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La vida es un viaje, lo dicen y lo repiten todos los predicadores. Para Blunt era además una manía y para mí, en Newgate, era pura jauja, pues bastaba con sacar a relucir al peregrino de Bunyan, al alma en camino desde la Ciudad de la Perdición a la Ciudad Celeste, variando sólo un poco algún que otro detalle o bien añadiendo o forzando alguna imagen, para que él tuviera su sermón y yo mi medio chelín.

Displaced persons, galeotes, bloody newaustralians, convicts, dagos, wogs, rápido, subid, en marcha hacia la Ciudad de la Perdición, Terra Australis incógnita. El océano es el río que rodea la tierra, un inmenso Aqueronte que fluye y desemboca en los Infiernos. La vida es un viaje, crucero y deportación.

Allí abajo, al final del trayecto, dicen gentes como el padre Callaghan, no está el fin sino el principio de la verdadera vida, de la mejor vida, no moriréis sino que seréis transformados —pero cómo, si ni el exilio ni el Lager te transforman. ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón? El rey ha muerto, viva el rey, el diploide se sienta en el trono. El barco zarpa cargado de diploides hacia el incógnito continente austral; allí renacerá la futura humanidad internacional de los clones, galeotes clonados e inmortales, en grilletes para siempre. Pero al fondo del oscuro corredor del palacio de Christiansborg, detrás de aquellos pesados cortinajes, está la ventana que da a la inmensa luz del mar —también el tren saldrá del túnel a la luz, la ballena volverá a emerger resoplando y echando chorros de agua en el aire luminoso. Tal vez allí abajo, en el puerto de llegada, el vientre del barco que nos lleva en su oscuridad, multitud de fetos ciegos apretujados unos contra otros, se desgarrará. La barriga preñada pare, los ratones saltan disparados del barco.

Si al final del viaje empieza la verdadera vida, en el barco estamos todavía en el vientre fecundado hace poco. Quién sabe quién nos ha metido aquí dentro y aquí abajo, pegados a estas mugrientas paredes de la oscura bodega; debe de haber sido un enorme cetáceo, un gran miembro obsceno que penetra violento y excitado en la bodega, se frota contra estas cavidades musgosas, derrama un pútrido líquido oleoso y henos aquí, todos hermanos, casi gemelos, en cualquier caso iguales, todos los deportados se parecen. Pronto esta vida que es muerte acabará; desembarcaremos y comenzará la muerte que es la verdadera vida, la vida eterna del penitenciario.

El barco es sacudido por las olas, va de aquí para allí, acaba de vez en cuando en un bajío o contra un arrecife, hace aguas. Bastaría desplazarse algún metro, alcanzar el rincón al que no llega la ola, pero cómo se hace —cómo hacen, yo estoy en el puente— con esos grilletes en el tobillo derecho, catorce libras o más, si no se le ha podido pagar a la guardia la gabela necesaria para aligerarlos; los niños, que no pueden pagar, llevan cadenas dobles. El reflujo de los golpes de mar que se retiran al océano tira los cubos llenos de orina y de mantas metidas en la orina para desinfectarlas de piojos; el agua de mar que le llega al cuello al galeote inmovilizado por los grilletes le restituye hasta su pis del día anterior. La hora que viene del Cuarnero sacude al Punat, nosotros, atados y esposados allí abajo, rodamos de una parte a otra por la bodega. Uno de la Udba se le cayó encima a Darko, un compañero de Ika, y éste, atado de pies y manos, al encontrárselo por un momento junto a él, con la cara pegada a la suya, casi le arranca la oreja de un mordisco y luego lo molieron a palos, era fuerte, pero creo que murió. Dicen que también John Wooley, a bordo del Ganymede que lo llevaba a la penitenciaría, Abajo a la Bahía, le arrancó de un mordisco al contramaestre Gosling el dedo que le había metido en la boca para sacarle un pellizco de tabaco.

Si por lo menos el viaje tuviera un final, para siempre, si la Punaty el Woodman, la Nelly desaparecieran engullidos por un remolino sin retorno, con todos nosotros a bordo, por fin desaparecidos, sin haber existido jamás. Cuántas veces esperé, al ver que las vigas de mi barco —mis vigas, mis vidas— se quebraban con la furia del oleaje, que el barco cediera de una vez para siempre. Y sin embargo el malvado carpintero arreglaba de nuevo cada vez el casco, sustituía un trozo de viga, muchos trozos, muchas vigas, pero el casco, el barco, el alma del barco era siempre la misma, inmortal en la repetición del dolor y del naufragio.

El barco atraviesa océanos y tifones, se dirige decidido al puerto de la desdicha. Esta Corte ordena y juzga que seáis deportado a ultramar, al lugar al que Su Majestad, bajo recomendación del Consejo Privado, considere oportuno destinaros, para el resto de vuestra vida —un resto sin fin.

Yo no puedo quejarme, la travesía la hago en el puente y en la cabina, en lugar de hacerla en la bodega. Y cuando el Woodman, siguiendo la ruta de los Rugientes Cuarenta, llega a su destino, la Hobart Town Gazette escribe, el 6 de mayo, aquí está, que entre los prisioneros desembarcados bajo la vigilancia de soldados armados hay también «un danés de nombre Jorgen Jorgensen, antiguo enfermero en Newgate, muy conocido por la mayoría de los presidiarios, un hombre de elevada inteligencia que habla varias lenguas y estuvo aquí en los tiempos de la primerísima fundación de la Colonia, como primer oficial de la Lady Nelson que estaba al mando del teniente Simmons».

Parece el anuncio de una fiesta en una crónica mundana. Desciendo del Woodman casi complacido, mirando con ojo crítico los cambios acaecidos en la ciudad y haciendo algún que otro severo comentario acerca de la disposición de los nuevos edificios y del desorden de los almacenes en los muelles. Es natural que me asignen, como contable, a la Oficina de Impuestos y Aduanas, cuyo director, Mr. Rolla O’Ferrall, recién llegado de Inglaterra, no sabe ni siquiera hacer las cuentas. Seis peniques al día y alojamiento en la oficina de la Marina. Los demás presidiarios, casi todos, van a reventarse en el transporte de piedras y a pudrirse en los calabozos.

A ciegas
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