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Así que queréis saber si me llamo Tore. Veo que sois muchos los que me lo preguntáis. ¿Que si sé lo que quiere decir on line? —Ay, ay, señor. El inglés continúa siendo la lengua de todos los mares y también Argo, como habéis querido llamar a este chisme, para dároslas de graciosos, es el nombre de un barco. Del barco. Navegar necesse est, estaba escrito incluso en el opúsculo que nos daba las instrucciones para hacernos Cibernautas. Aunque yo prefiera la cinta, como veis; sí, me gusta la voz, en especial cuando quiero mandar a alguien al carajo. Como ahora a vosotros, siempre listos para atosigar a un pobre desgraciado con preguntas indiscretas, para espiarlo, para no perderlo de vista. Claro, Argo es también el nombre del dragón de los cien ojos... Pero no estoy tan seguro de que a fin de cuentas seáis tantos, quién sabe si tú también, al otro lado, estás solo y no quieres que se sepa quién eres en realidad. «Alto, en este juego no está admitido buscar la verdad. De todas formas, a ti te gusta preguntar, pero lo que es responder...» De acuerdo, me llamo también Tore (Salvatore) Cippico-Cipiko (Cipico), y si es por eso he tenido también otros nombres, era normal, en aquellos años de lucha clandestina. No como ahora, que parece que no hay otra cosa que hacer que chatear. También el comandante Carlos, Carlos Contreras, fundador del glorioso Quinto Regimiento, núcleo del Ejército Republicano español —No pasarán,1 gritábamos, después pasaron pero les salió caro, metro a metro; Viva la muerte,2 chillaban, y se la dimos, la muerte, a muchos de ellos, y no tuvimos miedo de recibirla—; también Carlos, que vivió a la sombra feliz de las espadas, acostumbrado a no distinguir ya entre su sangre, vertida generosamente y sin miedo, y la de los demás; también el comandante Carlos tenía muchos nombres, cuando el Partido lo mandaba de un sitio a otro por el mundo en nombre de la revolución, y es más, tenía que mandarlo también aquí abajo, para que organizara el movimiento comunista australiano. En cambio, cuando intentaba en vano organizar el amotinamiento de los marineros de Spalato y Pola contra Tito y nosotros estábamos en el Gulag de Goli Otok bajo el kroz stroj, se llamaba ya sólo con su pobre y verdadero nombre, Vittorio Vidali.

Así que me llamo Salvatore —como Jasón, decía socarrón el compañero Blasich, sanador, el que salva, el médico que conoce los fármacos de la vida y de la muerte. La Historia es una sala de reanimación y es fácil equivocarse con las dosis y mandar al otro mundo a los pacientes que se quería salvar. Salvatore; para los amigos, en dialecto, Tore. Salvatore Cipiko, luego Cippico, en los años veinte, cuando volvimos a Europa y Trieste, Fiume e Istria y las islas del Cuarnero habían pasado a ser italianas, los Vattovaz se habían convertido en Vattovani y los Ivancic en Di Giovanni o al menos en Ivancich, nombres todos ellos s’ciavi resentai, esto es, eslavos adecentados como es debido, el Isonzo y el Jadransko More filtrados y depurados en la lengua del Arno.

Tuve también otros nombres, como era costumbre en la lucha clandestina. «Sí, Nevera, Strijéla y...» Basta. Todos lo sabéis ya todo acerca de mí, muchos espías contra uno solo... Este PC controla el mundo aún mejor que el otro, ya se entiende, el viejo PC se ha escacharrado hace quién sabe cuánto. La Historia aprieta una tecla y el Partido desaparece; yo desaparecí con él y sin embargo ahora aprieto una tecla y hago desaparecer a los curiosos desconocidos que quieren saber mis nombres. El de Jorgen no me lo dio una célula del Partido, sino otra, célula también, aunque de otro tipo —pero cada cosa a su tiempo. Port Arthur, hace un siglo y medio, Dachau y Goli Otok, ayer, ahora. Cuidado con esas teclas; de lo contrario se acaba borrando algún trozo y luego ya no se entiende nada, no se sabe quién es el que habla, de quién es esa voz —cuando cambia por su cuenta, y te sale distinta, de la garganta y de no sé dónde, no la reconoces ni siquiera tú.

De todas formas, son problemas vuestros. Nosotros en cualquier caso hablamos de buen grado. Las ganas de hablar las teníamos también antes, sólo que no existían las de escucharnos. Incluso usted tenía que saber poco o nada, doctor Ulcigrai, si, como vi en mi historial, para lograr saber a qué carta quedarse tuvo que pedir prestado algún estudio sobre aquella vieja y atroz historia olvidada. Es ésa la verdadera Historia Nosológica, no la mía —es la Historia la que está enferma, enloquecida, no yo. O quizás estoy loco porque me hice la ilusión de poder sanarla, loco igual que todos los sanadores, igual que usted, igual que Jasón, que por una piel de oveja desencadena destrucción y delitos horrendos y locura...

