13

«Querido Jorgen, una carta mía anterior se quedó sin respuesta y otra me ha sido devuelta, pero espero que ésta os llegue. Un secretario del señor Jermyn se ha ofrecido amablemente para hacérosla llegar, si entretanto hubierais cambiado de nuevo de dirección. Pero por qué...» ¿De dónde sale esa carta?, ¿habéis sido vosotros quienes le disteis la dirección? ¿Pero cómo os atrevéis?, ¿qué es lo que queréis hacer, un psicodrama? Aparte de que no creo que sea de Marie, no es su forma de hacer las cosas. Será una falsificación de uno de mis biógrafos, deseoso de añadir un poco de carnaza sentimental. Había decidido no decir una sola palabra de esa historia; es más, me maravillo de haberla recordado en la autobiografía. Y, además, ¿hay acaso un porqué, si uno no se hace a estar juntos, a dormir y despertarse juntos, a tener la mañana y la tarde en común? Ya puede reírse con sarcasmo y poner de su cosecha todo lo que quiera; usted, hombre de tierra adentro, no puede entender. En los barcos, sin mujeres y sin amor, te olvidas de la felicidad, de la imposibilidad de ser feliz, de la vergüenza de no serlo. Jasón, a bordo del Argo, sólo tiene a sus compañeros, a ninguna mujer. Sí, Atalanta, pero ésta se entiende con Meleagro, para él es como si no existiera, ni él para ella, fuera problemas. Él a las mujeres las deja enseguida plantadas —Hipsípila se queda en Lemnos, incluso encinta, y él se larga, y eso es lo que ocurre casi siempre. No es un azar que la única vez que se lleva a alguna con él, a Medea, no haya más que problemas, sobre todo para ella. Yo no quiero estropearle la vida a ninguna mujer, por eso huí, antes aún de que la cosa empezara de verdad. Si se empieza, ya todo está perdido.

Me gustaba escribirle, eso sí, y también recibir sus cartas, ésa me la encontré en el bolsillo en mi casaca deshilachada —el uniforme de Protector de Islandia, que si lo llevaba no era por presumir de nada, sino porque no tenía otro, después de que se me llevaran a la fuerza desde Reikiavik a Londres, así que tuve que empeñar hasta la indumentaria en casa de un usurero de Stepney para pagarme aquel agujero donde dormir en el Spread Eagle Inn, pero de aquel uniforme no me deshice nunca. Por qué, por qué... Las cosas suceden y ya está. O no suceden.

Marie Philippina Frazer, dieciocho años. La conocí en Londres, por mediación de Sir Joseph Banks. Sí, le pedí que se casara conmigo. Naturalmente me esperaba una negativa de aquel ángel puro y piadoso, mucho más joven que yo, y sobre todo me esperaba que un caballero y un científico como su padre, renombrado artífice de instrumentos matemáticos, me hiciera pagar aquella desfachatez. Cómo es posible entregar una muchacha, una virgen casta, a un marinero hecho a todas las vilezas de a bordo y a las ruindades de los bajos fondos —es un estupro, una infamia, padres indecentes que se desembarazan de una hija, después de haberla tenido encerrada en casa pura e intacta como una flor sólo para que algún puerco pueda desflorarla luego con el beneplácito del rey y de Dios, rufianes más viles que los que llevan cuenta de las putas del Covent Garden, porque se complacen violando y ensuciando lo inmaculado.

¡Ah, la suciedad de la vida, el tufo de los sobacos y del corazón!, es el miedo lo que segrega el mal olor, el aliento ácido en la boca, qué vergüenza el beso de la mañana tras una noche de lejanía. Ya sé, Maria, quiero decir, Marie, no conocía ni el miedo ni la repugnancia, no temía el precio que hay que pagarle a la angustia y a la porquería; para ella amar lo era todo, desear, envejecer y declinar juntos, también revolverse en la cama sin poder dormir, tras demasiadas noches sin besos —y sin embargo una sola carne, gloriosa aunque esté ya fofa, consumida juntos.

Claro, si entonces —ahora no..., pero cómo elegir entre el amor y la ansiedad, vicio solitario del marinero sin mujer, el vicio secreto por todos conocido. La suciedad cuando uno está solo es más fácil de llevar, es menos arriesgado que vivir y ser felices dos personas. Marie está detrás de la puerta, pero yo no la abro, vuelvo atrás sin hacer ruido. Que nadie oiga esos pasos, esa fuga ignominiosa ante la única verdadera aventura. Huir, desertar.

Salí a la mañana siguiente, ¿cómo hubiera podido sostener su mirada, después de haber retirado mi mano de la manilla de aquella puerta? Le dejé una carta. Me la imagino mientras la abre y la lee: los ojos abiertos de par en par, mascarón de proa que divisa la inexorable catástrofe, Eurídice que ve volverse a Orfeo y abandonarla para siempre a la nada...; qué hermosa esta reproducción de Eurídice con esos ojos que miran hacia arriba y en los que se lee el naufragio... Se halla en el Museo Naval de Portsmouth, según está escrito. Quién sabe quién me la habrá mandado aquí, y por qué, algún malvado que quiere hacerme recordar, hacerme sufrir...

A ciegas
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