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Sí, autoridad, amigo mío. Sólo durante tres semanas, pero suficiente para entender lo que quiere decir, una vez en la vida, mandar. Ni siquiera tres semanas, diez días, para ser más precisos —lo he comprobado, es exacto—, los diez días de aquel viaje real mío entre desiertos y volcanes. Quizá ni siquiera diez, sino tres, cuando estaba completamente solo. Es sólo la soledad la que confiere legítima autoridad. Yo y las extensiones heladas. Mientras se está entre los demás se es un títere, y si se tiene que mandar es todavía peor; cada orden chillada se asienta sobre compromisos y favores tácitos, aunque no te des cuenta.
Quien da órdenes se hace la ilusión de mandar. Como los Kapo en Dachau, que creían escapar de la muerte dando muerte ellos y chillaban y golpeaban, empujándonos a bastonazos a la explanada donde se pasaba lista. Emil, el Kapo del crematorio, pensaba que era un signo de extraordinaria autoridad ponerle personalmente la soga al cuello al condenado que ahorcaba en las vigas y hacerle que pataleara durante un minuto; estaba orgulloso y contento de ello. No por nada Dachau nace en 1898 como una institución para débiles y enfermos mentales, idiotas y cretinoides, dice la placa que mandó poner el príncipe Starhemberg para celebrar el quincuagésimo jubileo del reinado de Francisco José. Hitler lo perfeccionó en 1932, trasformándolo en campo de concentración. Otra placa: Dachau, escuela superior para las SS. Exactamente lo mismo, idiotas y cretinoides.
Incluso la autoridad de Dios se agrietó cuando renunció a los infinitos espacios vacíos y tuvo que empezar a estipular mandamientos y prohibiciones, obligado a castigar o a pactar cuando se eludían. Le ordeno a Brarnsen que cabalgue detrás de mí, así no lo veo y me siento más solo, más rey, en mis dominios despoblados.