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Me despertaron entre el cabo Reikianes y las Fuglasker Rocks. El viento es fuerte. Gowen, el capitán de la Orion —Jones tomó el mando del Margaret and Ann—, quiere dar un rodeo mar adentro, pero no consigue enderezar el barco. Me encuentro en el puente, sin que nadie haya dicho nada. Mando pasar entre el cabo y las rocas. Mis órdenes son rápidas como el viento; se cuelan entre una ráfaga y otra, es como si viera cada foque y cada trozo de vela, las tenso y las aflojo lo justo para deslizamos entre las masas de agua, sería capaz de sortear hasta las balas de cañón. De repente el Margaret and Ann, lejos delante de nosotros, se incendia. La Orion lo sigue como un tiburón, el otro barco está a la merced del viento y de las aguas, vapuleado para aquí y para allí, las llamas crecen. La Orion avanza entre los bordes cortantes de las olas, se le acerca. Subo al Margaret and Ann y mando bajar las chalupas, tras poco menos de una hora ya están todos a bordo de la Orion. Soy el último en dejar el barco, el gesto de un comandante antes de volver a los grilletes.

El aceite y el sebo de Phelps, de los que el Margaret and Ann está lleno a rebosar, alimentan las llamas que se inflaman por todas partes. La madera se quema, caen trozos de vela y de cuerda que rozan los mástiles del barco igual que si fueran lenguas de fuego; luego todo se derrumba, cataratas incandescentes, un trozo de asta cae tieso, guerrero que se retuerce entre las llamaradas como en la Sala de los Caballeros en Christiansborg. El barco se resquebraja, el fondo de cobre se desprende y flota ardiendo, sol caído que abrasa el mar. De repente una explosión enorme, el polvorín salta por los aires y los cañones también explotan, disparan andanadas contra el cielo y contra la noche, tan clara —salvas de cañón por mi final, la noche florece con esos disparos, una rosa parda se abre en pétalos escarlatas.

Cuando la Orion se aleja un brasero arde en el mar, sangre que gotea en el cáliz oscuro. Le cuesta morir al fuego, a todo le cuesta morir, la vida se defiende empedernida y por eso hace daño, estaría bien acabar pronto. Ahora el mar está tranquilo, Gowen puede retomar el mando y regresar con la Orion a Reikiavik, para volver a zarpar el primero de septiembre y llegar a Liverpool, dieciocho días después.

Fue una marranada, en Londres, encerrarme en la cárcel de Toothill Fields, bajo la acusación de haber dejado Inglaterra sin permiso, faltando así a mi palabra de honor, y de haber maquinado contra el gobierno de Su Majestad, con el pretexto de ayudar a aquellos muertos de hambre. «Así que lo hiciste por amor a aquella gente raquítica y tiñosa, ¿pero a quién crees engañar?», y así horas y más horas, en aquella fétida celda, con preguntas e interrogatorios y... Y pensar que, al desembarcar, y hasta el día antes de que me encerraran, me pasaba el día en el Spread Eagle Inn, donde me alojaba, con las más alentadoras promesas de Sir Joseph Banks...