevándole al rey el vellocino de oro!, así como quieres y te es grato. Esta isla y el cetro de mi padre aguardarán, por si en el futuro alguna vez de regreso quieres llegarte otra vez. Acuérdate no obstante, cuando lejos estés o ya de regreso, de Hipsípila...» «Pero qué, ¿no sabes seguir, como en la escuela? Venga... Vamos a ver, repite: “Déjame sólo una prole, que yo cumpliré gustosa, si los dioses me conceden tener un hijo tuyo.”» Basta, no estamos en la escuela, soplando cuando preguntan la lección... No vamos a ponernos ahora a recitar todo el libro, ¿no? Y no me preguntéis, por favor, si los dioses..., qué sé yo, qué puedo saber yo... Ni siquiera Jasón la mira a los ojos, cuando responde solemne: «¡Hipsípila, que ojalá se cumpla así todo por el designio favorable de los dioses!» Cuando levanté los ojos, los míos, ella ya no estaba, había desaparecido —no, estaba allí, como siempre, pero no sabía quién era, hermosísimo mascarón de proa sin nombre que la furia de la tempestad ha arrancado del barco hundido y vaga fluctuante sobre las olas, sus grandes ojos dirigidos hacia lo alto, hacia un vacío todavía mayor que el del mar.

A ciegas
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