15

Algunos tugurios son como la bodega de un barco y sus camas no son mejores que el jergón sobre el que se tumba por la noche un marinero. Ni siquiera que el catre de la prisión, si bien el de Carey Street, donde, al volver de Islandia, había dado con mis huesos, era realmente duro. Al salir de allí, pensaba que Maria no conseguiría encontrarme nunca; todo lo que había sacado de la venta de mi ropa lo había vuelto a perder jugando en un café cercano a Covent Garden y acabé metiéndome en un sótano de St. Giles’s, que compartía con un larguirucho pelirrojo de cara desfigurada por un eczema. El suelo era de tierra batida, una silla servía de armario para la ropa y para apoyar una palangana de agua, pero pronto la habitación resultó más cómoda, porque el compañero de camastro ya no volvió por allí, ni siquiera a coger su hatillo de la silla, y por la noche podía poner una vela encendida sobre la silla y leer el Libro de los Himnos.

Al sótano llegaban los ruidos de la noche, las corrientes hacían temblar la llama de la vela, sombras oscuras se deslizaban por las paredes, lenguas negras y obscenas de perros infernales, pero el alma que confía en Dios es firme como una roca y yo, tumbado en mi camastro, leía, sereno y ocioso como un caballero. Y sobre todo solo, y eso es lo que cuenta. Un corazón es demasiado estrecho para que quepan dos. De hecho, cuando entra otro, es un verdadero lío, un hacer sitio y volverse a un lado y a otro.

Y en esa paz y esa soledad puse en orden los papeles sobre la cuestión islandesa y corregí el relato de aquella hazaña, que había terminado hacía poco —no sin gloria, a pesar de las apariencias. Es mucho más fácil que responder a las cartas de Marie. Escribía febrilmente, porque sabía que Hooker y Mackenzie, ese otro escritorzuelo malévolo, tenían intención de dar a la imprenta su versión —alterada con mala fe por Mackenzie y con ingenuidad por Hooker. Releía alguna que otra frase en voz alta y estaba contento, respiraba con alivio. Y cuando llegó —no sé cómo, quizá fue usted, doctor, quien me la endilgó— una carta de Marie, sentí no ya el vacío en torno a mí, protectivo y tranquilizador, sino una pesadumbre que se dilataba en el alma.

Huir —de un agujero a otro, Cripplegate, Whitechapel, Southwark, Smithfield, St. Giles’s. Descenso inexorable igual que la gota de humedad que resbala a lo largo de la pared, cada mudanza más ligera y cada tugurio más inmundo. Salía, pero raramente, por la mañana. La ginebra en ayunas te estruja el estómago, un ardor ácido te sube a la boca, pero el calor en la cara sienta bien en el aire húmedo y fétido. Al comienzo molesta sentirse sucios, pero poco a poco uno se acostumbra. La barba larga, el sudor que se seca encima, la camisa pegada a la piel se convierten en algo tan familiar como el propio cuerpo, con cuyo olor no se siente uno nunca a disgusto; son otra capa de epidermis más que protege contra el exterior. Entiendo por qué los lora, en el continente austral, van por ahí untados de grasa rancia de pescado que no se quitan nunca de encima.

Salto por encima de las basuras, me dirijo por las callejuelas estrechas hacia el Támesis. El río es verdoso y negro, las olas se rizan en una espuma inmunda; algunas veces mis pasos me llevan cerca de la fosa de los locos, la gente echa cubos por las ventanas y los sube llenos de ese agua marrón. Del río se alza un murmullo, a veces crece y se convierte en un estruendo sombrío; algunas voces se cruzan y se pierden, graznan cornejas y gaviotas, en el sol pálido un grumo de niebla reluce como un amanecer.

Rasgo la carta de Marie. Una gaviota se lanza a plomo sobre un fragmento de papel que desciende revoloteando, en su rabiosa y hambrienta prisa lo engulle; trato de imaginar cuáles de las palabras inapelables que he leído hace poco serán las que han acabado en ese pico rapaz. Aquella tarde dejé también el trastero de Smithfield; la última calderilla que me quedaba me la gasté en mandar el manuscrito islandés al editor Murray, que luego —por lo menos eso es lo que me dijo— lo puso no sabía dónde y ya no volvió a encontrarlo.

A ciegas
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