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«Me han amenazado demasiado.» Eso tengo que haberlo escrito por algún sitio..., aquí está, 1817, el 25 de julio. ¿Pero por qué luego añadí: «No perder de vista los detalles. No jugarse todo a una carta»? ¿Qué detalles?, ahora está todo tan confuso: los años, el barco, el muro que se desploma y yo bajo los escombros; mi cuerpo es una frontera hundida, el Telón de Acero se me ha caído encima, me ha cortado en dos, un trozo aquí y el otro allí, cada uno se retuerce por su cuenta..., aquellos años, del 1817 al 1820, engullidos por un remolino. «Oscuro período», leo, «si fuera posible, borrarlo de mi existencia.» Fiebres altas y violentas, torpes letargos, despertares despotricando contra la realidad, acurrucarse en el sueño. El cuarto que le alquilé a Sarah Stourbridge en Warren Street, Fitzroy Square, después de haber salido de la cárcel provisionalmente en espera de juicio —gracias a la intercesión de Hooker—, es un agujero que te absorbe en la nada, tarde tras tarde. La espada vuelve a su vaina.

Una inmensa muchedumbre hormiguea por las calles de Londres, ratas famélicas y gatos sarnosos huyen en la oscuridad, en alguna carroza alguna que otra prostituta se deja follar sin desnudarse siquiera. La ciudad es un campo de batalla; las nubes tienen un halo morado, batallones zarrapastrosos marchan y desaparecen en la noche. Sí, claro, no me estoy parado, mire aquí el currículum en el apéndice, publico bajo otro nombre una breve biografía del capitán Flinders y un ensayo sobre Madagascar —escrito en Newgate, en la cárcel— que hubiera podido ser la mar de útil si no se hubieran emperrado en tratarlo a priori como un plagio. Es todo verdad, arbustos espinosos que rasgan el cielo, aquel baobab gigantesco, de cuyas ramas un lémur me miraba aquel día con ojos grandes de chiquillo hambriento —ese árbol tiene que haber visto cómo era la tierra antes del diluvio, si la cronología de los botánicos y la de la Biblia son certeras. Los indígenas veneran a un único Dios, Andriamanitra, el que arrasa la selva, el insaciable, el eje central de la tierra, creador de todas las cosas —se le conoce también con el nombre de «Días», el indeterminado fluir del tiempo, ante el que sólo él no se estremece. Sin embargo se preocupa muy poco de lo que sucede allí abajo, aquí abajo, y los señores del mundo son realmente los razana, los antepasados, que tras la muerte se convierten en el alma de las cosas. Para los malgaches la muerte es una fiesta, porque transforma al individuo en un jefe, en un dios. Por eso se celebra con un sacrificio de cebúes; una vez, durante los honores fúnebres de un jefe de tribu, vi cómo mataban a cincuenta cebúes, la sangre corría y humeaba, los animales se desplomaban retorciéndose, grandes hogueras ardían a los lados del muerto...

Tal vez se debiera celebrar también la salida en carreta de Newgate, pensaba mientras escribía en el calabozo esa monografía sobre Madagascar, porque también el patíbulo es una forma de convertirse en un antepasado. No obtuve ni siquiera un chelín por aquel libro, sólo la acostumbrada acusación de plagio. Pero no es verdad, como me acusaban, que todas esas cosas sobre Madagascar, incluida la historia del rey Radam, hijo de Andrianampoinimerinandriantsimitovianimandriamoanjioka, las haya oído de Jacques Roulin, aquel negrero francés compañero mío de celda.

Estuve, en aquella isla, cuando viajaba con la Lady Nelson, a la que las tempestades obligaron a desviarse mucho de su ruta. No es culpa mía si de aquel desembarco no queda constancia en los registros del Almirantazgo. Si confundí los nombres de algunas bahías, fue sólo porque, después de tanto tiempo y de tantas travesías, la memoria de vez en cuando se agrieta, igual que la tierra durante un terremoto, y deja que las cosas salgan a través de sus vorágines. Pero todo aquello yo lo vi —la ceremonia de exhumación del cadáver, por ejemplo, la gente que le saluda y le habla como si estuviese vivo y los huesos paseados por la aldea en son de triunfo. Es hermosa esa fiesta en honor de los muertos, de la carne que se deshace bajo tierra y que retorna, como un anticipo de resurrección —esos huesos secos, polvorientos, admirados como las mejillas de una muchacha... Se hace tan duro llevarlos a cuestas de aquí para allí durante toda la vida, por tierra y por mar. Y esas fiestas, esas danzas...; la Escritura dice que los huesos humillados exultarán...

De esa habitación de Warren Street, salgo sólo por la noche. Doy vueltas, durante horas y más horas, bajo la lluvia de Londres. Una rata se mete en una alcantarilla. Quién sabe cómo llueve en la desembocadura del Derwent, en su ría. La luna es tristona, amarillenta. ¿Hasta cuándo, Señor? Lo último en salir de mi bolsillo es el reloj de mi padre, junto al colchón, a las sábanas y a otros muebles de Sarah Stourbridge. Es un alivio cuando la mujer, junto al guardia Henry Crocker, me lleva el 15 de mayo ante el magistrado R. Birmie de Bow Street, bajo la acusación de robo de una cama, 40 chelines, una almohada, 5 chelines, dos mantas, 4 chelines, y un edredón, 2 chelines.

En el proceso, el 4 de diciembre, el juez Newman y los doce miembros del jurado se encuentran frente a un hombre que se declara culpable —no sería posible de otro modo, si hay alguien que se ha equivocado, ése debo de ser yo, como tantos otros compañeros, no el Partido. Culpable, pero también inocente —pero eso no les interesa a sus Señorías y es normal que así sea. La voz del juez: «Condenado a ser ahorcado por el cuello hasta que la muerte no sobrevenga y pueda Dios apiadarse de su ánima», me llega desde lejos, hace referencia a otro.

A ciegas
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