Tome nota, doctor, complete la ficha, explique a sus ayudantes el kroz stroj, aquel ingenioso y atroz sistema que ponía a los detenidos a merced de sus compañeros de desventura, para que se destrozasen a más no poder unos a otros con el fin de congraciarse con sus superiores... Haced si acaso también una prueba entre vosotros, así lo entenderéis mejor. Escriba, si quiere se lo dicto yo, pero escriba. Ojalá lo hubiera hecho entonces, cuando nos exterminaban y torturaban, y todos sin oír nada ni decir ni pío; los gritos no atraviesan el brazo de mar, no llegan ni siquiera a Arbe, la isla más cercana a Goli Otok, la infernal Isla Desnuda. También la llaman Calva. Dios mío, también Arbe había tenido su infierno, cuando los italianos la eligieron para liquidar a los eslavos...

Espero que haya comprendido bien esa historia. Cómo fuimos a Yugoslavia, en el 47, para ayudar a aquel país, que se había liberado de los nazis, a construir el comunismo, cómo por ese motivo dejamos nuestras casas, en Monfalcone, y lo sacrificamos todo, nosotros, que llevábamos ya en nuestras carnes la marca de los verdugos fascistas de medio mundo, y cómo poco después, cuando Stalin y Tito empezaron a darse dentelladas, los yugoslavos nos acusaron de ser espías de Stalin, traidores a Yugoslavia, enemigos del pueblo, y nos deportaron, torturaron, acribillaron en aquella isla, sin que nadie supiera, sin que nadie quisiera saber nada... Mire, yo estuve en Dachau, me jugué la vida para borrar de la faz de la tierra todos los Dachau. Dachau es lo máximo, el apogeo inalcanzable del mal, pero al menos todos supieron enseguida qué era Dachau, quiénes eran los asesinos y quiénes las víctimas, mientras que en Goli Otok eran compañeros los que nos masacraban y los que decían que éramos traidores, y eran también otros compañeros los que no querían saber nada de ello, los que nos callaban la boca a nosotros y les tapaban a los demás los oídos. Y si nadie escucha, es lo mismo callar que desembuchar; incluso despotricar solos por la calle a más no poder, gesticulando y haciendo muecas, no es lo que se dice mucho.

Ha hecho falta otro vuelco que pusiera todo patas arriba para que alguien se acordara de aquella historia y aquel desastre, un vuelco más grande que ha desencajado el mundo y el futuro y ha acabado por darme la puntilla, metiendo en el desván nuestras banderas rojas y tirando un balde de agua sobre nuestra sangre, derramada por todos. Se ve que cuando todo se va al garete se sueltan las lenguas y se destapan los oídos. Hablar es en cualquier caso un consuelo cuando la revolución, por la que has vivido a lo largo de los siglos y de los años de tu vida, es el trozo arrugado de un globo que ha reventado y se retuerce por el suelo y esos condones acartonados son todo lo que queda de tu vida. Ahora soy yo el que habla, me toca a mí, trapo usado desde hace un tiempo inmemorial para frotar el fondo de la bodega y raspar la mugre de las uñas de la Historia. El viejo trapo, colgado de unas jarcias, rechina al viento que lo sacude; si está empapado de sangre queda mucho mejor, una bandera roja, más hermosa que la azul de tres abadejos blancos que habíamos izado en Reikiavik, Nosotros, Excelencia Jorgen Jorgensen, Protector de Islandia, Comandante en jefe de tierra y mar, durante tres semanas, y luego de nuevo entre rejas, como tantas otras veces.

Sienta bien hablar. Usted también lo sabe, doctor Ulcigrai, que me busca las cosquillas con sus preguntas —discretas, apenas esbozadas, lo preciso para remover las aguas. Las palabras suben, se atascan, se amasan con saliva, tienen el olor del aliento. Hablar, toser, acezar —era fácil que a uno se le hicieran polvo los pulmones en Port Arthur o en Goli Otok, en aquellos fétidos calabozos helados y sufriendo torturas. Las palabras rezuman. El agua presiona contra la tapa de la alcantarilla y se desborda herrumbrosa por la calle, como aquel día en Trieste bajo la lluvia, mientras subía por la calle Madonnina para ir a la sede del Partido y a la vorágine de mi vida.

