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¿Qué es ese rojo?, ¿una enorme colilla encendida en la habitación ya en penumbra? ¡Ah!, el vídeo interno, el anuncio de la sesión colectiva, en el gran salón-anfiteatro de la planta — 1. Bajo tierra, en resumidas cuentas. Terapia de grupo, presentes y ausentes, cercanos y lejanos; puedes darle con el codo al que está sentado a tu lado y charlar, gracias a esos PC a nuestra disposición, con quien quieras, incluso con quien está en las antípodas, cabeza abajo. Todos juntos, muchedumbres, masas, esperando a que empiece. La sala está abarrotada, ondea como un mar. ¿Dónde están los acusados, los detenidos en ese valle del Juicio? No veo más que a Kapos, perros de guardia que se empujan unos a otros, a mordiscos feroces, en el enorme matadero; toneladas de carne descuartizada y picada, dicen que la carne de perro es buena, ojalá hubiéramos podido tener una poca en el Lager.

«¿Cuántos serán los condenados, los detenidos, los acusados, los ingresados a la fuerza, los Kapos?» Muchos, una turba inmensa. Usted tendría que saberlo mejor que yo, con todos esos registros y esos empleados a su servicio, pero comprendo que con todos esos números vuestros ordenadores se hayan colapsado. Un ordenador es un cerebro y los cerebros se colapsan, es su especialidad. Pero no hay que ser remilgados con los números. Los números están vivos, los puedes tocar, palpar. Números en las cartas de juego, en la matrícula, en las monedas, en los billetes, en el brazo, en la mesa de la ruleta, en los calabozos.

También los ves en la mesa de juego —lo puedo decir a sabiendas, ya que allí me desplumaron—, brillantes y febriles, garabateando cifras para descubrir el orden oculto en el tiovivo de las probabilidades, las leyes misteriosas que regulan el caos del juego y del mundo, que hacen dar vueltas a la bolita como un planeta en el espacio pero encarrilándola, impidiéndole abandonar su trayectoria y perderse en el vacío infinito y obligándola a detenerse en el cinco, en el doce. Tal vez descubramos ese orden, tal vez acumulemos delante de nosotros el oro del tiempo, polvo dorado que se escurre entre los dedos y queda sobre el tapete verde, sobre el gran prado baldío en el que se agolpa la turba de quienes han querido convertirse en semejantes a Dios.

Han robado el oro, el vellocino sagrado, y ahora esperan el juicio del Tribunal del Pueblo, todos agolpados en la enorme sala de juego con tapicería roja, las velas ardiendo, racimos humanos aplastados a la derecha y a la izquierda de la mesa verde, el altar del Señor. Inocentes, culpables, condenados en cualquier caso, colgados de la mesa como animales en sus ganchos, abrasados por el fuego de las velas que arrojan una luz de sangre sobre los rostros sudados y sobre las manos que recogen las monedas. El rojo de la sala es un fuego que lo envuelve todo, alrededor de la mesa todos se retuercen como los caballeros y los reyes daneses en el palacio de Christiansborg en llamas.

Vale, en esas mesas es verdad que perdí casi siempre, pero también me divertí y no me importaba demasiado perder lo poco que tenía... Los biógrafos lo reprueban y yo represento mi papel de impenitente arrepentido. Lo único es parecerse al retrato de uno mismo, hecho por quien sea. Mi vida es la que cuentan los demás. ¿Qué es lo que podría saber, si no, de cuando acababa de nacer, de cuando empecé a caminar, de si lloraba o no de noche? Todo eso me lo han contado los demás y yo lo repito, tal como lo oí. ¿Cómo? No, no, por ahí no van los tiros. Esto no vale sólo para la primera infancia. Vale para cualquier instante de la vida. ¿Sé quizás cómo era mi cara ayer, cuando me pusisteis de nuevo frente a aquella máquina?, ¿cómo eran mis ojos, mis manos?, ¿podría describirlos tal vez? Claro que no, no me vi, no me conozco. Pero si usted me lo dice, lo sé y puedo contarlo.

De Toothill Fields salí pronto, pero fuera era todavía peor. Cripplegate, Whitechapel, Southwark, Smithfield, St. Giles’s —cada vez más abajo, en cuartos cada vez más sórdidos, la ropa cada vez más sucia—, por lo menos he jugado, aunque perdiera siempre. En cambio, después de aquellos veranos en Querso —largos, larguísimos, no sé ni siquiera cuántos, dos, quizás uno o ni siquiera ése—, no he tenido nunca tiempo ni modo de jugar. Ni a las cartas ni a nada. Mi infancia, mi adolescencia, mi juventud se acabaron pronto, enseguida. Ponza, el Guadarrama, el Velebit, Dachau, Goli Otok y... ¿y qué, después de Goli Otok? No me acuerdo, muchos años metidos dentro de un saco, pesados como el plomo. El saco envuelto en una tela se desliza a través de la escotilla. «Y el cuerpo se tirará al mar», dice el oficio de difuntos en el barco. Se va al fondo enseguida. El agua vuelve a cerrarse con un sollozo sofocado.

A ciegas
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