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Hermoso palacio, sí señor, aquel Palacio Cipiko mío del que desapareció mi mascarón de proa. Sale en todas las guías turísticas. Monumento nacional, protegido por Bellas Artes, con su fachada de estilo gótico florido, las ventanas de tres huecos, el portón renacentista de Ivan Duknovic. Edificio histórico. Yo estoy como Pedro por su casa en la Historia. Es un deber estar presente en los días históricos, aunque sean cada vez más numerosos. ¿Qué es un hombre sólo con su vida, sin noticias memorables que la iluminen lo mismo que los fuegos artificiales alumbran a la muchedumbre agolpada en la oscuridad? Es sombra, negrura. Hay que estar allí donde está el Destino, ponerse detrás de él como su guardia de honor y desfilar bajo sus arcos de triunfo, mientras de las tinieblas que se descorren por una parte y por la otra se elevan los aplausos —o también las injurias, qué más da.

Los días históricos se multiplican. Hasta cuando el gobernador hace formar en fila a los detenidos en la explanada de Hobart Town, delante del mar, es un día histórico. Más modesto, es verdad, pero histórico de todas formas, y si luego se piensa que uno quizá llegó allí muchos años antes —cuando no había nada, sólo el mar— para fundar la ciudad, también ése era un día histórico, así como también la inauguración del penal, donde luego acabó el propio fundador, y lo es cada mañana, doctor, hacia las diez, su visita, cuando usted pasa con la cohorte de sus asistentes por nuestras camas. Lo era también la visita de Kardelj y Rankovic en Goli Otok, entre nuestras filas y los gritos de «Tito Partija!».

En la Historia sucede como en la mesa de juego, primero se gana y luego se pierde, uno redobla la apuesta por Austerlitz, pero la vez siguiente sale Waterloo. Claro que estuve en Waterloo, ¿qué duda puede caber? Vamos, no haga ahora de Procurador del Tribunal del Pueblo, compañero doctor, no le dará ahora también a usted por pensar que soy un mentiroso. En Waterloo vencí yo también, porque mi informe como testigo ocular me valió el perdón y me ahorró la cárcel o bien la horca por haber dejado Inglaterra sin permiso.

Yo sé muy bien lo que pasó aquel día. Sí, yo; es mi nombre, no me interesa que también otros muchos se llamen así.

Contrariamente a lo que se ha dicho y repetido, el duque de Wellington no estaba perdiendo cuando llegaron los prusianos. Fue atacado por sorpresa, eso sí que es verdad, yo estaba allí cuando los coraceros franceses que aparecieron de repente detrás de la colina rompieron nuestra larga y sutil línea roja sobre Hougoumont. Era nuestra sección más avanzada, que estaba cerrando filas, pero fue arrollada antes de que le diese tiempo a hacerlo, cuando era todavía una larga hilera roja, una serpiente que zigzagueaba entre la hierba, y de repente todos aquellos caballos sobre ella, los sables que ascendían y descendían blancos en el aire lluvioso de hollín, la serpiente quedó cortada en trozos, cada anillo se debatía y acababa cortado en trozos cada vez más pequeños, se estremecía y retorcía en torno a alguna que otra espada arrebatada de la mano a quien la empuñaba cayendo del caballo, ceñida por aquellos anillos furiosos y moribundos. Escondido en aquella granja, entre la paja y las vigas hundidas, yo no...

A ciegas
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