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«Le toca a usted cortar la baraja, si no es molestia para Su Majestad.» ¿Quiere ponerse a competir con aquellos borrachines del Waterloo Inn? Al menos allí entra y sale quien quiere, a lo mejor lo echan a patadas si se queda dormido bajo la mesa, pero sin tener que pedir toda esa retahíla de permisos, como ocurre aquí dentro. De todas formas, doctor, no está mal su permiso, o mejor, la orden de jugar —bueno, la invitación, la disposición, la sugerencia, como usted quiera—, y por la tarde, cuando la oscuridad sube a las ventanas como una marea, incluso una baraja de cartas ayuda a... También en el Spread Eagle Inn, donde me alojaba después de haber vuelto de Islandia, jugaba muy a gusto. La fonda me gustaba asimismo por aquel emblema de la puerta, un águila que despliega las alas sobre la gente que entra y sale. Me gustaba también porque el hospedero me había contado que aquella águila, muchos años antes, había sido un mascarón de proa y que el último capitán del barco, un tal Barrow, se la había llevado cuando mandaron el barco al desguace, y se la regaló al propietario de la taberna, que desde ese momento le cambió el nombre. Me gustaba mirarla. Claro, los verdaderos mascarones son los que tienen forma de mujer, una mano cierra sobre el seno el vestido que cae fluctuando y encrespándose como una ola, y la mirada atónita y dilatada hacia el mar y hacia la inminencia de las catástrofes. Los ojos del águila eran en cambio los de un pájaro disecado, redondos y airados por encontrarse, caídos del cielo, entre aves de corral. Es lo que les pasa también a los que navegan. Mientras se está en el mar se es soberano, y cuando se desembarca, no se es más que un pobre diablo que se tambalea como un oso amaestrado.

Protector de Islandia, si no os molesta, repito siempre, cuando me toca repartir las cartas, un hombre del pueblo que protege al pueblo frente a todos aquellos que le quieren chupar la sangre. Quién sabe en cambio a quién le tocará ahora un rey.

Ahí van, trece por barba, y ahora la última, sota de picas. Así que el palo, para esta mano, son las picas. La sota lleva puesta una casaca con un ancho reborde de piel y sostiene una especie de alabarda curva; vendría bien para un abordaje, para enganchar un parapeto. El garfio silba en el aire y arponea un costado del barco, en un salto estamos en la cubierta, como aquella primera vez en la bahía de Algoa; olor a pólvora y a quemado, se alza el sable, fulge un instante al sol y se abate con violencia, una gran rosa roja se ensancha en el pecho del oficial francés que cae y mira hacia lo alto, la boca abierta y los ojos dilatados, morir es la cosa más natural del mundo pero es siempre una sorpresa.

Así es, doctor, el juego es algo estupendo y bien que lo sabe usted, que por la noche nos reparte de vez en cuando estas cartas. Es bonito barajarlas con rapidez; no piensas en ninguna tristeza, los números y las figuras se confunden en un caleidoscopio vertiginoso. Sí, enseguida, ahora las doy, sólo un momento, os lo ruego, dejadme respirar. Demasiadas cartas, demasiadas imágenes, demasiadas cosas. Levantar el campamento, piernas para qué os quiero. Por eso me gusta también responder a sus preguntas, así me parece que les doy rienda suelta a las cosas de mi cabeza —pero luego vuelven, se agolpan, no me queda ni siquiera un rincón para mí. En Islandia hay un vacío inmenso, una blancura inmensa; se puede respirar hondo.

A ciegas
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