Cuando hablas, y todo se te agolpa en la garganta, los recuerdos, los horrores, el miedo, el tufo de la cárcel, el ácido del estómago, te haces la ilusión de que esas palabras son algo distinto a las cicatrices que sientes en la cara, al oscuro latir del cuerpo que se consume y a la consunción que ellas expresan, a las silenciosas catástrofes que tienen lugar en las células y entre los glóbulos de la sangre, hecatombes cotidianas de neuronas, terribles como las de los Lager y los Gulag de las que habla quien ha sobrevivido a los Leviatanes que lo han triturado, vasos sanguíneos que se rompen en pequeñas ronchas azuladas bajo la piel, mucho más pequeñas y pasajeras que las provocadas por los verdugos en los Lager de los que hemos o no hemos regresado, listos para sacrificarnos por el futuro, por la vida que no existe, y para echar en el horno de todos los infiernos nuestro presente, la única vida que teníamos y tendríamos en los millones de años que van desde el big bang al colapso final, no sólo de la revolución sino ya de todo.

Inmersos en las tinieblas que empiezan debajo de la piel y hacen del cuerpo, del envoltorio que recibe un nombre y un apellido o un número de matrícula del campo de concentración, una oscura celda subterránea, semejante a aquella en la que acabaron muchos de los nuestros, cuando el mundo se convirtió en la celda de aislamiento de una prisión, en la oscuridad del agujero del retrete en el que el verdugo nos metía la cabeza. En esas tinieblas viscosas como los muros de la cárcel, nos hacemos la ilusión de que las palabras son de otro mundo, mensajeros libres que pronuncian un juicio sobre el verdugo más elevado que el de su tribunal fantoche, y que pueden atravesar los muros de la cárcel como si fueran ángeles para ir a contar la verdad de lo que ha pasado y a anunciar la buena nueva de lo que vendrá.

Tal vez, en algún momento, el superviviente contento de hablar se acuerda de cuando, bajo tortura, el no que quería decir, el gemido sofocado y el borbotón de sangre que le chorreaba por la barbilla eran una sola cosa y tiene miedo de que también las palabras sean sólo un borbotón de la carne que ya no puede más, un estertor, un eructo y nada más. Pero luego piensa que aquel vértigo es un engaño, una de las astucias del Lager que quiere doblegarte y trastornarte en lo que más ánimo te da, y que por lo tanto hay que resistir como entonces, decir que no y cantar la Internacional, que no es un grito sino el canto de un mundo en el que se gritará menos de dolor. Y así vuelve a hablar, a contar —a quien sea, a usted, a esos maniáticos de la red, a mí—, porque sin palabras y sin fe en las palabras no se puede vivir; perder esa fe quiere decir ceder, abandonarlo todo. En cambio yo... «Pero abdicar, como en Islandia...» Otra calumnia, otra historia, cada cosa a su tiempo. Es decir, nunca, nunca es el momento adecuado. De todas formas, nunca he cejado y eso creo que se lo debo, a pesar de todo, al Partido. El Partido nos ha estrujado como a trapos, nos ha usado para frotar las manchas de sangre coagulada, y a fuerza de restregar los suelos del mundo nuestra sangre ha acabado por mezclarse con la que teníamos que lavar, pero nos ha enseñado a ser señores, eso es verdad, a comportarnos incluso con los verdugos como un gran señor apaleado por la chusma. Quien combate por la revolución nunca cae tan bajo, aunque la revolución, al final, demuestre ser una pompa de jabón. E incluso la toma de conciencia de que todo se ha ido a tomar viento fresco forma parte de la capacidad de distinguir la objetividad de la Historia, de lo que el Partido llamaba dialéctica pero que desde hace tiempo prefiero llamar señorío y que quizá derive sólo de una larga familiaridad con la desdicha.

Hablar, aunque sea sólo entre nosotros, es quizá la única forma que me queda de ser fiel a la revolución. La reacción es menos locuaz, va a lo suyo sin piedad pero hace como si nada; se calla y hace que no se hable de lo que ocurre. No por nada tampoco se ha dicho una palabra durante tanto tiempo sobre Goli Otok, sobre aquella deshonra que cayó sobre todo y sobre todos, sobre el Partido, sobre los antipartido y sobre aquellos que desde la otra parte tenían la boca cerrada y se regodeaban al ver cómo acababan los comunistas. «En realidad ahora no se habla de otra cosa, patadas pero también rebuznos de burro al león que está estirando la pata.» No se crea que no lo veo. Cuando la revolución se acaba, lo que queda es una inmensa cháchara, porque no queda nada más: todos venga a parlotear, como la gente que ha visto un espantoso accidente de carretera y se detiene en el arcén, en corro, comentando lo sucedido.

A ciegas
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